Una de las grandes ventajas con las que siempre ha contado la izquierda es la de jugar con un elemento que parece formar parte de la naturaleza humana: la necesidad de vivir instalados en la utopía. Tomás Moro fue el primer autor que se dio cuenta del enorme influjo que las utopías parecen generar en nosotros. La mayoría de los hombres son infelices porque experimentan una escisión entre la realidad que desearían que fuese y la realidad que es. Parece existir en nosotros una especie de conciencia escindida. Por un lado nos sabemos parte de un orden natural respecto del cual no podemos sustraernos. Por otro lado creemos ser capaces de cambiar dicho orden natural para acomodarlo a nuestros deseos. Kant fue el primer autor que intentó con su proyecto crítico buscar algún tipo de conexión entre estos dos ámbitos en los que parece estar escindida la naturaleza humana.
Kant creyó que mediante un proceso de moralización el ser humano podía realizar en la praxis un nuevo modo de habitar en el mundo. Con el paso del tiempo y en la medida en que los individuos actuasen moralmente, que en el caso kantiano equivale a actuar por mor del deber y en contra de la propia inclinación, sería posible acercarnos a ese mundo utópico donde no estaríamos constreñidos por la naturaleza. Uno de los pocos aspectos positivos que ha traído la pandemia a nuestras vidas es la conciencia de que nuestras vidas, por mucho que nos empeñemos en negarlo, son tan dependientes de los avatares de la naturaleza para nuestra especie, el homo sapiens, como lo son para todas y cada de las especies que el proceso evolutivo ha hecho surgir en este planeta. Sin embargo en la medida en que somos seres utópicos no podemos dejar de plantearnos la posibilidad de vivir en un mundo alternativo donde nuestra existencia se acomodara a nuestros deseos y no a nuestra mera condición natural.
Las series de las plataformas de contenidos como Netflix buscan precisamente eso con lo que Schiller soñaba: la conformación de un nuevo tipo de sociedad a partir de la asunción de unos nuevos valores éticos que encuentran su plasmación en obras artísticas bellas
Mientras que el liberalismo conservador vive instalado en el pragmatismo, el pensamiento de izquierdas explota ese deseo del hombre de vivir en un mundo diferente, no sometido a limitaciones de ningún tipo. Para el pensamiento de izquierdas, heredero de la antropología optimista rousseauniana, la desigualdad y la escasez tiene un origen cultural no natural. Bastaría con recuperar la inicial inocencia del hombre, adulterada por la nefasta influencia de la cultura y de la técnica, para lograr instaurar la utopía. El jacobinismo político y posteriormente el estalinismo ha recuperado esa inicial pretensión de revertir la degeneración cultural de la naturaleza humana para recuperar ese idílico estado inicial de naturaleza mediante la represión y la reducación de los individuos.
El idealismo alemán ejemplificado en el proyecto kantiano de la autonomía moral del individuo, inicialmente contempló con grandes esperanzas el proyecto revolucionario francés. Vio en dicho proceso revolucionario un paso decidido en la progresiva moralización de la naturaleza humana. Pronto comprendió que la revolución acabó degenerando en una nueva forma de tiranía: la de una élite revolucionaria capaz de imponer violentamente su visión utópica.
Fredrich Schiller en sus célebres Cartas sobre la educación estética del hombre intenta recuperar el ideal kantiano del sapere audere. Schiller viene a representar una vía intermedia entre la imposición autoritaria del modelo ideal de sociedad representado por el jacobinismo y el exasperante proceso de moralización progresiva de la humanidad postulada por el kantismo. La disociación entre placer y deber que implica el rigorismo moral kantiano no satisfacía el ideal romántico de Schiller. Este cree encontrar en la estética kantiana una nueva forma de lograr la consecución del ideal ético al que aspiraba el proyecto kantiano. En la estética kantiana la belleza se manifiesta a través de la forma de una finalidad sin fin. Lo bello para Kant parece ajustarse a algún tipo de deber ser que no puede ser conceptualizado. A esta conceptualización fracasada le acompaña un sentimiento placentero. Schiller parte de esta visión kantiana de la belleza para ver en ella una posible vía de conciliación entre deber ser y ser que no es ni autoritaria, como en el caso del jacobinismo político, ni supone una forma de rigorismo moral como el propuesto por Kant. A través de la contemplación de obras de arte bellas que expresen ideales morales ideales el individuo puede moralizarse. Asumir como propios proyectos utópicos ajenos que de ser impuestos autoritariamente serían rechazados. Del mismo modo serían también rechazados caso de que supusieran para el individuo pesadas cargas morales.
El giro ético del esteticismo kantiano que lleva a cabo Schiller está en la base de todo el proyecto de apropiación cultural llevado a cabo por el llamado marxismo cultural en la segunda mitad del siglo XX. Los teóricos frankfurtianos se dieron cuenta de que el triunfo de las ideas capitalistas propias de la sociedad de consumo no se debió tanto a una superioridad de orden práctico de dichas ideas sino a la asunción de las mismas como propias por parte de una ciudadanía que fue educada estéticamente en dichos valores por medio de determinados productos culturales como el cine o la literatura. El objetivo de la nueva izquierda no debía ya consistir en imponer mediante una revolución cruenta el ideal de la sociedad socialista, sino por medio de una creación de una nueva ciudadanía estéticamente educada en valores contra culturales.
Sin esa labor de apropiación de la genial intuición estética de Schiller por parte del llamado marxismo cultural hoy no sería posible esa creación de una ciudadanía estética que viene auspiciada por plataformas de contenidos como Netflix, cuyas series busca precisamente eso con lo que Schiller soñaba: la conformación de un nuevo tipo de sociedad a partir de la asunción de unos nuevos valores éticos que encuentran su plasmación en obras artísticas bellas.
Cualquiera que consuma contenidos culturales hoy en día experimenta un proceso de inculturación en valores progresistas. Una inculturación que no parece suscitar un rechazo inicial por parte del individuo, ya que no se imponen de una manera autoritaria, sino a través de una experiencia estética que se pretende bella y que suscita sentimientos placenteros en el individuo. ¿Quién no va sentirse conmovido ante las desigualdades e injusticias que por razón de género experimenta la genial ajedrecista Beth Harmon en The Queen’s gambit? ¿Cómo no empatizar con la gamberra y simpática deconstrucción del cine hipervitaminado y neoliberal de los ochenta en una serie como Cobra Kai? ¿ Cómo no odiar a un personaje tan maquiavélico e intrigante como la Margaret Thatcher de ficción que nos presenta The Crown?.
Uno de los aspectos sobre los que más he incidido en muchos de los artículos que he escrito para Disidentia hace referencia a esta pretensión de la nueva izquierda de intentar implementar un nuevo orden social, político y económico. En la consecución de este proyecto, que está a punto de culminar, la cultura ha tenido un papel decisivo. Desgraciadamente buena parte de los políticos situados en la derecha ha declinado atender este frente para centrarse en cuestiones tan prosaicas como apelar a su capacidad gestora o en atender un eterno viaje hacia lo que un famoso locutor radiofónico caracterizó como un viaje al centro de la nada.
Que la ciudadanía crítica no acabe degenerando en una mera ciudadanía estética depende en buena medida de que los ciudadanos asuman una labor de vigilancia y análisis crítico de aquellos productos culturales que bajo un ropaje estéticamente atrayente esconden un proyecto político inquietante.
Foto: Thibault Penin