Los partidos parecen pretender que estemos pendientes de las menudencias que se producen en las alturas de la política un poco a la manera en la que los católicos asisten expectantes en la gran plaza del Vaticano a que aparezca la fumata blanca que indica la feliz elección de un nuevo pontífice cuando sea necesario. La expectación con la que se ha dotado a la peripecia previa a una mera conversación de Sánchez y Feijóo ha sido máxima, que si cuándo, que si dónde, que si sobre qué. Pues bien, al final se produjo el parto de los montes y, amparados por la atención popular a los prodigios de la Lotería, los líderes han hablado.
Es dramático que se haya convertido en un acontecimiento casi excepcional algo que debiera ser tan cotidiano y normal como que dos personas que comparten una responsabilidad máxima frente al bienestar de los españoles se comuniquen con fluidez. Pero esa situación ideal milita directamente contra dos de los supuestos más negativos que alimentan buena parte de nuestra política contemporánea. En primer lugar, el exceso en los poderes de la presidencia del Gobierno, que se origina en un sesgo fundacional del sistema político, pero que se ha incrementado de manera abusiva con la práctica, y, en segundo término, la extremada polarización de las posiciones políticas a la que se ha llegado por diversas razones, entre otras por la manera de funcionar de los partidos, cada vez más lejos de la intención constitucional al respecto.
El parlamento ha dejado de ser en la práctica, por mucho que nos pese, el órgano mediante el que se ejerce la soberanía nacional para convertirse en el instrumento de acción política de, a lo sumo, media docena de personas
La presidencia del gobierno que se inaugura con un Adolfo Suárez sin apenas aparato político a su servicio, ha acabado con un Pedro Sánchez que arracima a sus órdenes directas a varios secretarios de Estado, a más subsecretarios y a centenares, si no miles, de funcionarios del más diverso pelaje cuya única misión es fortalecer la figura del jefe del gobierno de manera tal que su poder efectivo anonada al conjunto de las administraciones públicas y al propio consejo de ministros.
Es obvio que una de las primeras víctimas de este presidencialismo desaforado ha sido el Congreso que se ha comportado muchas veces, por ejemplo ante la última investidura, como si fuese un órgano al servicio del presidente, una institución que, en la práctica, ha actuado como si fuese impensable que se pudiera ocurrir contravenir las iniciativas del ejecutivo, en especial si son legislativas, ni controlar sus actos, que es lo que da sentido y función a la institución. Este anonadamiento del Congreso es fruto también de que el sistema haya consentido que los diputados sean elegidos por su jefe, en lugar de que, de algún modo, el presiente les deba su elección, lo que ha concluido en que los partidos se reduzcan a gabinetes complacientes de sus respectivos líderes.
¿Hemos ganado algo con esta transformación de facto de nuestro sistema parlamentario? Me temo que no. Está claro lo que hemos perdido: tenemos a unos diputados que se han acostumbrado a no hacer caso a sus ideas, cuando las tengan, ni a tener en cuenta los compromisos que les ligan con sus electores y con el conjunto de los ciudadanos, de manera que siempre están dispuestos a votar lo que se les mande, lo que constituye una burla perversa de la prohibición del “mandato imperativo” que establece la Constitución. El parlamento ha dejado de ser en la práctica, por mucho que nos pese, el órgano mediante el que se ejerce la soberanía nacional para convertirse en el instrumento de acción política de, a lo sumo, media docena de personas que son las que realmente deciden por todos nosotros lo que sea menester.
En este sentido, la iniciativa de Feijóo al forzar que la conversación con Sánchez haya sido en el Congreso es una ocurrencia feliz que evita cualquier sospecha de sumisión de los partidos de oposición al dios de la Moncloa. No está mal, pero es poca cosa, en especial porque Feijóo tendría que hacer mucha más política en el Congreso con iniciativas, con comisiones, con estudios y peticiones de comparecencia y no limitarse a ser una especie de coach que da instrucciones, cuando puede, a sus barones con poder efectivo. Esta dinámica, dicho sea de paso, eviscera casi por completo al PP como partido nacional y lo convierte en una suerte de confederación heterogénea de partidos en la que, por desgracia, hay partes enteras de España que nada significan, algo que cabe suponer no ayuda en nada a que el PP pueda obtener mayorías suficientes para gobernar en unas elecciones generales.
Vayamos al segundo punto, al muro que Sánchez trata de consolidar con esa gracia especial que tiene para negarlo cuando convenga y exhibirlo siempre que haga falta. Desde la mayoría absoluta de Aznar en el 2.000 empezaron a surgir voces muy significativas en el PSOE, algunas son ahora muy contrarias a lo que entonces sugirieron, afirmando que algo estaba mal en el sistema cuando la derecha podía ganar de esa manera. Luego vino Zapatero a resolver el asunto calificando la transición como una claudicación y abriendo la vía para definir otra España, en la que el PSOE pudiera ganar con facilidad y en la que el nacionalismo vasco y el catalán tendrían que cerrar junto al PSOE un cinturón higiénico que impidiese gobernar a la derecha.
Ahora, Sánchez, en minoría nada creciente y bastante agobiante, se excusa con el fantasma de moda de la ultraderecha, pero es que sabe que esa es su única manera de disimular las concesiones, algunas harto inverosímiles y de resultado muy incierto para su partido, que ha debido hacer para que esa mayoría parlamentaria, tan ocasional como heterogénea, acepte su continuidad en la Moncloa. Sánchez tiene casi la obligación de describir lo que queda a su derecha un poco a la manera que Hobbes concebía el estado natural, como una vida “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”, como un retroceso a la barbarie desde el paraíso ideal que él se adjudica, ese estado de gracia en el que nadie se va a quedar nunca atrás.
Lo que es pasmoso es que desde enfrente no se acierte a entender que esa forma de argumentar no puede contradecirse con eficacia desde una posición, en el fondo, simétrica, que no se perciba con claridad que el clima de bronca beneficia a quien lo hace y no tiene nada que ver con el estado de ánimo de una mayoría social que reclama de la política unos frutos muy distintos a los que produce una especie de estado de guerra habitual.
El esfuerzo que está haciendo Feijóo para diferenciarse no puede quedar en una serie de gestos que se suponga distinguen su figura civilizada de un energúmeno que no duda en tirar la casa por la ventana si eso es lo que necesita para que su función tenga éxito. Feijóo tendrá que advertir que eso no va a bastar para que buena parte del público deje de preferir las excentricidades de Sánchez ante la amenaza de tener que soportar las innúmeras desgracias que Sánchez invoca de continuo y que, al parecer le han servido de algo ante las urnas.
Está muy bien que Feijóo converse con Sánchez, pero su verdadero punto débil reside en otra parte, en que su conversación con los españoles es deficiente, en que su incapacidad para convencerlos de que apoyen mayoritariamente un proyecto alternativo al de Sánchez y los diversos puigdemonts que demande la ocasión, reside en las carencias políticas de un partido mucho más volcado hacia sí mismo que hacia fuera, más ensimismado que atractivo y que no debiera persistir en el error de suponer que le haya de bastar con defender la democracia y sus instituciones. Feijóo deberá entender que son muchos los que esperan poder votar a un partido que nos saque del ya largo período de empeoramiento, pero no sólo por ganas de abolir o derogar el sanchismo sino por una necesidad honda de comprometerse con el proyecto y la ilusión de hacer una España distinta y mejor que es necesario poner en píe.
Foto: David Sinclair.
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