Veo a muchas personas, de un lado y del otro del espectro político, lamentarse amargamente por el acusado deterioro de nuestras instituciones democráticas. Me temo que no bastará con lamentarse para remediar nuestro descontento. No será suficiente para solventar nuestros problemas. En ningún caso rescatará nuestra maltrecha democracia de las fauces voraces de la corrupción y el nepotismo. En parte, es culpa nuestra. Ciegos a la realidad vamos dando palos al aire… peor, nos limitamos a caminar por otros caminos que no sean los dictados por lo políticamente correcto.
Nosotros somos quienes voto a voto hemos propiciado el desastre institucional en el que vivimos. Nosotros somos quienes confundimos democracia con alternancia en el poder. Nosotros somos quienes hemos decidido desprendernos de nuestra soberanía y ponerla en manos de nuestros supuestos representantes.
Decidimos quedarnos en casita o en la playa en lugar de lanzarnos a la calle y reclamar la escrupulosa independencia del poder judicial
Nosotros somos quienes ante el atropello perpetrado un dos de julio del 1985 (Ley Orgánica del Poder Judicial) decidimos quedarnos en casita o en la playa en lugar de lanzarnos a la calle y reclamar la escrupulosa independencia del poder judicial. Ninguna de las reformas posteriores avanzó en ese sentido, y tampoco creímos oportuno protestar por ello.
Nosotros somos los que preferimos bajar al bar (o al “tuiter”) a escandalizarnos con los despojos que va dejando la corrupción política a borbotones en los titulares de prensa, en lugar de exigir medidas efectivas de control ciudadano de la acción política (eso sí que sería demócrata).
Nosotros somos los que aceptamos encantados los privilegios que desde los diferentes gobiernos nos llueven sin mover un dedo, conscientes de que no podemos pagarlos e inconscientes de que, por tanto, serán otros los que deban hacerlo.
Nosotros somos los que vivimos en la ensoñación según la cual, siendo nosotros imperfectos, lograremos colocar en el gobierno a otros imperfectos que encontrarán soluciones excepcionalmente perfectas a nuestros problemas.
Nosotros somos los que vamos a votar sin leer ningún programa electoral. Las siglas nos bastan, sin importarnos las tropelías cometidas bajo sus alas.
Nosotros somos los que renunciamos a pensar por nosotros mismos, haciéndonos totalmente dependientes de los titulares de nuestro medio favorito.
Siendo la democracia, como es, un sistema imperfecto, se necesitan mimbres legales insobornables para mantener su esencia
Así es imposible que una democracia funcione. Siendo la democracia, como es, un sistema imperfecto, se necesitan mimbres legales insobornables para mantener su esencia: la participación de los ciudadanos en el diseño de sus propias vidas y entorno. La democracia nace como respuesta al abuso de poder de las oligarquías. El parlamentarismo es el mecanismo de control de la acción del regente o gobernante. La justicia es la que, desde la más escrupulosa de las independencias, garantiza la mejor y más ambicionable de las igualdades: la igualdad ante la ley. Y de esos tres principios, no hemos sabido defender ninguno.
La justicia… los medios, la cultura, los políticos españoles (europeos, también muchos liberales), casi me atrevo a decir que todo pensamiento contemporáneo está embebido de la fantasía por la cual existiría para nosotros un bonum commune de alguna forma (la fantasía no tiene límites) realizable, materializable.
Es la fantasía de una vida mejor para todos. En la cumbre de esta fantasía encontramos a su vez la idea de que esa vida mejor para todos no es posible por los errores de los otros y que la política no hace nada para evitarlo, a pesar de que debería haberlo reconocido e identificado como el problema. Esta idea parece inmortal. Es la idea de la justicia material. Es la idea que justifica para muchos los peores atentados imaginables a la libertad y la vida de otros.
Es lo formal, sin embargo, aquello en lo que apoyamos la construcción de las fronteras interpersonales, lo que delimita el marco de los espacios de libertad individual. La justicia formal lleva implícitos valores mucho más exquisitos que su prima material: determinación de principios, praxis de la razón, imperio del acuerdo entre iguales.
Y sobre esta idea, la idea de justicia formal, basada en una forma de modestia casi perfecta porque para llegar a realizarse impone la renuncia en la negociación, basada en la libertad individual y el respeto a la libertad del otro, libre de prejuicios y sospechas apriorísticas, generadora de verdadera igualdad, sobre esta idea, digo, no habla casi nadie.
La justicia formal debería ser el pilar de un “estado moderno de derecho”, pero asistimos a su desaparición
La justicia formal debería ser el pilar de un “estado moderno de derecho”, pero asistimos a su desaparición. Desaparece porque la paulatina pérdida de conciencia de uno mismo (fruto socialista) anima a los hombres a buscar un punto de amarre, un amarre a la posibilidad de una utópica justicia material.
La historia nos ha mostrado cómo todo intento de instaurar un sistema de justicia material sólo ha servido para destruir las relaciones formales entre las personas. En otras palabras, sólo ha servido para socavar la libertad individual.
Sólo los que viven encantados con el simulacro de democracia que hemos elegido, podrán hablar de des-encanto. Sólo quienes, deslumbrados por el derroche de estuco dorado, las maderas nobles y los gestos arrojados desde sillones hemicíclicos se mecen en el espejismo de sí mismos, podrán sentirse des-engañados. ¡Olvidemos la necesaria reforma de la ley electoral!, es más interesante “luchar contra la dependencia”. ¡Olvidemos una reforma fiscal que revierta en el bolsillo del contribuyente!, es más importante “luchar contra los precios”. ¡Olvidemos consultar a los ciudadanos qué estado quieren!, es mejor continuar en el conchabeo plurinacional-asimétrico, “yo mando, y tu también”. ¡Olvidemos controlar a los administradores del dinero de todos!, es preferible montar “agencias de observación de ombligos”.
Y en medio de todo ello, nuestra libertad atada al poste de nuestros miedos.
Igual que el deporte, hemos convertido la Democracia en una lucha ritualizada. Se teme que sin ella acabemos en un “todos contra todos” hobbesiano alternado con despotismos, en una anarquía dantesca y fratricida como entreacto del eterno retorno de los autoritarismos absolutos. Y más aún si se sugiere la libertad en algún ámbito relevante.
No es un temor nuevo el que padecen, con fobia cerval, muchas personas al mercado y a la libertad en el mismo. Se teme que la libertad en el mercado llevará al caos, y este, andado el tiempo, a alguna forma de despotismo. Es por ello que los más apasionados adoradores del Ídolo Democrático sean también apasionados detractores de la libertad del mercado, lo que, en definitiva viene a constituir un rechazo de la libertad en su conjunto.
La responsabilidad, el esfuerzo, crear bienes y propiedad….son los pecados capitales que cometen quienes quieren imponer límites a lo que la política puede
En lugar de una batuta de mando, de un cetro Real, de un Rayo de Zeus dictando sentencias arbitrarias e injustas, creen en la tela de araña de la regulación opresiva lentamente tejida por leguleyos al servicio de los populistas. Nadie puede andar por libre, hay que rendir cuentas de todo lo que se emprende, de todo lo que se hace. No importa si al establecer tan férreos controles se desincentive el movimiento, la creatividad, el progreso. Lo importante es estar del lado “bueno”.
La idea de libertad de estos “demócratas” de nuevo cuño es clara: ser libre es poder votar, poder rellenar una papeleta ya diseñada por otros y meterla en una urna cada cuatro años. Que eso conlleve una representatividad enormemente limitada, una oligarquía partitocrática de intereses creados y grupos de presión, de medios de comunicación en los que suena la voz del que más grita y más desafina, no es algo lamentable, sino (para ellos y sus intereses) absolutamente necesario.
Los más bajos instintos y las peores perversiones tienen su representación y el aplauso de la vulgaridad imperante y obligada, y a eso lo llaman elevados ideales y nobles propósitos. La responsabilidad, el esfuerzo, crear bienes y propiedad….son los pecados capitales que cometen quienes quieren imponer límites a lo que la política puede hacer sin contar con nosotros. Afortunadamente nuestros representantes harán todo lo que esté en su mano por liberarnos de responsabilidades y ofrecernos a cambio el Paraíso de la Abundancia.