El llamado Gran salto adelante, llevado a cabo por el régimen comunista chino a finales de los años 50 y principios de los 60, supuso 55 millones de muertes. Fue una señal muy potente de lo letal que puede llegar a ser la ingeniería social cuando políticos, expertos y activistas alcanzan el poder absoluto. Pero ¿hemos aprendido algo de aquella catástrofe? Esta es la pregunta que deberíamos formularnos ante el auge de un ecologismo radical, entre cuyas propuestas se añade ya la necesidad de des-democratizar Occidente para salvar, no ya a la humanidad —pues, en su opinión, la mayor parte de los seres humanos son prescindibles—, sino al planeta. ¿Es exagerado establecer un paralelismo entre la catástrofe del “Gran salto adelante” de Mao y el nuevo “gran salto adelante ecologista”? Quizá no. Cambian los protagonistas y, hasta cierto punto, los modelos políticos, pero ambos procesos tienen bastantes paralelismos. La mayor diferencia, si este nuevo salto adelante llegara a consumarse, estaría en el número de muertes. Ésta cifra podría ser mucho mayor en el gran salto adelante de los ecologistas radicales, porque sus medidas de choque traerían consigo una crisis energética y alimentaria global.
Hace algunos años se hicieron públicas las conclusiones del historiador Frank Dikötter que durante años se ha dedicado a investigar exhaustivamente la historia rural china en el periodo que va de 1958 hasta 1962, cuando Mao Zedong, fundador de la República Popular de China, impuso el “Gran salto adelante”. Para ello, Dikötter ha tenido un acceso sin precedentes a los archivos oficiales del Partido Comunista Chino. Los datos que ha recopilado son abrumadores: durante ese periodo, la tortura sistemática, la brutalidad, el hambre y el asesinato de los campesinos chinos supusieron al menos 55 millones de muertes. Una cifra equivalente al número de muertos en todo el mundo durante la Segunda Guerra Mundial.
En realidad, el debate sobre el clima parece importar muy poco a estos académicos y activistas; lo han hecho desaparecer en favor de una fe obligatoria que utilizan como palanca de poder para imponer un nuevo orden cuya esencia es sospechosamente vieja
Antes de la investigación de Frank Dikötter, en el peor de los supuestos se estimaba que las muertes podrían haber alcanzado la cifra de 30 millones. Ahora sabemos que esa cifra, aunque también pavorosa, es mucho más baja que la real. Sorprendentemente, los hallazgos de Frank Dikötter apenas tuvieron difusión más allá de un puñado de artículos en prensa y algunas referencias en las redes sociales. En general, los medios de masas pasaron de puntillas por encima de la revelación de una cifra antológica que convierte el Gran salto adelante en la mayor catástrofe humanitaria de la historia, a la altura de la Segunda Guerra Mundial. Como sucede en estos casos, habrá quien considere que este silencio se debe a la asimetría moral con la que se suelen juzgar determinados crímenes según sea la ideología responsable. Pero, tal vez, las razones de este silencio no sean sólo ideológicas, sino también “corporativas”, porque el Gran salto adelante es, sobre todo, una demostración incontestable de los efectos desastrosos de la ingeniería social.
En realidad, el Gran salto adelante no se planteó como un ataque sistemático contra el derecho a la vida de las personas: se ideó para superar las deficiencias seculares del modelo rural chino, pero degeneró en una catástrofe cuya verdadera magnitud ha permanecido oculta más de medio siglo. Si China hubiera sido una democracia, en vez de un régimen comunista, el Gran salto adelante o bien no se hubiera llevado a cabo, o bien, a la vista del inminente desastre, habría sido paralizado. Pero China es un régimen de partido único donde no existe una oposición formal. Si el gobierno se equivoca, sólo cabe confiar en que rectifique por sí mismo, y que lo haga, además, con la rapidez necesaria para evitar grandes males. Pero la capacidad de rectificación y diligencia chocan frontalmente con la propia naturaleza de los sistemas autoritarios, donde las pugnas internas por el poder, muchas veces cruentas, son la única vía para reemplazar a unos gobernantes por otros y, ocasionalmente, cambiar las políticas. Si el gobernante quiere sobrevivir en un régimen como el chino, la regla de oro es establecer el principio de infalibilidad, es decir el gobernante nunca se equivoca. Por lo tanto, rectificar no es de sabios sino de necios. Además, el cuerpo de expertos que se constituye alrededor del poder sabe que su supervivencia está ligada a la supervivencia del gobierno, por lo que los expertos también tenderán a negar la realidad.
Pero hagamos un ejercicio inverso. Imaginemos las democracias europeas en estos tiempos convulsos, cuestionadas fuertemente desde dentro y controladas por un activismo bien organizado, intenso y creciente, donde la imposición de un nuevo Gran salto adelante estuviera liderada no por personas corrientes, ni siquiera por gobernantes que apenas permanecen en el poder unos pocos años, sino por personajes acreditados e influyentes, con posiciones destacadas en las universidades más prestigiosas del mundo y en los círculos de poder. Imaginemos que estos líderes contaran con el apoyo, además de ONG, de los foros internacionales, grupos activistas y medios de información, de tal suerte que sus propuestas, amplificadas por diarios, radios, televisiones y redes sociales, se propagaran con tal intensidad que el disenso resultara imposible, lo que, con el tiempo, alumbraría una opinión pública aparentemente vehemente, refractaria al debate. Y la pregunta es: ¿podrían estas democracias debilitadas resistirse a la imposición de un nuevo Gran salto adelante de consecuencias peores que el liderado por Mao?
Esto no es política ficción sino la situación presente que David Runciman, jefe del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de Trinity Hall, Cambridge, expone en toda su crudeza con un artículo inquietante, titulado Democracy Is the Planet’s Biggest Enemy, por cuanto aprovecha la “crisis climática” para cuestionar ni más ni menos que las salvaguardas democráticas tradicionales. Runciman, paradigma del experto que aspira a salvaguardar el bien, afirma que, en la Gran Bretaña actual, resulta impensable unir a los Conservadores y Laboristas. Sin embargo, afirma que la activista climática Greta Thunberg hizo precisamente eso cuando fue recibida por políticos británicos de todo el espectro político. En su discurso al Parlamento, Thunberg dijo que hablaba por los niños que habían sido traicionados por políticos y votantes que no habían logrado prevenir el cambio climático. También afirmó que hablaba en nombre de los miles de millones de personas aún no nacidas que “sufrirán los peores episodios de un mundo que se calienta rápidamente”. Hubiera sido necesario un político muy valiente, añade Runciman, para minimizar “la fuerza moral de este mensaje”. Ninguno de sus interlocutores, desde el líder laborista Jeremy Corbyn, pasando por el conservador Michael Gove, hasta el orador de la Cámara de los Comunes, John Bercow, se atrevió a hacerlo: “Todos aceptaron los cargos presentados contra ellos” y se declararon culpables.
Como jubilosamente concluye Runciman, la retórica empleada por Greta Thunberg establece una distinción moral entre quienes están del lado del ecologismo radical y quienes lo cuestionan, entre los buenos y los malos. Y para poner rostro al mal, remata: “A las generaciones mayores no les importan los intereses de los más jóvenes”. De esta forma, establece dos falsedades íntimamente relacionadas. La primera, que la inminencia del apocalipsis climático es un hecho irrefutable. Y la segunda, que sólo los jóvenes son conscientes de esta verdad. Convertir la distinción entre promotores y críticos del ecologismo radical en una cuestión moral tiene muchas ventajas para los expertos como Runciman. La más evidente es que se saca el debate del terreno racional, donde lo que cuenta son las evidencias, y no los juicios morales, reduciéndolo a una sucesión de titulares de prensa donde se exacerba esta distinción moral. Esto permite controlar a la opinión pública mediante el sentimiento de culpa. Se trata de una sencilla estrategia que resulta especialmente eficaz en Europa, porque el colapso moral del Viejo Continente se articula precisamente mediante el pecado y la culpa, que se refuerzan mutuamente. Los europeos todo lo hicieron mal, por tanto, se sienten culpables y es la penitencia lo único que tranquiliza sus conciencias. Se establece así un control sobre el consumidor total, de tal suerte que Europa ya no puede mantener viva la tensión entre ser y tener que sí mantienen todavía los Estados Unidos y más aún Asia. Por eso los políticos europeos son el objetivo de los discursos iluministas de Greta Thunberg.
En cuanto a que serían los jóvenes quienes han puesto en marcha la cruzada de la salvación del planeta, es una evidente mentira. El motor de esta cruzada no es el pensamiento juvenil, es el pensamiento de los “viejos”. David Runciman no nació ayer, sino en 1967. O, por ejemplo, Dave Foreman, destacado activista del apocalipsis climático, tiene 72 años. O, también, Sandrine Dixson-Declève, miembro del principal órgano asesor de la UE en materia de sostenibilidad, la Plataforma de Finanzas Sostenibles, y casualmente copresidenta del Club de Roma. Y así sucede con la mayoría de las mentes pensantes que defienden la teoría del apocalipsis climático. De nuevo, son las utopías de los Baby boomers las que están detrás del activismo juvenil. Especialmente, la vieja idea de que un elemento clave del Occidente moderno, su sistema económico capitalista, es responsable de los males que aquejan al planeta. Esta suposición se ha convertido en una verdad pavloviana para muchos académicos y legisladores que los lleva a culpar a sus propios regímenes, a su propia civilización, por la desigualdad en el mundo. Y ahora, también, por el apocalipsis climático. Debes dejar de comer carne, debes vivir en una casa mucho más pequeña, debes renunciar al vehículo privado, debes prescindir del aire acondicionado, debes dejar de viajar en avión, debes renunciar a tener hijos… O más aún, debes apoyar iniciativas como las que propone de Dave Foreman: “Mis tres objetivos principales serían reducir la población humana a 100 millones en todo el mundo, destruir la infraestructura industrial y hacer resurgir las zonas silvestres, para que sus especies al completo tomen el mundo.”
Cuando Runciman dice que el gran escollo para combatir el cambio climático es el voto de los viejos, porque no están dispuestos a renunciar a su modo de vida, y que, por lo tanto, hay que buscar la manera de cambiar la democracia para trasladar el poder de los votantes a los expertos, en sus palabras despunta esa utopía que, hace más de medio siglo, capturó a buena parte de la opinión pública, obligándola a dar grandes saltos adelante que terminaron en catástrofes humanitarias. En realidad, el debate sobre el clima parece importar muy poco a estos académicos y activistas; lo han hecho desaparecer en favor de una fe obligatoria que utilizan como palanca de poder para imponer un nuevo orden cuya esencia es sospechosamente vieja.