La revolución digital conlleva consigo una revolución social por la cual se esclaviza y amansa a la plebe y se controla a quienes quieran salirse del redil. Los nuevos esclavos no llevan grilletes y cadenas, llevan un aparato digital al que están amarrados hasta las entrañas y que sirve de terminal de un control remoto. No ha de faltar mucho tiempo para la consolidación del control total de la población con la implantación obligatoria de chips subcutáneos y otros artilugios, para hacer la vida más cómoda, pero no a sus usuarios sino a empresas y sectores gubernamentales que se sirven de tal tecnología.

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El progreso tecnológico siempre ha tenido sus defensores y sus detractores y, cuando pasan algunas décadas tras la introducción de alguna novedad en el modo de hacer civilización, se suele diluir el debate entre esas posiciones por el ninguneo de quien no las ha aceptado, considerando paleto de pueblo o nostálgico sentimental a quien no ha aceptado las bonanzas de la gran ciudad y sus prodigios de la técnica. Si bien, más allá de la eterna pugna entre el mundo rural y el urbano, lo que subyace aquí es una visión anclada en valores culturales humanistas y no depende tanto del tamaño de la ciudad en la que uno vive. No siempre el progreso nos hace vivir mejor; tragamos con ello por imposición social, pero no porque sea plato de buen gusto para todo el mundo.

Una cosa es saber utilizar algo y otra cosa diferente es pasar por el aro de tener que utilizarlo forzosamente. Ése es el quid de la cuestión

Hay, sí, prodigios tecnológicos del mundo actual que merecen gran admiración. La digitalización ha copado casi todas las actividades humanas, desde la fotografía hasta la creación de música, desde libros y revistas electrónicos hasta la cirugía médica, y en muchos casos es algo útil, positivo, es un avance, pero no siempre, y no se ve por ejemplo aún la necesidad de obligar a los pianistas profesionales a tocar ante el público con un piano digital. Es ése el punto que no se entiende bien en nuestra sociedad imbuida en la revolución digital: que haya medios no significa que todo deba digitalizarse, habrá que preguntarse primero qué ganamos o perdemos con ello.

Sobre Internet como herramienta de cultura, ya me he referido en otro artículo. Aquí me voy a referir a la revolución digital que afecta a consumidores de cualquier tipo de producto, así como en tareas administrativas, uso de servicios bancarios, etc., y que no cesa en su escalada, a pesar de generar múltiples descontentos entre los usuarios, porque se ha impuesto la visión de que es buena para todos y que quien no lo acepta así es porque es un analfabeto en términos digitales. Al igual que sucede con muchas ideologías políticas progresistas, que terminan imponiendo ciertas ideas por medio de la descalificación moral del contrario o poniendo en duda su capacidad intelectual; pero aquí, en el tema del progreso tecnológico, no hay siquiera una oposición ni ningún partido o sector de la sociedad que represente a los contrarios, salvo anecdóticas manifestaciones de algunos grupos de vecinos que salen a quejarse por el maltrato de los bancos a las personas mayores que no utilizan esa tecnología, lo que se resuelve con un pequeño parche de ofrecerse a dar formación digital a estos o apoyar temporalmente a algunos usuarios con algún empleado que se preste unos días a hacer las labores del digitalizado.

Me parece que no soy sospechoso de tener alergia a los ordenadores o a la tecnología, atendiendo a mi formación científico-técnica y a mi propia experiencia con productos de electrónica de consumo desde hace muchos años (ya cuando era adolescente muchos conocidos acudían a mí para que les ayudara a poner en marcha algún aparato) o como programador y usuario de software bastante complejo. No obstante, una cosa es saber utilizar algo y otra cosa diferente es pasar por el aro de tener que utilizarlo forzosamente. Ése es el quid de la cuestión.

De hecho, mucho antes de expandirse Internet entre las masas, ya era de uso corriente por científicos. Y antes también de convertirse nuestra sociedad en una experimental digitalización de la plebe, ya se habían convertido en plebe servil a la clase científica, que antaño tenía otros privilegios. Así, por ejemplo, me cuenta algún colega mayor que yo, en los años 70-80 todavía era corriente que los investigadores enviaran sus artículos (papers) a las revistas mecanografiados, con fórmulas escritas a mano, y luego la editorial de la revista se encargaba de transcribir los trabajos digitalmente, maquetarlos, etc. También se daba con no poca frecuencia el caso de que, si alguien no tenía especiales dotes de mecanografía, le entregaba el manuscrito a un secretario y éste se encargaba de pasarlo a limpio; al fin, los científicos estaban para pensar, no para perder el tiempo con labores de secretario. Eso cambió radicalmente a partir de los años 90, cuando las revistas pasaron a exigir a los científicos enviar sus trabajos con determinados procesadores de textos, y maquetarlos uno mismo con el formato de la revista, reduciendo así la labor editorial en artículos aceptados. También, desde hace décadas, cada científico se hace sus propias labores de secretario. Somos muchos los que nos dedicamos a la investigación, y la masificación ha conllevado pérdida de valor: ya poco más se valora a alguien que piensa (lo cual, dicho sea de paso, cada vez es menos frecuente, porque los científicos o académicos apenas tienen tiempo para pensar entre tanta labor administrativa que les toca) que a alguien que hace la limpieza en su despacho, y consecuentemente se aplica la plebeyización de todos.

En muchos lugares de restauración se está imponiendo el uso de la aplicación del móvil para hacer el pedido directamente, sin que el camarero se acerque a la mesa salvo para servir la comida

Entre personas mayores o personas que no tienen interés o experiencia con la tecnología digital tampoco cabe hablar de torpeza o falta de capacidad intelectual. Hay entre ellos labradores, hay artesanos, hay gente de negocios o empleados en las ciudades y en el campo que han trabajado duro toda su vida uniendo el tesón de su esfuerzo con la pericia de sus múltiples talentos. Muchos también han sido ávidos lectores o consumidores de cultura, y saben más de muchos temas que la gran mayoría de millennials o muchos móviladictos. Pero se los trata como si fuesen unos catetos que no viven en el mundo actual y han quedado fuera, tal cual analfabetos. Y piensan algunos mozalbetes, chavales que acaban de salir del cascarón, que, porque están todo el día pasando el dedo sobre pantallas táctiles, saben de qué va la vida actual. No se enteran, de lo embobados y alienados que están con sus maquinitas.

La vida actual, como la de cualquier tiempo pasado, va de que algunos viven como señores y otros viven como esclavos o sirvientes de esos señores. No es cuestión de discutir si las máquinas son buenas o malas, o si ahorran trabajo o no; se supone que sí, que deberían ahorrar esfuerzos humanos (es un viejo tema de discusión desde las primeras revoluciones industriales), pero la cuestión es a quién le ahorran esos esfuerzos. Porque vamos a ver, queridos pardillos: desde siempre, vida buena en el sentido “señorial” es aquella en la que los demás trabajan para ti y no en la que tú tienes que hacerle el trabajo a otros aprovechando que tienes entre tus dedos un pequeño ordenador (mal-llamado “teléfono móvil”, pues hoy ya poco o nada se utiliza para hacer llamadas; y menos aún entre muchos jóvenes, que tienen pánico a recibir llamadas de voz) con sus apps.

El primer síntoma del esclavo feliz (e ignorante de su esclavitud) es que se le obliga a portar consigo un aparato de cada vez más grandes dimensiones; cuesta encontrar en el mercado smartphones de menos de 6 pulgadas de pantalla dentro de la gama de precios asequibles. Con lo cual, ahí va el pequeño plebeyo cargando todo el día con el trasto que no le cabe en el bolsillo y tiene que llevarlo en la mano, o en un bolso aparte.

Todo lo que supone descargar aplicaciones (app) es ya de por sí un trabajo, al que se añade la continua actualización de las mismas, quedando algunas obsoletas en el plazo de varias semanas o meses, y con amenazas de dejar de funcionar como no se acceda a actualizarlas constantemente. También hay que cargar la batería del móvil cada poco tiempo. Además de la tortura que suponen las claves de seguridad, que pueden ser varias para llegar a una página, y hay que cambiarlas con cierta frecuencia. Bueno es mantener ocupados a los plebeyos con estas labores. Un señor, un verdadero señor de otros tiempos, se negaría a entrar en este tipo de servilismo y dejaría que otros tratasen con las máquinas.

Y he aquí que sale el plebeyo con su móvil nuevo, con su nuevo grillete, y empieza a hacer el trabajo de ofimática que antes hacían otras personas. Entra en un restaurante, no uno de comida rápida sino de cierta categoría, y, en vez de comportarse como un señor (o señora), sentarse y esperar a que el camarero ponga el menú con letras bien grandes en sus manos y elegir diciendo lo que quiere, o ser informado de viva voz, va directo al código QR (que, con la excusa de la COVID-19, llegó para quedarse) pegado a la mesa y se pone a buscar entre los distintos menús. No es mucha la labor, y bien está que existan esos cacharritos que ahorran tiempo, pero no corresponde al “señor” utilizarlo, sino al que sirve. Esto es sólo el comienzo de la domesticación de los clientes de restaurantes. En muchos lugares de restauración se está imponiendo el uso de la aplicación del móvil para hacer el pedido directamente, sin que el camarero se acerque a la mesa salvo para servir la comida. Con el pago digital también se da la opción de ahorrar más trabajo a los camareros. Efectivamente, las máquinas ahorran trabajo, pero no al cliente, sino al dueño del restaurante que necesita así menos empleados.

Aparte de los crecientes controles de seguridad y trámites diversos, ahora se ha impuesto la idea de: “¿ha llegado al aeropuerto con las maletas?, pues hágaselo usted mismo”

Salas de conciertos, teatros, etc. que antaño entregaban folletos al espectador con completa información del programa ahora tienden a seguir la moda de tratar a los clientes como plebeyos en vez de señores y les indican que si quieren información que se la descarguen ellos mismos con el código QR. Y así nos tiene la sociedad de oficinistas con máquinas de escribir portátiles. La excusa es el ahorro de papel y la ecología; pero el papel es biodegradable y las baterías de litio de los móviles y otros materiales del mismo aparato son altamente contaminantes. De lo que se trata realmente es de ahorrar costes de producción de unos folletos y de tratar a los clientes como ganado en vez de ofrecerles un servicio y trato distinguido.

Supermercados, cines, tiendas de ropa y un largo etcétera han adoptado también el rollo éste de la digitalización, que básicamente quiere decir “nosotros ahorramos empleados y el cliente trabaja en su lugar”. Las compras por Internet mantienen la misma filosofía de un modo más integral, ahorrando además espacio de las tiendas físicas, aunque con la necesidad de contar con un servicio de paquetería extra (que en cualquier caso paga el cliente). ¡Es moderno, es cómodo!—dicen los usuarios del comercio digital. Cuando se carece o se ignora totalmente lo que fueron los valores de la aristocracia o la alta burguesía, cuando el lema de la “igualdad” nos ha igualado a todos como plebeyos, no como patricios, es normal que así se piense, que se crea que pasar nuestro tiempo pegados a un ordenador o teléfono móvil para hacer compras es un gran privilegio de nuestros tiempos. Privilegio sería que alguien fuera a hacer las compras por nosotros, con maquinita o sin ella, que alguien nos sirviera, pero con la digitalización somos nosotros los siervos.

Atrás han quedado los tiempos en que uno viajaba en avión y lo trataban como a un señor. Hoy se trata al pasajero como ganado. Ya no digamos de los tiempos en que servían un buen menú en los aviones en vez de comida de plástico, tiempos de los que ya casi no me acuerdo, pero que existieron. En cualquier caso, llegaba uno a un aeropuerto, aunque fuese en clase turista, y lejos de tener colas kilométricas (porque había más empleados atendiendo y menos gente volando), había una amabilidad, una actitud servicial que ahora se desconoce. Aparte de los crecientes controles de seguridad y trámites diversos, ahora se ha impuesto la idea de: “¿ha llegado al aeropuerto con las maletas?, pues hágaselo usted mismo”. Atrás han quedado o están a punto de quedar los tiempos en que uno llegaba con el billete de avión (todavía en papel; ni electrónico ni porra de gaita) y el personal de la compañía se encargaba de todo. Ahora no, ahora “vaya usted a hacer la autofacturación con la máquina”; “oiga, que la máquina me da el error xxx después de haberlo intentado tres veces”; “¡ah!, pues póngase en esta otra cola y espere a que el (escaso) personal que tenemos le ayude”. Y más de alguno se habrá cogido algún cabreo con la historia de la digitalización en un aeropuerto cuando, a contrarreloj por estar a punto de salir un avión, tiene uno que estar luchando con la tozudez de las máquinas o de los esbirros que las custodian.

Adiós a los tiempos en que uno llegaba a un banco y lo trataban como a un señor, aunque no fuese un millonario. Hoy todos somos plebe y números al servicio de los señores banqueros para que nos hagan el favor de tener nuestros ahorros custodiados con no bajas comisiones muchas veces

Hay cosas que indudablemente han pasado a ser más sencillas con la digitalización y las herramientas informáticas actuales. Los sistemas de reservas (por ejemplo, de hoteles, de entradas para espectáculos, de billetes de avión, vehículos con conductor, etc.) han ganado agilidad. Pero hay quien se pasa de digitalizador. Se encuentran por ejemplo cada vez con más frecuencia hoteles con recepción digital, es decir, sin recepción y en los cuales allá el cliente se las apañe para entrar en su habitación. Está muy extendido en los hoteles baratos, pero se empieza a ver también en el extranjero en algunos hoteles de 3 y 4 estrellas. Con la excusa de ser modernos y avanzados, muchos hoteles han suprimido muchos puestos de trabajo a base de quitar servicios y que el propio cliente se busque la vida a partir de un código que se le envía por teléfono móvil, o que se encargue de llamar por teléfono si algo no va bien. También se dan casos, ya en los establecimientos más cutres, en los que el cliente debe limpiar la habitación antes de abandonar el hotel. O me he encontrado casos de cafeterías (no servicios de comida rápido tipo McDonald’s, o cantinas universitarias, sino cafeterías en el sentido tradicional) donde el cliente tiene que acercarse a la barra para pagar y luego se le indica cómo servirse por sí mismo el café o el té de la máquina. Esto no tiene que ver con la digitalización, pero forma parte de la misma filosofía: que trabaje el cliente. El “hágaselo usted mismo” y la digitalización son una y la misma cosa.

Si nos vamos a empresas que prestan atención por medio del teléfono, casi siempre encontraremos un mal servicio: teléfonos que no contestan, largo tiempo esperando a ser atendido, o mensajes dichos por una máquina (digitalización) del tipo: “si quiere … pulse 1; si quiere… pulse 2; si quiere … manténgase a la espera”, y una larga espera de minutos después. Cuando por fin contesta alguien, muchas veces con acento latinoamericano, resuelve o no el problema, o te dice que llames a otro teléfono,…”. Eso sí, al final: “le pasamos una encuesta de satisfacción”… Y el plebeyo digital le hace el favor a la empresa para que siga ahorrando en mano de obra (barata, contratada en países lejanos) de telefonistas e inspectores.

Sobre la administración ya no voy a entrar para no aburrir: mala era la gestión antes de la digitalización: “¡vaya usted a la siguiente ventanilla!”, “¡rellene el formulario DKXVS689e y envíelo por cuadriplicado con el sello de tal y el visto bueno de…!” Y sigue siendo la misma basura en la que el ciudadano en vez de ser atendido es el que tiene que hacer el trabajo. Los bancos, ¡buff!, adiós a los tiempos en que uno llegaba a un banco y lo trataban como a un señor, aunque no fuese un millonario. Hoy todos (salvo quizá los que mueven muchos millones de euros) somos plebe y números al servicio de los señores banqueros para que nos hagan el favor de tener nuestros ahorros custodiados con no bajas comisiones muchas veces.

No deja uno de sorprenderse de a dónde llegan las miserias de la digitalización. Recientemente he contratado un seguro de hogar que es lo peor que he visto en maltrato al cliente en mucho tiempo. Se trata de la compañía Zurich Klinc. Para empezar no tienen oficinas físicas a donde poder dirigirse. No tienen teléfono de contacto; esto no lo sabía cuando contraté el seguro, bien que se encargan ellos de ocultarlo o no dejarlo claro. Toda la gestión de partes de siniestros se hace a través de una app en un móvil; o un e-mail para preguntas puntuales. Tampoco tienen técnicos para hacer los arreglos, ni tienen peritos que visiten el lugar del siniestro, es el cliente el que se tiene que buscar la vida cuando surge un problema en la casa, y luego enviarles la factura. En una ocasión, he tenido que transmitir un parte a la compañía por una reparación y empezaron los problemas: primero, por no tener la app actualizada, lo que llevó un tiempo de corregir pues se daban unas instrucciones de instalación precisas; luego, una vez actualizada, la aplicación fallaba una y otra vez, no dejaba subir un fichero con una factura. Envío un e-mail al seguro preguntando sobre cómo solucionar el problema de la app y me llega en segundos una respuesta automática de un bot: “Hemos visto que has intentado contactar con nosotros. Te informamos de que tu caso ya ha sido gestionado. ¿Deseas abrir una nueva incidencia o consultarnos algo?” sin haber resuelto mi problema o gestionado el siniestro. Vuelvo a enviar el e-mail y nada. Vuelvo a intentar con la app y nada… Unas semanas más tarde, cancelo la renovación de esta mierda de seguro. Recibo otro e-mail automático de un bot: “Lamentamos comunicarte que procedemos a dar por cancelado el siniestro…”. Es un ejemplo de los parabienes de la economía digital, que básicamente, repito de nuevo, quiere decir: tú, pardillo, vas a hacer el trabajo de lo que tendría que hacer un empleado en una buena compañía de las de antes. Y en el caso de las compañías de seguro, se ve claramente que se trata de hacer perder la paciencia del cliente para que presenten las menos reclamaciones posibles, y así ahorran en peritos (a distancia) y pagos.

Los adolescentes y la sociedad infantilizada de hoy sin embargo imploran a sus progenitores ser plebe digitalizada lo antes posible, en muchos casos antes de los 12 años

A nuestros gobernantes les encanta el tema de la digitalización, ven en tal una herramienta de control de masas, salvo quizá porque se le escapen de control las turbas de las redes sociales, pero están aprendiendo a domeñarlas también. De hecho, en China, la digitalización ha calado profundamente, más que en los países europeos, que van a la zaga pero por el mismo camino. El control de los gobiernos de los movimientos de capitales con la digitalización de la economía o los movimientos de los ciudadanos es otro punto a subrayar. Bien está si es para evitar movimientos ilegales de capitales, o por la seguridad de los ciudadanos, pero ¡ay! como un sistema de este tipo caiga en manos de algún gobierno que quiera hacer realidad las distopías orwellianas. ¡Ay! de las libertades en un mundo digital.

Quizá por ello los teléfonos móviles gozan de tan buena popularidad entre padres que quieren controlar a sus hijos: algunos conozco que tienen constantemente localizados a sus hijos adolescentes por GPS cuando salen de casa. Es también una buena herramienta de novias o novios celosos para controlar a sus parejas a través de mensajería instantánea a cualquier hora del día o de la noche. Y si a nivel privado se configura como una poderosa herramienta de control, ¡qué no pueden hacer los Estados o las multinacionales (especialmente compañías que tienen datos de millones de clientes) como herramienta de control!

La digitalización, que se nos vende como el gran logro de nuestros tiempos, supone realmente esclavización, pérdida de privilegios señoriales, control, pérdida de libertad, vulnerabilidad de los datos del consumidor, etc. Si a los adolescentes de tiempos pasados se les hubiera tratado de imponer la tecnología digital, en especial con el uso de los smartphones, es probable que muchos hubiesen tirado el trasto a la cara de quien se lo da. Los adolescentes y la sociedad infantilizada de hoy sin embargo imploran a sus progenitores ser plebe digitalizada lo antes posible, en muchos casos antes de los 12 años. Los padres han domesticado a sus hijos desde pequeños dándoles unos pequeños cacharros electrónicos para que se estén callados cuando molestan; la electrónica de consumo es el soma de la juventud. Cuando estos crezcan, serán la generación más servil y dócil que se recuerda en la historia contemporánea, aunque inútil para entender la vida real fuera de las máquinas. Serán buenos para trabajos monótonos donde no haya que pensar mucho o tener espíritu crítico, y tendrán que competir con sus hermanas máquinas en labores similares.

Foto: Aziz Acharki.

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