“Ir a las cosas mismas”. Cuando explicábamos la filosofía de Edmund Husserl, uno de los grandes del siglo XX, siempre teníamos que repetir ese estribillo como caracterización de su pensamiento. Me acuerdo inevitablemente de ese criterio del padre de la fenomenología por contraste con la actitud de la posmodernidad, caracterizada por el predominio absoluto de la interpretación –ahora lo llaman el relato– sobre los hechos. ¿Estamos hablando de filosofía? ¡Por supuesto que no! O, mejor dicho, estamos hablando de filosofía, de política, de historia y hasta de las noticias del día, todo a la vez, porque la actitud antedicha impregna –o más propiamente, contamina- nuestra disposición ante el mundo y la realidad que nos rodea.

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La agenda política se ha llenado de voces impostadas y sombras chinescas, como si estuviéramos en una interminable ópera bufa. Se dedican energías inauditas a la representación, la propaganda, lo meramente aparencial. Las fake news desplazan a las news: todo tiene la consistencia del humo, que se desvanece en un visto y no visto. Con relación al pasado, próximo o lejano, lo único que interesa es imponer social, política o culturalmente, una determinada exégesis, en términos cada vez más sectarios y maniqueos. Así se enjuician, con un presentismo sonrojante, desde la conquista española del Nuevo Mundo a la Transición, pasando naturalmente por la República, la Guerra Civil y el franquismo.

Ellos dirán con orgullo lo que nosotros debemos reconocer con pesar, que tanta sangre derramada les ha servido, no para conseguir, pero sí acercarse a sus fines políticos

Lo que importa en cualquiera de esos casos no es, naturalmente, el conocimiento; ni siquiera la mera fidelidad a los hechos, rasgo consustancial hasta no hace mucho al cronista o reportero. Los periódicos, hoy, como todo el mundo sabe o puede comprobar fácilmente, no tratan tanto de reflejar una realidad como ahormar esta a unos criterios establecidos de antemano. No puede ser más sintomático en este sentido que la historia se bata en retirada ante el avance imparable de la memoria: mientras aquella, con todas sus imperfecciones, no puede renunciar al examen frío y distanciado, esta última, la memoria, constituye la apoteosis de la subjetividad. Terminaremos diciendo como Pirandello: “Así es, si así os parece”.

Vienen a cuento esas reflexiones a propósito de la última película de Icíar Bollaín, Maixabel. Para no incurrir yo mismo en los defectos que acabo de exponer, vaya por delante la observación de que la película es excelente. Probablemente si no fuera así no estaría ahora mismo hablando de ella. Es notable en cualquiera de sus apartados técnicos, desde la música a la fotografía pero, además, tiene un guión bien estructurado que sabe dosificar admirablemente unos asuntos nada fáciles de plasmar en la pantalla. Aunque el espectador sabe lo que pasará, la dirección se las ingenia para ir creando un in crescendo que resulta emocionante, sin incurrir en la emotividad sensiblera. Nada de ello, empero, sería factible sin unos intérpretes portentosos, una contenida Blanca Portillo como Maixabel y un inmenso Luis Tosar como el etarra arrepentido. Repito, para que quede claro y previsible irritación de algunos de mis lectores que, con respecto a la película propiamente dicha, Chapeau!

¿Dónde está, pues, el problema? Quizá hayan pensado ustedes que el problema estaba en el asunto cardinal del perdón. Bueno, no les voy a negar que, en efecto, ese es uno de los problemas. No comparto esta moda universal de solicitar oficialmente perdón, desde López Obrador al Papa Francisco, por hechos que cometieron nuestros antepasados. Pedir perdón es indisociable del reconocimiento de una responsabilidad personal y es obvio que yo no me puedo hacer responsable de lo que no cometí. Hay un revelador paralelismo entre el perdón y la memoria antes aludida: ambos tienen una dimensión íntima que ahora se quiere trocar en comunitaria y oficial. Exhortar a cualquier colectividad a que pida perdón por acontecimientos pretéritos es simplemente ridículo. Produce vergüenza ajena. Pero así están las cosas.

A mí el que ETA pida o no perdón me resbala, por no decir algo más grosero. Me atrevo a decir que si lo pidiera, me sentaría peor, porque me sonaría a recochineo. Y si yo fuera una de las víctimas de su vesania, creo que me lo tomaría como un escupitajo sobre el dolor infligido. Nunca se insistirá bastante sobre el carácter irreversible del hecho de arrebatar la vida. No hay perdón que valga, literalmente hablando, porque ningún arrepentimiento puede ya devolver la vida truncada. Esta realidad tan simple como incontrovertible parece difícil de asimilar para el infantilismo y la frivolidad imperantes.

Aun así, entiendo y acepto que haya personas que, por motivos religiosos o personales, admitan el perdón. En el plano político no le encuentro sentido: es cierto que a menudo ante grandes desgarros colectivos –guerra, terrorismo- es preciso hacer borrón y cuenta nueva, pero este pacto –de hecho, un armisticio- no tiene por qué implicar ni olvido ni perdón. En estos casos traumáticos, se puede pedir un esfuerzo para posibilitar la convivencia de los enemigos de antaño pero nadie puede pedirles que se abracen. Cada uno es dueño y señor de sus afectos. Todo tiene sus límites. Incluso el diálogo.

¡Ah, el diálogo! ¡Hemos llegado a la clave! Cuando en la película, algunos allegados de Maixabel le cuestionan –muy comedidamente- su actitud de aceptar el perdón de los asesinos de su marido y hasta dialogar con ellos, responde como un resorte: ¡hasta Juan Mari hubiera hablado con sus asesinos! Y por lo que sabemos es verdad: Juan María Jáuregui, militante del PSOE, como otro ilustre miembro del mismo partido, Ernest Lluch, también asesinado por ETA, eran partidarios acérrimos del diálogo –entendido como elemento taumatúrgico- para resolver lo que eufemísticamente se denominaba el “conflicto vasco”.

Yo debo ser muy duro de mollera porque no acierto a comprender cómo se puede dialogar con alguien que te apunta con una pistola con ánimo de mandarte al otro barrio. O suelta la pistola o no hay diálogo posible. Si abro la boca sería para decirle esto último. Me cuesta trabajo ponerme en la piel o en la mente de Maixabel, pero entiendo así mejor lo del perdón: en este contexto, quien está dispuesto a escuchar, acepta implícitamente dialogar y, sobre esas bases, se asienta la actitud del perdón. De este modo, el perdón no solo humaniza a quien lo otorga, la víctima, sino que extiende su halo benefactor a quien lo pide, el victimario, aunque no se compartan sus actos y sus razones.

Pero el problema, como antes apuntaba, no radica en estas consideraciones genéricas sobre el diálogo o el perdón, sino que presenta aristas más concretas. En un momento dado se plantea en la película el debate sobre quien debe pedir perdón, solo ETA como organización o también sus militantes, uno a uno, que son presentados como un simple brazo ejecutor. La cuestión sería risible si no fuera patética y casi estoy tentado de parodiar el gran dilema, aludiendo a un asesino arrepentido pero confuso en sus disquisiciones sobre si debe disculparse la mano que empuñaba el arma, el dedo que apretó el gatillo o sus ojos que localizaron al que pronto sería fiambre.

A pesar de todo lo dicho, no alzaría mi voz si la inmensa mayoría de los militantes de ETA hubieran seguido un camino semejante al que muestra la película, esto es, el arrepentimiento, que yo preferiría interpretar más bien en clave política (reconocimiento de la aberración de emplear la violencia como instrumento político). En congruencia con esa actitud, colaborarían con la policía y la justicia para esclarecer todos los crímenes de la banda. Bien sabemos que, por desgracia, no ha sido así. Al escoger un caso excepcional, el de Maixabel, y un entorno excepcional, los etarras que asesinaron a su marido, Icíar Bollaín presenta una visión sesgada del terrorismo etarra. Lo que nos cuenta esta película no es la realidad, sino la anomalía. La mayoría de las víctimas no podían ser Maixabel porque la sencilla razón de que la mayoría de los asesinos, cómplices, encubridores y palmeros no tenían ni mostraban el más mínimo arrepentimiento. Y digo esto por no subrayar lo que sí hacían: jalear a los criminales con su aurreskus y pancartas de ongi etorri.

Casi al final hay una escena que, aun con todas las tergiversaciones apuntadas, hubiera podido quedar como digno colofón. En un cara a cara entre la víctima y el verdugo, la primera concluye la entrevista con estas palabras: “prefiero ser la viuda de Juan Mari a ser tu madre”. El otro le responde: “y yo hubiera preferido ser Juan Mari que su asesino”. Pero la película no termina así sino con una secuencia en la que el etarra y Maixabel, los dos juntos, se reúnen con los amigos y familiares de la segunda en homenaje a Juan Mari. Ya no es ella, la viuda, la única que acepta al asesino, sino todo el entorno, metáfora de la sociedad que acoge al hijo pródigo. Por si hubiera alguna duda, todos entonan una canción popular vasca (en euskera, naturalmente, no en vano todos se sienten parte de la misma familia).

Ustedes dirán que, al fin y al cabo, Maixabel, pese a su impacto mediático y cultural, es solo una película. Pero también es fiel reflejo del final de ETA según nos lo quiere vender nuestro establishment político. PSOE y PP se llenan la boca proclamando que la democracia venció al terrorismo. En la película se hace hincapié en este aspecto, aunando el comunicado de disolución de la banda con la euforia social. El mensaje es claro: les hemos vencido. Es innegable que la estrategia etarra, sensu stricto, naufragó pero la realidad resultante no es tan unívoca. El fracaso de una táctica, por ejemplo, no conlleva el malogro de sus objetivos políticos: la sociedad vasca actual no está lejos en muchos aspectos de esa Euskal Herria nacionalista y etnicista por la que se ha derramado tanta sangre. Item más: desde este punto de vista, el terrorismo ha sido útil. Ellos dirán con orgullo lo que nosotros debemos reconocer con pesar, que tanta sangre derramada les ha servido, no para conseguir, pero sí acercarse a sus fines políticos. Suscribo el título del libro de uno de los mayores expertos en el tema, Rogelio Alonso: La derrota del vencedor. La nuestra. Aquí entra la mistificación de un filme como Maixabel, paradigma, como les decía al principio, de ese empeño en anteponer el relato prefabricado sobre el reflejo de la realidad. La historia oficial se convierte así en la ficción oficializada.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).