La memoria otorga la posibilidad de reconocer como algo propio las experiencias vividas en un tiempo pasado. Y los recuerdos que no son sino contenidos mentales de realidades ya ausentes intervienen, y no por azar, en la forja de nuestra identidad personal. Así podemos definirnos como individuos absolutamente particulares. Y únicos. Lo cual no es impedimento para que algunos miembros de la clase política quieran obligar a la ciudadanía bajo amenaza de cárcel a rememorar lo que ellos mismos estipulan que hay que recordar.
Y no hablo del caso de la Memoria histórica de Polonia o del proyecto en ciernes del Partido Socialista sobre la única Memoria en España. Hablo, aunque caiga en saco roto, del tufo autoritario que procede del interés por legislar los recuerdos a partir de la simplificación maniqueísta y partidista de la Historia. No perdamos de vista que si el sistema democrático evita que un individuo o grupo asuma el monopolio del poder, por lo mismo carece de sentido que el discurso de los recuerdos venga decretado por el poder, sea cual sea su adscripción ideológica.
La obsesión por legislar la Historia
23 de octubre de 2008, Estrasburgo. A petición del Grupo Socialista en la cámara del Parlamento Europeo se elimina la palabra «genocidio» -ver Zita Pleštinská– de la propuesta destinada a conmemorar el Holodomor, término este que fue acuñado 20 años antes por el escritor Oleksa Musienko y que designa la muerte por hambre de entre 3 millones a 10 millones de ucranianos a manos de Stalin.
A petición del Grupo Socialista del Parlamento Europeo se evita calificar de «genocidio» la muerte por hambre de millones de ucranianos a manos de Stalin
Pues bien, en este contexto no resultó banal el pacto para hacer desaparecer de un documento europeo la expresión «genocidio». Y es que al no ser nombrada esta palabra se consiguió borrar la ascendencia estalinista de buena parte de la izquierda europea, amén de que el innombrable genocidio comunista mantiene en el limbo de la amnesia, incluso hoy, los vínculos de la mayoría de los partidos izquierdistas con aquel gobierno fratricida de la URSS.
22 de diciembre de 2011, París. A instancias de la diputada Valérie Boyer, la Cámara Baja (Asamblea Nacional) aprueba una proposición de ley sobre la negación de genocidios, proyecto que el 23 de enero entrante ratificaría la Cámara Alta (Senado). La recién estrenada “Ley” castiga negar la existencia de genocidios, como el armenio, y autoriza a sancionar hasta con un año de prisión y 45.000 euros de multa a quienes incurran en el negacionismo histórico.
Ni que decir tiene que, tras conocerse el resultado de la votación senatorial, el gobierno de Turquía elevó sus quejas a París porque con este tipo de medidas legales habría que encarcelar a los políticos turcos que nunca admiten la realidad del genocidio armenio y más cuando el artículo 301 del código penal turco castiga a quien expresa que existió.
La ley Gaysoot, en Francia, castigaba la negación de los crímenes contra la humanidad; pero la clase política francesa nunca ha reconocido el genocidio de la Vendée, perpetrado por Robespierre
Este tipo de actuaciones jurídicas no es novedoso en Europa. Tampoco en Francia. De hecho, la famosa y no menos polémica ley Gayssot (30-VI-1990), llamada así porque fue propuesta por el ex ministro comunista Jean-Claude Gayssot, tuvo por meta perseguir los delitos de conciencia, en concreto la negación de los crímenes contra la Humanidad, y castigar a quien formulara una opinión diferente a lo que lo que la ley de la memoria histórica estipulaba. Entretanto, ¿reconoce la mayoría de la clase política francesa el genocidio de la Vendée perpetrado durante la Revolución a manos de Robespierre y acólitos? En absoluto.
Revisionismo a la carta
Gracias a la virtualidad de recuperar acontecimientos pasados, la llamada Memoria histórica propone qué conmemorar y qué olvidar. Lo cual implica una visión sellada, cerrada de la Historia. Y las penas de cárcel afectarán, además, al trabajo de los historiadores, vigilados a la luz de los criterios de los nuevos catecismos políticos.
La llamada Memoria histórica propone qué conmemorar y qué olvidar, implicando una visión sellada, cerrada de la Historia
Otra cuestión importante es esta: ¿cómo encajar el aprendizaje de los estudiantes, actuales y futuros, en experiencias que no han vivido ni vivirán?, ¿edulcorando la perspectiva del tiempo, eliminando pruebas por la vía de la omisión, reemplazando la crítica histórica por fórmulas políticas ad hoc previamente consensuadas en un congreso o… cayendo sin más en la zafia censura?
En la estrategia dirigida a imponer una versión oficial (-ista) de la Historia se acepta la vuelta a la minoría de edad y, con ella, la llegada de la Historia “tutelada”. Lo recalco porque de la Revolución de Octubre, consumada entre los días 6 a 8 de noviembre de 1917 en San Petersburgo, se suele olvidar el balance de muertes que los regímenes comunistas desde 1917 han provocado.
En la estrategia de imponer una versión oficial de la Historia se acepta la vuelta a la minoría de edad, a la Historia “tutelada”
Según el periódico moscovita Izvestia (30-X-1997) en los 23 países comunistas se asesinó a un total de 110 millones de ciudadanos. Lejos de este número quedan atrás los 60 millones de muertos que cifró Aleksandr Solyenitzin en su momento y que rescató del olvido Alain Besançon en su Court traité de soviétologie. ¿Por qué entonces la Unión Europea aceptó honrar el Holodomor y dos años después, en 2010, desandaba lo andado e impedía, por votación, el reconocimiento del genocidio ucraniano?
¡Qué manía tienen los políticos por legislar la Historia!, ¡qué hambres de injerencia!, ¡qué obsesión, la suya, por apropiarse del trabajo de los historiadores! Las conflictos y heridas del ayer no se tapan con legislaciones a la carta. Y, agrego, ¿por miedo a galeras tendremos que silenciar que socialistas de renombre y fama internacional como Bernard Shaw, el matrimonio Sidney y Beatrice Webb o el mismísimo Edouard Herriot engañaron al decir en plena explosión de la hambruna ucraniana que esta carecía de fundamento? Nos guste o no, ellos mintieron igual que Jean-Paul Sartre falsificó, cosa que reconocería más tarde, su testimonio sobre la URSS.
El fin de la Historia
La debilidad argumental parece ser la tendencia dominante en nuestro tiempo político, ligereza solo explicable ante la falta de programas políticos, de ideas y coraje para resolver los problemas “reales” de los ciudadanos. Dicho de otra manera: huyendo del postulado de que la sociedad es plural no pocos líderes se empeñan en fijar la imagen del ayer en una interpretación detenida y única de la Historia. ¿Por eso, cuando hablemos del franquismo y de su Memoria histórica, no podremos señalar los fuertes apoyos que este régimen recibió por parte de la burguesía catalana y vasca? Veremos.
Pasar del culto sacramental a un relato histórico, a la subsiguiente vigilancia del recuerdo no hace menos traumático el pasado ni logra borrar lo que existió
Y, por último, pasar del culto sacramental a un relato histórico, legalizado por canales parlamentarios, a la subsiguiente vigilancia del recuerdo no hace menos traumático el pasado ni logra borrar lo que existió. Y esto nos lleva de nuevo a la tesis del punto de partida: a que los recuerdos no deben imponerse. Así que metamos en los museos y bibliotecas, y para su estudio, todos los símbolos del totalitarismo, pero todos, sean mussolinianos o franquistas, sean socialistas nazis o socialistas marxistas. Y dejemos a los ciudadanos vivir y gestionar su memoria.
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