¿Es importante la imagen de un país en el mundo globalizado en el que vivimos? Nadie en su sano juicio o con un mínimo conocimiento del mundo actual contestaría a esa cuestión de modo negativo y, me atrevo a decir, ni siquiera en tono dubitativo. La respuesta afirmativa sería categórica y rotunda. ¡Faltaría más! Hasta tal punto que es muy probable que, si siguiéramos la indagación, preguntando por ejemplo ¿para qué es importante la imagen nacional?, la respuesta de una inmensa mayoría vendría a ser algo así como para todo o casi todo.

Publicidad

Hay verdades establecidas que nadie discute o, mejor dicho, nadie osa discutir y esta es una de ellas. A mí las supuestas unanimidades me provocan un cierto recelo y me tientan a plantearme dudas, como esos sagaces detectives de la serie negra que sospechan visceralmente de los escenarios del crimen que apuntan descaradamente en un solo sentido. No teman, no pretendo hacer una pirueta intelectual para defender aquí que las imágenes nacionales son irrelevantes, pero sí vislumbro que en muchos casos en la práctica esa parece ser la directriz de muchos responsables políticos. Empezando, naturalmente, por los de nuestro país.

Cuando se constata un abismal desfase entre el planteamiento teórico –la importancia de la marca país, por ejemplo y para concretar- y los hechos o comportamientos efectivos, uno no puede por menos que colegir que algo no funciona. En estos casos tiendo a ir a las raíces, es decir, la propia formulación del asunto que nos ocupa. ¿No será que la pregunta está mal concebida? Pongamos que la reformulamos del siguiente modo: ¿qué se debe hacer -o qué recursos hay que emplear- para potenciar la imagen de un país en este mundo globalizado?

Antes de construir una autopista se debe desbrozar el camino, eliminando los obstáculos de toda índole. Para cumplir nuestro objetivo de exportar una imagen positiva de país, lo primero es el examen del terreno, nuestro inevitable punto de partida, para ver cómo está la situación y cuáles son las dificultades a las que nos enfrentamos. Como en la ciencia, ningún objetivo es alcanzable si no parte de la observación estricta de la realidad. En este artículo no quiero añadir más consideraciones de esta índole. Me quiero limitar a exponer en grandes pinceladas la imagen de España que transmite un órgano de tanta repercusión mediática como The New York Times. Para todo lo demás, juzguen ustedes.

En las entradillas de la mayor parte de las informaciones se da la primacía «casualmente» al sector independentista: siempre son los líderes del procés los que hablan en primer término. Sus opiniones gozan de una relevancia de la que no gozan sus adversarios

Para los menos versados en estas lides periodísticas o mediáticas, les diré que The New York Times lanza un boletín diario básicamente escrito en español –aunque remite también a diversos artículos en inglés- dirigido al ámbito hispano en su más amplio sentido. A dicho boletín me refiero exclusivamente en estas líneas. En dicho marco, como bien puede colegirse, la atención hacia el conjunto de los países latinoamericanos –muy especialmente, por su proximidad, México y el resto de Estados centroamericanos, luego Venezuela y Colombia y, en último término, Brasil y Argentina- es muy superior a la que suscita España propiamente dicha.

Casi podría discurrirse sin faltar a la verdad que, mirada desde esa perspectiva, España, lejos de constituir un elemento fundamental vendría a ser la antítesis de aquella “madre patria” que auspiciaba el hispanismo peninsular o no digamos ya la hispanidad franquista. Dicho más claramente, desde la óptica norteamericana España queda como un país latino más, si acaso una nación de segundo nivel en las propias coordenadas hispánicas, después de México o el gigante brasileño y un poco a la par de Colombia o Argentina.

Lejos de ser anecdóticas o circunstanciales, esas referencias son determinantes a la hora de trazar un panorama político, social y económico de España, pues no solo parece ignorarse así su condición europea y su inserción en la Unión europea –un mundo tan distinto de la realidad iberoamericana a todos los efectos- sino que se la concibe implícita y a veces hasta explícitamente en una situación de inestabilidad estructural y crisis sistémica asimilables a las de otros países suramericanos. Vernos al nivel de Perú, Colombia o, en el mejor de los casos, la Argentina de Macri puede resultar chusco pero esa es la imagen que se transmite.

En este contexto, la crisis catalana ha constituido un punto de inflexión fundamental para demoler dos convicciones otrora firmemente asentadas: por un lado, el éxito de la democracia española que, en el fondo, era también el éxito de la transición, es decir, la conversión de un régimen autoritario en un impecable sistema democrático, homologable con el de las naciones más libres, prósperas y avanzadas de Occidente. Por otro, el de la España moderna, tolerante y creativa que no solo había echado siete llaves al sepulcro del Cid, como quería Joaquín Costa, sino que había dejado atrás a Franco, Torquemada, el Santo Oficio y todos los tópicos sobre la represión del disidente.

Como bien pueden comprender, traer aquí a colación las decenas -acaso cientos- de artículos sobre el caso catalán en las páginas del rotativo neoyorquino me daría para un libro. Me limitaré a basarme en una pequeña muestra, seleccionada entre lo que ha ido apareciendo en las últimas semanas. Pretendo con ello dos cosas: una, tomar como base opiniones e informes no contaminados por la visceralidad o agitación de la fase álgida de la crisis (consulta del 1-O, discurso del rey, aplicación del artículo 155); dos, examinar no la cuestión catalana en sí sino la imagen de España resultante de todo el proceso.

Digamos de partida que a lo más que puede aspirarse en las informaciones del Times es a una benévola neutralidad: hay un enfrentamiento político y las dos partes tienen razones. Así las cosas, ya comprenderán que lo democrático y, si me apuran, hasta lo meramente razonable, es… negociar. Dado que los independentistas dicen querer negociar pero el gobierno de Madrid se muestra intransigente, supongan quien carga con la responsabilidad del enquistamiento del conflicto.

Item más: la simplificación que provoca la distancia –para no ser malpensados y decir otra cosa- conduce a una estampa de lucha entre el David democrático catalán y el Goliat represivo español (¡ay, los viejos fantasmas!) La prueba es que los dirigentes independentistas están encarcelados o en el exilio, por algo tan admitido en cualquier país democrático como… votar y querer que el pueblo vote. Adivinen ahora hacia qué sector se inclinan las simpatías de un ciudadano extranjero al que le llega esta visión del problema.

Como resultado de todo ello, en las entradillas de la mayor parte de las informaciones se da la primacía casualmente al sector independentista: siempre son los líderes del procés los que hablan en primer término. Sus opiniones gozan de una relevancia de la que no gozan sus adversarios. «Lo que estamos viendo es un juicio a la democracia, aseguró el activista Jordi Cuixart». Esta es la primera frase, el primer pronunciamiento, que encuentra el lector del Times del 13 de junio, que da cuenta del fin del juicio. La segunda frase que se cita es de Oriol Junqueras.

Las fotos que acompañan las informaciones y artículos de opinión son monotemáticas: multitudes tremolando banderas y símbolos independentistas, ya saben, el pueblo en la calle manifestándose pacíficamente. Frente a ellos, políticos corruptos y jueces criptofranquistas: esto es España, no sé si les va quedando claro. Con todo, lo más importante es que la crisis desatada por el independentismo catalán deteriora la imagen de España mucho más allá del propio conflicto.

Antológico el Times del 6 de junio: los lectores se pronuncian sobre la decisión del Tribunal Supremo de suspender la exhumación de Franco. El rotativo cede democráticamente la palabra a sus lectores. Pero en principio solo leemos dos frases. “El franquismo sigue latente en toda España”, dice uno. “Un tribunal obsoleto, caduco y medieval que se niega a evolucionar no debería tener cabida en una sociedad supuestamente demócrata”, dice otro. Imaginen lo que dirán todos ellos (y el Times, claro) cuando llegue la sentencia del procés. Dejemos que se siga deteriorando con estos asuntos la imagen de España. ¿De verdad creen que eso les importa mucho a nuestros responsables políticos?


Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, con una pequeña aportación, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés. Tu aportación es voluntaria y no una transacción a cambio de un producto: es un pequeño compromiso con la libertad pensamiento, opinión y expresión.

Apoya a Disidentia, haz clic aquí

Artículo anteriorAyn Rand en México
Artículo siguienteFeynman y la curva de Angrois
Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).