A los políticos les pasa muchas veces lo que a los delanteros ante los penaltis, que fallan de manera clamorosa ante decisiones en las que lo más sencillo sería acertar, pero la inconsecuencia les lleva a hacer lo contrario de lo que se supone defienden y desean. Tal vez sea esta la razón por la que los políticos pretenden ser juzgados por sus ideas, de modo que siempre procuran que sus acciones no sean sometidas a un escrutinio riguroso.

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“Haz lo que digo, no lo que hago” es un buen consejo cínico, algo que se dice mucho a los educandos, a las personas que se pretende mantener en estado de perpetua inocencia. Por asombroso que pueda parecer, muchas acciones de los políticos se quedan sin censura real porque sus seguidores siempre encuentran la excusa adecuada para explicar lo que no la tiene en absoluto.  Así podemos ver a quienes aplauden la supuesta valentía de quienes hacen justo lo contrario de lo que dijeron que iban a hacer, y podríamos asistir, casi con seguridad, a nuevas y contradictorias rectificaciones que seguirían obteniendo el beneplácito de los incondicionales.

Las inconsecuencias, por su gravedad, por su obscenidad y por su arbitrariedad, pueden ser más pronto que tarde la basa sobre la que, de manera bastante merecida, el político podría ser decapitado por la ira de sus votantes

La inconsecuencia se puede considerar como una especie de mentira, un arma que forma parte del arsenal de cualquier político, porque la relación entre la política y la verdad es bastante problemática. Políticos mentirosos los ha habido siempre y los habrá mientras el mundo siga girando, pero la inconsecuencia pertenece a un género distinto y, en cierto modo, más grave que el embuste.  La mentira es defensiva, el político hace como los niños que no quieren ser reprendidos y juega a crear con la palabra un mundo irreal en el que quede indemne, en el que no se le hagan reproches. El político dice con mucha frecuencia aquello que acude a la boca del niño cuando se ve descubierto tras alguna travesura: “yo no he sido”, “no ha sido culpa mía”, “fue sin querer” y un largo etcétera de excusas que buscan el perdón o, al menos, la liviandad en el castigo.

La inconsecuencia es algo más perverso, porque supone la mentira, pero en la inconsecuencia la mentira se usa no para obtener el perdón sino para blindar la malicia, para perpetrar la fechoría, que constituye el verdadero objetivo del político inconsecuente, sin que sea siempre fácil averiguar el porqué. Hay inconsecuencias en la política casi todos los días, el que dice que no va a subir impuestos y corre a revisar las tablas, el que promete más transparencia y retuerce los sistemas de control, el que asegura que combatirá la corrupción y se dedica a defender como gato panza arriba a sus corruptos de preferencia.

El efecto principal de la inconsecuencia es bastante grave, hace que se desconfíe no ya de los políticos sino de la política misma. Si se monta una campaña de promoción de un personaje político sobre la base de que “hay que combatir los chiringuitos” y cuando parece la menor oportunidad se monta uno lo bastante ridículo para el debelador de prácticas tan detestables, el público no tiene otro remedio que caer en la cuenta de que se le ha estado tomando el pelo de manera inmisericorde.

Decir una cosa y hacer la contraria es algo peor que mentir, es dar un ejemplo muy gráfico del desprecio que se siente hacia los electores y hacia las ideas que se dice defender. La mentira puede servir para salir del paso, pero la inconsecuencia es un atentado directo a la credibilidad de la política. Cuando un político no tiene palabra, cuando es un mentiroso compulsivo, y no es necesario señalar, lo lógico es que muchos electores acaben despreciando al personaje, y eso puede llegar incluso a provocar desafección entre los suyos, al menos entre aquellos de los suyos que conserven motivos, razones o emociones suficientes para disculpar al Pinocho habitual.

Pero la inconsecuencia es mucho más deletérea porque no hay manera de entender que se haga con tanto descaro lo contrario de lo que se dice creer, algo que suponga un mentís directo al corazón mismo de las promesas políticas.  En un clima de desprecio a la verdad y de falta de respeto a la opinión es posible que los políticos piensen que sus inconsecuencias no tienen tanta importancia, pero es seguro que se equivocan, que algo se rompe en el alma de muchos de sus votantes cuando entienden hasta qué punto sus sentimientos, sus valores y sus esperanzas no significan nada ante la insolencia del que ha sido elegido, porque entiende que el poder le pertenece y piensa que no existen límites a su capricho y conveniencia.

Calígula hizo senador a su caballo, pero era un Cesar, una especie de dios y, de todas maneras, alguna dificultad le supuso tamaño desprecio, pero no era un gobernante democrático cuya legitimidad deriva de la confianza y el mandato de los electores. A veces parece que nuestros líderes, en especial cuando obtienen una mayoría holgada, se olvidan de que son mortales y de que se deben a sus compromisos. La inconsecuencia no es un escudo para ocultar la debilidad, es un fanal para mostrar el desprecio, para decir a los votantes que abandonen toda esperanza de cambio porque el que manda ha decidido que su poder no tiene límites y cree que puede hacer de las piedras pan, como si fuera el Dios verdadero.

Es cierto que pese a ciscarse en los electores, los políticos pueden seguir en el poder y hasta puede que ganen unas nuevas elecciones por aquello de que lo contrario pudiera ser peor, pero serían muy necios los que no entendieran que se puede perdonar una vez, más incluso, pero que las inconsecuencias, por su gravedad, por su obscenidad y por su arbitrariedad, pueden ser más pronto que tarde la basa sobre la que, de manera bastante merecida, el político podría ser decapitado por la ira de sus votantes.

Muchos pensarán que estas líneas son optimistas, porque asumen que los electores recapacitan sobre las acciones de sus elegidos, y creen que eso es algo que, en realidad, nunca sucede, pero no hace falta mirar demasiado lejos para ver adónde han ido a parar los millones de votos que tuvieron algunos. Los electores pueden ser tardos, pero la inconsecuencia es el mejor catalizador de la decepción y del desprecio hacia quienes creen haber triunfado por sus méritos y personales encantos.

Foto: Comunidad de Madrid.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web