Dijo José García Domínguez en Twitter algo así como que “los abueletes se están poniendo ya muy pesados con las batallitas del 68”. Bueno, yo en 1968 tenía cuatro años, y sólo guardo un borroso recuerdo de Massiel bailoteando espasmódicamente con minifalda de lentejuelas en el festival de Eurovisión. Pero me temo que el asunto del 68 es una mina para el análisis.
En los últimos 60 y primeros 70 se produjo un giro del Zeitgeist (“ha tenido lugar una mutación metafísica hacia 1974”, especula uno de los personajes de Las partículas elementales de Houellebecq, un gran ajuste de cuentas con el sesentayochismo): se abrió un ciclo histórico en el que seguimos inmersos. Sus rasgos son el juvenilismo, el presentismo, la negación de la muerte y de la finitud individual (Google ha creado ya una subcompañía llamada Calico, presidida por el transhumanista Kurzweil, cuya misión declarada es “resolver la muerte”: de hecho, vivimos ya como si no tuviéramos que morir, desinteresándonos de un posible Más Allá, de ahí el declive de la religión, y vistiendo como jóvenes hasta la setentena); el consiguiente menosprecio de la perpetuación de la especie (la mortalidad individual es la condición de la reproducción colectiva: si me siento eterno, no veo la necesidad de engendrar a quien me sustituya); el rechazo de cualquier estándar de “normalidad” y la valoración de todo lo transgresor; la afirmación simultánea de la autonomía personal absoluta (“a mí nadie me dice cómo debo vivir”) y del “derecho” a prestaciones públicas en constante expansión (o sea, la abdicación de la autonomía y la creciente dependencia respecto al Estado).
Desde los 70, Occidente se ha instalado en una inmadurez juvenil que, paradójicamente, le lleva a la senilidad, tanto en sentido metafórico como en el literal (la edad mediana de los europeos es ya de cuarenta y tantos, y no deja de crecer). El juvenilismo nos ha traído una sociedad de viejos.
En cierto sentido, la juventud de los 60 fue la primera de la historia en tener conciencia de tal y afirmarse desafiantemente como generación. Hasta entonces se presuponía en los jóvenes la humildad para aprender de sus mayores y la urgencia por ingresar en una edad adulta que, en efecto, llegaba muy pronto: el estudiante de 24 años que en 1968 estaba fumando porros, experimentando con el amor libre y lanzando adoquines a la policía habría sido a la misma edad, sólo una generación antes, un trabajador con horarios que cumplir, ya casado y padre de criaturas.
Ahora, en los últimos 60, la juventud deja de ser un simple y efímero trecho cronológico para convertirse en algo así como una clase social con visión del mundo y comportamientos propios, radicalmente enfrentados a los de las generaciones anteriores.
En ese contexto de prosperidad, la sociedad pudo permitirse por primera vez el lujo de mantener a una extensa “clase juvenil” improductiva, supuestamente dedicada a estudiar
Ese efebo-centrismo es, ante todo, una realidad cuantitativa: la cohorte que tiene veintipocos años en 1968 es la nacida en el gran baby boom de posguerra. Muchísimos jóvenes, pues, y criados por primera vez en la abundancia: Europa vive entonces el apogeo de los “treinta gloriosos” y del Wirtschaftswunder (milágro económico), con pleno empleo y tasas de crecimiento en torno al 5% anual. En ese contexto de prosperidad, la sociedad puede permitirse por primera vez el lujo de mantener a una extensa “clase juvenil” improductiva, supuestamente dedicada a estudiar (el acceso masivo a la educación superior es otra de las novedades históricas de los 60), eximida de la lógica implacable del mundo laboral y de las responsabilidades familiares.
El sesentayochismo es un síndrome de Peter Pan: el estudiante no quiere ingresar en la sociedad adulta, con sus aburridos imperativos de trabajo y responsabilidad. ¡Se está tan bien leyendo a Frantz Fanon en las brasseries del Barrio Latino o protestando contra la guerra de Vietnam en los céspedes de Berkeley, mientras la recién llegada píldora anticonceptiva desresponsabiliza los encuentros sexuales!
Edgar Morin, en artículo publicado en Le Monde en 1963, ya lo supo captar: la creciente rebeldía juvenil ocultaba “una angustia ligada al envejecimiento”, “el deseo de ganarle tiempo a [la llegada de] la inexorable seriedad, a los conflictos y tragedias reales del hombre y de la sociedad”.
De ahí la necesidad de despreciar ese mundo adulto de límites, obligaciones y responsabilidades. Echaremos la culpa al malvado capitalismo (y de ahí el barniz neoleninista del 68), o bien a la estupidez y chato consumismo de papá y mamá, tan contentos de haberse podido comprar por fin un apartamento en la playa. El 68 se dirá, pues, anti-materialista y anti-capitalista, cuando en realidad era simplemente anti-adulto.
Despreciar la abundancia y el trabajo
Los niñatos de la época, criados en la abundancia, se permitían el lujo de despreciarla y postular una sociedad más imaginativa, liberada del sinsentido productivista, el “círculo infernal” –Raoul Vaneigem dixit– de la casa, el metro y el trabajo: “ni Dios, ni metro”, rezaba uno de los eslóganes. “Mira tu trabajo: la nada y la tortura son parte de él”. “Estoy jugando”. “No cambiemos de empleador: cambiemos el empleo de la vida”.
Los ‘Peter Pan’ del 68 creyeron que la necesidad de trabajar era una siniestra imposición capitalista o expresión de la falta de imaginación de unos antepasados ignorantes
Los Peter Pan del 68 parecen haber creído sinceramente que la escasez de los recursos y la necesidad de trabajar eran siniestras imposiciones capitalistas o expresión de la falta de imaginación de unos antepasados ignorantes. Algunos de sus profesores universitarios –de Marcuse a Foucault, de Althusser a Bourdieu– les daban la razón.
En 1973, Jacques Doillon estrena la película “Año 01”, basada en un cómic de Gébé, dibujante de Charlie Hebdo. El paraíso está al alcance de la mano, y basta sacudirse los prejuicios burgueses para alcanzarlo (“vamos a poder, vamos a poder, por fin vamos a poder…”, dice uno de los personajes, presintiendo a Barack Obama y Pablo Iglesias). La revolución ha triunfado: “Todos los lugares son declarados públicos. Los franceses podrán circular libremente por todas partes y hacer uso de todo”. El trabajo es reducido a un 10% del exigido en la era capitalista: “Les digo a todos los esclavos de una producción superflua en su 90%: ¡paren ya! Nos relevaremos para hacer el 10% restante. Así dejaremos de envenenar el planeta. Y además, por fin tendremos tiempo para la curiosidad, para la reflexión, para el deleite y el deseo, para preguntarse lo que es realmente importante y lograrlo entre todos”.
Los sesentayochistas que hicieron más daño fueron los que se insertaron en “el sistema”, en el periodismo, la docencia u otros resortes de producción cultural
Los sesentayochistas más consecuentes intentaron conseguir frontalmente el paraíso del “Año 01”, bien destruyendo la sociedad burguesa con las bombas de la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, el IRA o la ETA (todas comienzan a matar entre 1968 y 1970, y todas incluyen al menos una componente revolucionaria-socialista), bien practicándolo a pequeña escala en las mil y una comunas de la época. Esos se estrellaron. Pero los que hicieron más daño fueron los que, más pragmáticos, se insertaron en “el sistema”, en el periodismo, la docencia u otros resortes de producción cultural, sin abandonar su desprecio arrogante hacia él.
Se suele decir que el hedonismo sesentayochista, que se creía anti-capitalista, al final le ha venido muy bien a la economía de mercado, al convertirse en consumismo. Es cierto sólo a medias. El presentismo y la incapacidad de aplazar la gratificación son a largo plazo letales para el sistema de mercado, pues antes de consumir hay que producir.
El ansia por “gozar sin trabas” aquí y ahora condujo en realidad al sobreendeudamiento que estallaría en la crisis de 2008. Por otra parte, el rechazo sesentayochista de la familia estable y de la procreación nos ha llevado a un invierno demográfico que amenaza la sostenibilidad de las cuentas públicas, por crecimiento incontrolado del gasto en sanidad y pensiones.
El destrozo de la educación
O sea, los chicos de Berkeley y el Barrio Latino han conseguido gripar la sociedad próspera que les llevó a ellos en volandas a su juventud dorada: nunca volvieron los índices de crecimiento de los Treinta Gloriosos (1945-75). Pero es que también estropearon el sistema académico que les había permitido llegar a esa Universidad “represiva” que despreciaban, y a la que no habían podido ir sus padres.
Los gurús neomarxistas de los 60-70 decretaron que el sistema educativo serio y democrático de la segunda posguerra, que estaba funcionando como un eficaz “ascensor social”, era en realidad una herramienta de dominación de clase. Se trata, explicaba Althusser en 1970, de un “aparato ideológico de Estado” dedicado a la represión, comparable al ejército y la policía. Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron sostuvieron en Les Héritiers (1964) y La Reproduction (1970) que la aparente universalización de la enseñanza ocultaba en realidad mecanismos sutiles de “reproducción” de la sociedad de clases. Por ejemplo, la exigencia académica y el sistema de concursos-oposición, de los que se dice que garantizaban la selección por el talento, en realidad favorecían a la clase alta, que solía conseguir mejores resultados en ellos.
Había que acabar con la autoridad del profesor en clase, cuya función simbólica es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia
La supuesta meritocracia no era tal: había que acabar con el rigor y la competitividad académicas, que beneficiaban a los ricos. También había que acabar con la autoridad del profesor en clase, cuya función simbólica es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, preparándolos para ser dóciles peones del sistema. La autoridad del profesor funcionaría como “un sucedáneo de la violencia física”; la enseñanza de la época, “aunque se presente bajo un disfraz de neutralidad y no-violencia, consigue imponer ciertos significados como legítimos, sobre la base de una relación de fuerza que no es reconocida como tal”. En esos mismos años, Michel Foucault llamaba a “la deconstrucción del viejo sustrato tradicional del humanismo”, que “garantiza el mantenimiento de la organización social”.
En efecto, deconstruyeron a fondo. La LOGSE, en España, y otras muchas leyes socavadoras del sistema educativo occidental bebieron de aquel espíritu. Acabaron, sí, con la autoridad del profesor, y fue ya casi imposible dar clase. Degradaron, en efecto, el nivel de exigencia y de selección meritocrática: el resultado fue, no la igualdad social, sino el deterioro de la igualdad de oportunidades, pues se hundió la calidad de las escuelas accesibles a todos, mientras que los ricos siempre pueden enviar a sus hijos a colegios de élite que mantengan el rigor. Consiguieron que las escuelas dejaran de transmitir “saber represivo con sesgo de clase”: ahora ya no transmiten nada.
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