El epistemólogo Ernst Sosa es conocido por su llamada epistemología de la virtud. Según Sosa una virtud epistémica es una facultad que maximiza nuestras posibilidades de albergar creencias verdaderas acerca del mundo. Sosa parte de la idea de que la búsqueda de la verdad constituye la finalidad al que todo nuestro aparato cognoscitivo está dirigido. Para alcanzar dicho objetivo epistémico estamos dotados de una serie de mecanismos cognitivos: la percepción, la intuición, la razón deductiva, la inducción y una facultad que Sosa denomina razón ampliativa y que otros epistemólogos llaman abducción. Esta es una suerte de meta facultad que busca la mejor explicación posible para un fenómeno respecto del cual ni la percepción o las inferencias pueden arrojar resultados concluyentes. La razón ampliativa es una facultad exclusivamente humana que tiene un aspecto positivo ya que permite salvaguardar la coherencia de nuestras propias creencias pero también comporta un riesgo importante: en aras a salvaguardar la coherencia de nuestras propias ideas podemos pasar por alto evidencias o no realizar ciertos razonamientos, a veces muy simples, con tal de mantener a salvo aquel núcleo de creencias a las que nos encontramos más aferrados. Muchas veces estas creencias constituyen una especie de segunda naturaleza para nosotros de la que no es muy difícil despojarnos.
A pesar de que autores tan dispares como Hobbes o los socio-biológos como E.O Wilson hayan intentado fundamentar la moral en sentimientos puramente egoístas de los individuos, la realidad es que la moralidad, como bien ponía de manifiesto David Hume, al menos tiene su origen en los sentimientos de empatía que se suscitan en nosotros cuando alguien sufre o padece una injusticia. La empatía como fuente de la moral plantea no obstante un problema, que ya advirtiera el propio Hume: tendemos a sentirnos selectivamente empáticos, sólo con aquellos que encontramos cercanos a nosotros, ya sea por su vinculación biológica con nosotros, por la amistad, por el hecho de compartir preferencias e intereses comunes, etc.
Las feministas y sus poderosas terminales mediáticas buscan instalar una peligrosa idea en nuestra sociedad: que la culpabilidad no depende de la comisión de un delito determinada en sede judicial a través de un mecanismo procesal imparcial y racional
El último linchamiento mediático que asoma cada domingo por la noche en nuestra biosfera mediática manifiesta muy a las claras estos dos problemas a los que me he referido antes. No es mi intención entrar a valorar un asunto cuyos detalles procesales se me escapan. Para hablar de lo que no se sabe ya hay sobrados ejemplos en las parrillas televisivas. Tampoco se busca en este artículo analizar las razones últimas de la fascinación que manifiestan los españoles ante los linchamientos. Quizás el visionado de una película como Furia de Fritz Lang sea mucho más ilustrativo que una disquisición arqueológica de corte foucaultiano sobre la fascinación por el vituperio y el escarnio público del famoso caído en desgracia. Lo que sí me parece preocupante son dos fenómenos: la moralización humeana de la justicia y la utilización de la razón ampliativa no para fomentar la búsqueda de la verdad sino como instrumento confirmador de los propios sesgos cognitivos.
Todo este espectáculo televisivo no es inocente, más allá del entretenimiento burdo y obsceno de una población cada vez más adocenada y envilecida, lo que persigue no es otra cosa que menoscabar los fundamentos sobre los que reposa cualquier sistema legal garantista. En un sistema legal racional la justicia no se imparte sobre la base de conjeturas ni tampoco sobre la base de empatías buscadas por medio de una manipulación sentimental de la opinión pública. La justicia debe buscar la aplicación racional, proporcional e imparcial del derecho. La justifica no debe convertirse en el mecanismo coactivo por medio del cual se castiga a aquel que no nos resulta empático, cuya vida nos disgusta o al que moralmente juzgamos deplorable. La justicia penal debe valorar con racionalidad y con el mayor número posible de garantías procesales la comisión de unos presuntos delitos a la luz de la ley, de las pruebas y evidencias condenatorias obtenidas y debe hacerlo a través de un procedimiento reglado donde el acusado goce de los medios para poder defenderse de las acusaciones vertidas contra él.
El feminismo lleva ya unos cuantos años cuestionando estos fundamentos básicos en los que descansa el sistema penal garantista nacido de la ilustración. Para ello hace gala de una crítica generalizada y desmedida de los propios fundamentos del estado, uno de cuyos poderes es el judicial. Según el feminismo el Estado moderno sigue siendo un Estado patriarcal donde la justicia se imparte según una perspectiva excluyente de género y en el que las mujeres están en una situación de clara desprotección frente a los potenciales abusos del varón. Cualquier resolución judicial o ley que no incorpore un sesgo ideológico de género es sistemáticamente criticada y puesta como ejemplo de la existencia de una estructura patriarcal en el seno de la propia justicia. La razón ampliativa en las manos del feminismo se convierte en una suerte de instrumento de confirmación de los propios sesgos ideológicos. El feminismo busca desacreditar sentencias, opiniones doctrinales, investigaciones criminológicas que ponen en cuestión su afirmación generalizadora acerca de la existencia de un sistema legal opresor hacia la mujer. Las feministas, pese a declararse herederas de la ilustración y de la tradición racionalista, no ponen sus recursos epistémicos al servicio de la búsqueda de la verdad sino al servicio de la confirmación de sus sesgos cognitivos de carácter ideológico.
Por otro lado, las feministas no son tan ingenuas como para pensar que la mayoría de la población cree realmente que España trata a las mujeres legalmente como las teocracias islámicas lo hacen. Aquí es donde entra el juego lo que antes llamaba moralización humana de la respuesta penal. Las feministas y sus poderosas terminales mediáticas buscan instalar una peligrosa idea en nuestra sociedad: que la culpabilidad no depende de la comisión de un delito determinada en sede judicial a través de un mecanismo procesal imparcial y racional. La culpabilidad debe configurarse como un reproche primero de carácter social y que se base exclusivamente en la empatía nacida hacia la víctima o presunta víctima, no ya de un delito sino de un “monstruo” machista. El poder judicial ya no tendría que verificar la comisión de un hecho delictivo, sino que debería limitarse a la función de ser el brazo secular ejecutor del proceso inquisitorial feminista, en el que la única evidencia de cargo consistiría en lograr que un número suficiente de ciudadanos empatizasen con una presunta víctima.
Puede imaginarse el lector lo difícil que le resultaría a un acusado defenderse frente a un proceso inquisitorial feminista donde la empatía constituye la prueba de cargo. La famosa probatio diabólica de la que hablaban los medievales palidece en comparación con la titánica misión que tendría que poner en marcha un “presunto inocente”, cuya única posibilidad de defensa consistiría en poder suscitar aún más empatía a su favor. Salvo que éste dispusiera de los mismos medios televisivos y espacio en los medios de comunicación, contara con grandes asesores de imagen y se ejercitara largas horas en el método Stanislavski difícilmente podría probar su inocencia. Porque en dicho escenario lo que habría sería eso: una flagrante e inconstitucional inversión de la carga de la prueba casi imposible de revertir.
Foto: Miguel Bruna.