La idea de que un principio potencialmente malvado preside el funcionamiento de la economía siempre estará en el fondo del pensamiento de muy buena parte de la izquierda. No es lógico orillar del todo este punto de vista que sirve para explicar algunos comportamientos, no todos, desde luego, del mercado, ya que es lo mismo que decir que la búsqueda del beneficio no persigue de manera directa e inmediata el bienestar ajeno, aunque, desde luego, contribuya a lograrlo de manera harto más eficaz que cualquiera de las propuestas basadas en adanismos supuestamente ingenuos.

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Lo que pretendo subrayar es que ese espíritu de sospecha ante el funcionamiento de la economía, que puede llegar a ser muy benéfico, no tiene su contrapartida en la mirada que habitualmente hace la izquierda sobre la dinámica política. Me explicaré: cualquier concepción clásica de la actividad política parte de suponer que ésta consiste en un intento de lograr ideales u objetivos que sean, a la vez, posibles y atractivos para una mayoría, sin contribuir a que las minorías menos favorecidas se pongan en píe de guerra. Así vista, la política es, esencialmente, una acción absolutamente desinteresada, algo que merece el aplauso y que debiera estar libre de cualquier sospecha o crítica. Esta es la manera en que la izquierda suele entender su misión, una búsqueda altruista y ejemplar de un bien absoluto que hay que hacer compatible con el entusiasmo popular, aunque no sea fácil.

El inconveniente que tiene esa manera de presentar el asunto, en especial cuando lo usa la izquierda, es que se olvida de una dimensión esencial del caso, a saber, que sea cual fuere el objetivo final del político, su empeño se dirige de manera directa, a lograr el poder, a obtener un objetivo interesado e inmediato que nunca puede ser visto de otra manera que como el desalojo y la privación de ese mismo poder, que es siempre un bien, a quien lo posee previamente. Es decir, se olvida del beneficio personal y grupal que la política comporta.

La izquierda trata de hacer creer que actúa de manera desinteresada, que se ocupa solo de los desposeídos, frente a una derecha esencialmente corrupta

A veces, la izquierda trata de hacer creer que actúa de manera desinteresada, que se ocupa solo de los desposeídos, frente a una derecha esencialmente corrupta que solo piensa en fortalecer sus fuentes de poder y dinero. Quien quiera comprar esta pamema está en su derecho de hacerlo, pero es obvio que se aparta muy mucho de cualquier criterio de objetividad.

La comparación del criticismo económico de la izquierda con su irenismo político, con su pretensión de absoluta inocencia y desinterés, nos permite atisbar una perspectiva bastante interesante que tiene mucho que ver con lo que, en Europa, suele conocerse como crisis de la socialdemocracia, pese a la capacidad de resistencia a la corrosión de la que han dado muestra muchos de los supuestos culturales y morales en que se ha apoyado tradicionalmente el socialismo europeo.

Dicho de manera directa, cuando la izquierda constata que no es capaz de resolver los problemas, que sus medidas no traen consigo los efectos benéficos que se suponían, que sus propuestas pierden atractivo incluso para sus electores, entonces, lejos de rectificar, pues entiende que eso sería dar la razón a sus oponentes, recurre a cambiar el escenario, a inventar problemas, al puro oportunismo. Esta estrategia consigue con facilidad que sus partidarios dejen de fijarse en la ineficacia política y vuelvan a pensar que, como ocurre en la economía, en la que “los ricos nos engatusan y nos arrebatan cuanto pueden el fruto de nuestro esfuerzo”,  también sucede en la política, “las derechas nos han vuelto a engañar”, de forma que, en agradecimiento a los líderes capaces de abrirles los ojos y poner de manifiesto problemas que se les escapaban, vuelven a votarlos, como siempre.

En España, esa explotación de problemas ficticios circula sobre dos raíles que remiten directamente al franquismo

En España, esa explotación de problemas ficticios circula sobre dos raíles que remiten directamente al franquismo, la idea de que ese vituperable sistema sigue vivo, como lo muestra el hecho de que el cadáver de Franco siga descansando allí donde fue a parar tras su muerte, y la hipótesis, todavía más arriscada y absurda, de que nuestras taras económicas derivan de que los poderes que sostenían los intereses del franquismo consiguieron evitar cualquier deterioro en la transición y siguen siendo la causa de nuestros males (unidad territorial forzada, víctimas sin reconocimiento alguno, democracia falseada).

Ese ha sido, sin duda, el programa de fondo de Podemos, engendrado en pleno zapaterismo, y ese puede acabar siendo, si no lo es ya, el programa con el que Pedro Sánchez pretende quitarse de encima la presión de esa fuerza nueva que le ha surgido por la izquierda, aprovechándose de una división cada vez más obvia en el centro derecha.

En el caso de Sánchez, puede tratarse de una estrategia suicida, sobre todo porque pone absolutamente en tela de juicio la idea de que el PSOE haya hecho algo de positivo por España y los españoles desde 1977 hasta la fecha, al asumir que, desde Felipe González, el PSOE  no ha contribuido en nada a un avance real hacia sus ideales, sino a la consolidación de un poder intrínsecamente perverso, al lavado de cara del franquismo.

Que esta clase de problemas podemitas son fruto de una calentura es bastante evidente para cualquiera que no confunda la realidad con una fotografía confusa. En ese análisis no hay el menor espacio para otra tarea que no sea la destrucción, no hay un camino real y directo a las reformas y a la mejora. No se hace en él la menor mención a cuestiones muy de fondo, como el gigantismo entorpecedor de las instituciones y administraciones, el crecimiento efectivo de la desigualdad de trato según territorios, el incremento de las diferencias sociales que no se combaten con eficacia por las políticas públicas que, en teoría, lo deberían procurar, el riesgo de enfrentamientos civiles a causa del supremacismo, la pavorosa despoblación y la crisis demográfica, las cuestiones que hay que plantearse ante el volumen de la presión migratoria, el atraso tecnológico o el espectáculo de numerosas  universidades de pacotilla pero muy costosas.

El PSOE, el PP y Cs debieran dejarse de chanzas e invenciones, de enfrentamientos de barrio bajo y desplantes chulapos para hacernos el favor de tomarse en serio los problemas que compartimos

Que estas cuestiones y otras muchas que de ellas dependen, y que no son nada fáciles, debieran ser abordadas por políticos con sentido de la responsabilidad, en la izquierda y en la derecha, es sobradamente evidente, pero para ello habría que dejar de inventar problemas para centrarse en los que de verdad entorpecen la vida de la mayoría de los ciudadanos, a los que importa un bledo dónde reposan los restos de Franco, para proponerse seriamente reforzar el funcionamiento y la eficacia de la democracia española, al menos, para otros cuarenta años.

La responsabilidad que toca a los líderes políticos en esta hora es realmente máxima, en especial porque exige algo que ninguno de ellos puede lograr por sí solo, lo que hace imprescindible una política de altura. El PSOE, el PP y Cs debieran dejarse de chanzas e invenciones, de enfrentamientos de barrio bajo y desplantes chulapos para hacernos el favor de tomarse en serio los problemas que compartimos, que son suficientemente graves como para que nadie necesite inventar otros. Si no lo hicieren, harán verosímil uno de los mantras del franquismo sobre los partidos, que la democracia es un sistema que no funciona en España, pero también el ideal simétrico de Podemos, que todo vaya a peor para facilitar su asalto a los cielos.

Puede que Sánchez piense que si actúa con esa responsabilidad se lo comerán los de Iglesias, pero necesitará coraje para comprender que lo que importa no es su continuidad en la Moncloa, una especie de rajoyismo diminuto, sino el destino común de todos nosotros y que en la medida en que sepa encauzarlo podrá ser tenido verdaderamente por grande. Nada puede lograrse únicamente a base de regates en corto, porque hay que abrir paso a soluciones de fondo, y eso no se alcanza nunca sin valor ni verdadera ambición, sin enfrentarse a la realidad haciendo a un lado a sus máscaras más tontas e interesadas.

Foto Carlos Delgado


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web