Llama la atención que cuando los mensajes feministas han alcanzado tal reiteración e intensidad que resulta imposible siquiera llevar la cuenta o escuchar voces discrepantes, todavía haya quien considere exagerado denunciar la naturaleza sospechosa de este fenómeno, que tal vez podríamos no estar asistiendo a la emersión espontánea de una razonable demanda social, sino que el fin perseguido podría no ser la búsqueda de la igualdad, sino la imposición de un mayor control social.
Para sostener esta afirmación, añado a continuación un vídeo que resulta muy ilustrativo. Lo que en él se argumenta puede parecer delirante. Y muchos alegarán que refleja una postura radical que no se compadece con la corriente feminista mayoritaria que es, en opinión de algunos, bastante más moderada. Sin embargo, lo cierto es que la línea que separa la radicalidad política de la moderación tiende a desvanecerse según vamos pasando de las palabras a la redacción de nuevas leyes.
El fin de la intimidad
En realidad, detrás de todos los argumentos subversivos, y que muchos defensores de la causa feminista dirán no compartir, el peor de todos, el más peligroso ya se está sustanciando. Me refiero a la “politización de la intimidad” y la consiguiente liquidación del ámbito privado. En esto el consenso entre políticos radicales y moderados es atronador: nada es íntimo, todo puede y debe ser politizado.
Ser hombre o mujer, algo que por otro lado nadie elige, ya es un asunto político. Esta característica biológica nos coloca a un lado o a otro de unas leyes que han dejado de ser objetivas
En efecto, la lucha contra la discriminación, la lleven a cabo radicales o moderados, no entiende de espacios privados. Así, los conflictos cotidianos dentro del seno familiar poco a poco se van convirtiendo en competencias públicas; incluso el reparto de tareas libremente acordado entre personas de distinto sexo empieza a considerarse ilegítimo o hasta inmoral. Más aún, ser hombre o mujer, algo que por otro lado nadie elige, ya es un asunto político. Esta característica biológica nos coloca a un lado o a otro de unas leyes que ha dejado de ser objetivas. De hecho, la igualdad ante la ley ha desaparecido.
Someter el sistema productivo
Ahora, en una nueva vuelta de tuerca, el feminismo moderado se dispone a emular al radical en otro aspecto: el control del sistema productivo. Así, el Plan Estratégico de Igualdad de Oportunidades, que será pactado por todos los partidos, prevé auditorías obligatorias en empresas para comprobar que se pague lo mismo a hombres y mujeres, reforzándose a tal fin el papel de la Inspección de trabajo, para que puedan denunciarse las supuestas discriminaciones. La Administración ya no sólo tendrá acceso a los balances, para exigir su copiosa parte del botín; también condicionará la gestión del talento en función de un factor tan subjetivo como es el sexo.
En principio, no se contemplan sanciones económicas… pero sí “sanciones reputacionales”: la Administración publicitará los nombres de las empresas que no logren la paridad
En principio, no se contemplan sanciones económicas… pero sí “sanciones reputacionales”: la Administración publicitará los nombres de las empresas que no logren la paridad. Más adelante, es de prever, también se buscará obtener una sustanciosa recaudación del infractor, para ayudar a que el pastel a repartir sea lo suficientemente sustancioso como para neutralizar cualquier discrepancia entre aliados.
Por supuesto, se obligará al empresario a realizar la auditoría por sus propios medios, asumiendo el coste correspondiente. Y como auditor de oficio, deberá trasladar la información a la Inspección de Trabajo, o al organismo correspondiente, para que se analice desde la perspectiva de género.
No es igualdad, es control social
En el futuro, que un trabajador resulte más confiable o productivo y, en consecuencia, el empresario decida primarlo, no será posible en el caso de que este profesional sea un hombre, puesto que automáticamente cualquier criterio objetivo podrá ser calificado de discriminación si existe una mujer que desempeñe un trabajo similar.
En el futuro, que un trabajador resulte más confiable o productivo y, en consecuencia, el empresario decida primarlo, no será posible en el caso de que este profesional sea un hombre
No sucederá así a la inversa, porque la filosofía que anima la discriminación positiva no persigue realmente la desigualdad, sino remodelar la sociedad. Para los radicales se trata de liquidar a ese enemigo imaginario que llaman capitalismo heteropatriarcal; para los moderados, evolucionar a “una sociedad más inclusiva y feminizada”. Distintas formas de nombrar un mismo fin. Una descarnada, la otra más sibilina.
Sea como fuere, estas medidas supondrán más costes de transacción que las medianas empresas, al contrario que las grandes, no están en disposición de soportar. Resulta paradójico que una de las grandes enseñanzas de la Gran recesión, como es que la hiperregulación supone un grave problema para el desarrollo de un tejido empresarial sano, haya sido orillada, una vez más, por razones de interés estrictamente político. Otro triunfo de los políticos, expertos y activistas sobre una cada vez más inerme y desnortada sociedad civil. Después, cuando haya que explicar por qué en España hay tantas microempresas y tan pocas empresas medianas, argumentarán que se debe a una falta de cultura empresarial y también de formación, que los españoles son por definición pésimos empresarios.
Lo que los distingue a los radicales de los moderados no es el fin —la aplicación de una abrumadora ingeniería social—, es la estrategia
La trampa del «gradualismo»
Lo cierto es que cuanto más se analiza el vídeo incrustado en este post, menos divergencias se aprecian entre radicales y moderados, y más nexos en común se observan entre ambos. Lo que los distingue no es el fin —la aplicación de una abrumadora ingeniería social—, es la estrategia. Mientras que los radicales pretenden alcanzar el objetivo de forma acelerada, sin transiciones, los moderados aspiran a alcanzarlo mediante un proceso de reformas incrementales, paso a paso, sin que la sociedad sea consciente de la colosal manipulación.
Existe un ejemplo de libro, que tiene que ver directamente con España, de cómo estrategias diferentes no implican discrepancias de objetivos, ni mucho menos. Es el caso del expresidente de la Generalitat Jordi Pujol, que apostó por el “gradualismo” para alcanzar el mismo fin perseguido por los separatistas radicales. Tras décadas de aplicación de su estrategia incremental, podemos contemplar los resultados. Con el feminismo sucede algo muy similar. Hoy, como entonces en Cataluña, las diferencias entre unos y otros son una peligrosa ilusión. Dentro de unos años también recogeremos los frutos.
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