El pasado lunes 26 de noviembre, con los votos a favor del PSOE, Unidas Podemos y ERC, la Comisión de Interior del Congreso de los diputados aprobaba una iniciativa para perseguir y eliminar los “discursos de odio” en las redes sociales. Imagino que apoyándose en la desde hace 5 años vigente Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, más conocida como “ley mordaza”. O no. Como ciudadano normal, perfectamente ignorante de casi todo lo que tiene que ver con la implantación de una Propuesta No de Ley, me resulta extremadamente difícil ver cómo este gobierno las articula.
A lo que iba: discursos de odio. ¿De qué “odio” estamos hablando? ¿Son todos los “odios” iguales? ¿Qué es exactamente lo que no podemos “odiar”? Podría parecer que todo aquello que “alguien” —incluso para un miembro de alguna checa autoconfigurada asambleariamente en un perdido foro de internet— considera que tiene pinta de ser odio, incitación o puesta en duda del mainstream impostado por el gobierno, puede ser declarado como odio. Declaración de spam, denuncia en Twitter, bloqueo en Facebook, demonización de una publicación, incluso denuncia ante algún tribunal que se preste. El umbral de lo “legal” definitivamente enmarcado en el dintel del “eso no lo queremos”, “eso no nos gusta”.
La tolerancia no se refiere a opiniones, puntos de vista o creencias, en el sentido de: «todo es igualmente cierto» o «no hay verdad absoluta», sino a las personas, es decir, a mis interlocutores, que tienen puntos de vista diferentes a los míos y deben poder expresarlos, tal vez intentar convencerme
La libertad de expresión es un derecho fundamental sin el cual no puede existir una sociedad libre y democrática. Todos crecimos en esta cultura de libertad y, por lo tanto, la damos por sentada. Debido a que lo damos por sentado, es posible que nunca hayamos pensado en ello, o hayamos olvidado cuáles son sus requisitos previos y qué puede ponerla en peligro. El derecho a la libertad de expresión no es solo producto de la Ilustración, sino, además, del pensamiento constitucional liberal moderno, que comienza con la lucha por el «primer derecho fundamental del ciudadano»: el derecho a no poder ser detenido de manera arbitraria y sin orden judicial (el famoso hábeas corpus). Y es en este espacio protector del “Rule of law”, el del poder de la Ley frente a la arbitrariedad del poder estatal o quienes lo ocupan, que pudo desarrollarse el derecho a la libertad de expresión.
Este pensamiento constitucional liberal moderno asienta sus bases en las propuestas del filósofo francés Montesquieu y del teórico constitucional inglés William Blackstone cuando hablan, respectivamente, de un sistema de «separación de poderes» y de «frenos y contrapesos». No hablan de la “Freiheit der Feder” (libertad de la pluma) kantiana, sino de la salvaguardia de las instituciones ancladas en el derecho consuetudinario, en particular la independencia de los jueces, que forma la columna vertebral del estado de derecho. Estos principios, así como la idea del Estado constitucional – la sumisión de quien ejercita del poder a la ley – no son en realidad más que la institucionalización del derecho de resistencia: el derecho del ciudadano a exigir la garantía de los derechos fundamentales a los poseedores del poder estatal y poder reclamarlos, dado el caso, en los tribunales. Eso significa: la libertad individual tiene prioridad sobre la soberanía estatal, que queda restringida en favor de la libertad y sujeta a la ley.
En el contexto de esta forma de pensar liberal y del derecho contractual, la libertad de expresión era un requisito esencial. Como resultado de la progresiva democratización de los estados constitucionales burgueses-liberales y de la creciente importancia de la opinión pública como factor real de poder y cuerpo de oposición, el derecho a la libertad de expresión, que antes solo había sido reivindicado como derecho de una élite, se convirtió en un derecho democrático básico. El proceso era inevitable: porque la democracia necesita que el ciudadano debata, ya que es en sí mismo un poder en el estado y por lo tanto ejerce una función decisiva en el concierto de «frenos y contrapesos». Precisamente por eso este debate público no debe ser usurpado, manipulado o controlado por el Estado.
Existe una conexión constitutiva entre la libertad de expresión y el derecho a la resistencia.
Ejercer el derecho a la resistencia haciendo uso del derecho a la libre expresión sólo es legitimable si se hace desde la defensa de la ley, de lo justo. Porque la resistencia ciudadana moralmente legítima sólo puede tener lugar en nombre de la ley. De lo contrario, sería solo un intento de reemplazar el poder de los demás por el propio poder. Admiramos a aquellos que resistieron al régimen nazi y sacrificaron sus vidas por él, no simplemente porque desafiaron el poder, o porque mostraron su individualidad o simplemente lucharon por su propia «libertad». Los admiramos y les estamos agradecidos porque lo hicieron en nombre de la justicia y así no solo defendieron su propia libertad sino la libertad de todos.
La libertad de todos exige también tolerancia. Hoy la tolerancia se entiende en muchas ocasiones como una actitud relativista: no existe la verdad, y quien está convencido de que sus propios puntos de vista o creencias son la única verdad es intolerante. Creo que es una concepción errónea de la tolerancia. Porque la discusión libre vive de convicciones, o de personas que consideran que sus puntos de vista son verdaderos y correctos, pero también creen que la única arma con la que se les permite presentar y defender estas convicciones es la del mejor argumento.
La tolerancia no se refiere a opiniones, puntos de vista o creencias, en el sentido de: «todo es igualmente cierto» o «no hay verdad absoluta», sino a las personas, es decir, a mis interlocutores, que tienen puntos de vista diferentes a los míos y deben poder expresarlos, tal vez intentar convencerme. La tolerancia se debe aplicar a la persona que piensa de manera diferente a mí, pero no necesariamente a sus puntos de vista. Solo así es posible la democracia. La libertad de expresión y el derecho para ejercerla se basan en el hecho de que creemos que nuestros conciudadanos tienen algo que decir y que tienen el mismo derecho y la misma libertad que nosotros para expresar sus propias convicciones, sin que el Estado, en nombre de una supuesta verdad superior, utilice su poder coercitivo para establecer límites al debate.
Hoy más que nunca tenemos que defender la libertad de opinar, contra las presiones para conformarse en la políticamente correcto y la tentación de callar, pero también sin ceder a la tentación de utopías que nieguen la realidad. La injusticia y el hecho de que la mayoría de los males que padece nuestra sociedad son causados por el Estado y la política deben ser nombrados, incluso si quienes se sientan en los controles del poder se sienten incómodos con nuestra crítica y ello a veces pueda tener consecuencias perjudiciales para el crítico. Es posible que el precio que uno tiene que pagar hoy por caminar erguido sea el de ser considerado por los conformes como un proscrito, un lunático o simplemente un “facha”. No importa, siempre que vayamos de la mano de la justicia y la ley. Las que valen para todos.
Foto: Armin Lotfi