Uno de los libros más interesantes que se han publicado en español en los últimos meses es Los europeos, de Orlando Figes (Taurus). Aunque el volumen se subtitula Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita (en atención a sus tres protagonistas principales, la cantante de ópera de ascendencia española Pauline Viardot; su marido, el polifacético Louis Viardot y el amante de la primera, el escritor ruso Ivan Turguénev), se trata de un monumental fresco de la cultura europea del período, prácticamente todo el siglo XIX. La época en que Europa dominaba el mundo. Decir cultura europea, enfatiza el historiador británico, significaba entonces nombrar la alta cultura indiscutida e indiscutible que inspiraba y nutría a millones de seres humanos de un confín a otro del globo.

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Una hegemonía, la europea, que salta hecha añicos con los cañones de agosto, por decirlo con el título famoso de Barbara Tuchman. En efecto, la Gran Guerra de 1914, interpretada hoy por los historiadores como una especie de guerra civil europea, constituye el comienzo de un largo empeño europeo en suicidarse a toda costa. En las décadas siguientes, marcadas por la crisis de los años treinta y el ascenso del totalitarismo tras el fugaz paréntesis de los locos años veinte, se mirará atrás, hacia ese pasado de esplendor, con la lamentación y la nostalgia de un Stefan Zweig (¡ay, el mundo de ayer!). O se enjuiciará el presente y el futuro inmediato con el brutal dictamen de un Oswald Spengler (La decadencia de Occidente).

En situaciones críticas –desde una guerra a una pandemia- es cuando se ve el temple de una comunidad. Es entonces cuando el individuo constata que por sí solo no puede vencer a la adversidad y que una sociedad unida y cohesionada es mucho más fuerte. El individualismo y la libertad individual son conquistas irrenunciables pero hay veces en que resulta necesario supeditarse al interés general. Aunque parezca una obviedad, para ello lo primero es reconocer -y reconocerse- en ese interés general

No trato de idealizar nada. El dominio europeo del mundo se asentaba en el imperialismo y el colonialismo, como todo el mundo sabe, es decir, la fuerza de las armas, como ha subrayado Julián Casanova en una obra reciente (Una violencia indómita, Crítica). No es menos cierto, por otro lado, que la supuesta liberación del yugo europeo no ha supuesto para la mayoría de los pueblos colonizados una mejora sino una nueva esclavitud, pero esa es otra historia en la que ahora no vamos a entrar. Lo que me interesa resaltar es que hoy, como resultado de un típico movimiento pendular, la cosmovisión europea genera más animadversión que aprecio. En aras de lo políticamente correcto, todo lo europeo suena a elitista, avasallador y supremacista. Vade retro!

Que conste que somos los propios europeos, asistidos eficazmente por las naciones más avanzadas del continente americano, los primeros que abonamos esa tendencia, pero ello es insignificante a los efectos que ahora nos interesan. El caso es que Europa –aunque mejor sería decir Occidente en su conjunto- ha arrasado sus valores tradicionales sin acertar a sustituirlos por otros de nuevo cuño capaces de cohesionar sus sociedades. Mantenemos, sí, la libertad como seña de identidad. Una libertad que se plasma en múltiples libertades concretas pero que en otro orden de cosas no ha sabido producir más que un relativismo universal, valga el oxímoron. Un escepticismo que ya no es la cautela del sabio ni siquiera el cinismo del sofista, sino mero indiferentismo, lo que durante un tiempo llamamos aquí pasotismo.

Y en esto llegó la pandemia. Ahora mismo, cuando se habla de una manera imprecisa de “segunda oleada”, se pone de relieve un contraste significativo entre Oriente y Occidente. Por cierto, ¿quién habría de decirnos que resucitaríamos estas categorías en pleno siglo XXI? ¡Si Kipling levantara la cabeza! Pero no, no es el viejo poeta del Imperio británico, sino el filósofo coreano Byung-Chul Han quien ha puesto el dedo en la llaga. China, el país donde empezó todo, tiene a raya el virus. Allí se permiten ya hasta grandes concentraciones humanas sin el más mínimo problema. ¡Ah, me dirán, es que China es un país comunista, en el que los ciudadanos están bajo vigilancia estricta del Estado! ¿Es eso lo que queremos, un Estado orwelliano?

Pero hay otros muchos Estados que, sin ser democracias modélicas, no pueden ser calificados de dictaduras: los casos de Singapur, Taiwán o Hong-Kong pueden ser más o menos discutibles, pero Japón o Corea del Sur se aproximan mucho a los estándares occidentales en materia de derechos humanos. En todos estos países, argumenta Byung-Chul Han, las infecciones están razonablemente contenidas. Nada que ver con lo que ahora vivimos en Europa o lo que hemos visto en USA, México, Brasil y tantos otros países americanos. Hay quien apela a un supuesto carácter oriental –pasividad, obediencia, sumisión- en contraste con la rebeldía occidental. Sinceramente, me parece un tópico muy elemental.

Apunta el filósofo coreano otra hipótesis que me convence más, aunque yo la desarrollaré en un sentido algo distinto al suyo. Me refiero a la existencia en esas naciones orientales de una educación cívica de la que carecemos en Occidente. En situaciones críticas –desde una guerra a una pandemia- es cuando se ve el temple de una comunidad. Es entonces cuando el individuo constata que por sí solo no puede vencer a la adversidad y que una sociedad unida y cohesionada es mucho más fuerte. El individualismo y la libertad individual son conquistas irrenunciables pero hay veces en que resulta necesario supeditarse al interés general. Aunque parezca una obviedad, para ello lo primero es reconocer -y reconocerse- en ese interés general.

Y es aquí, como decía antes, donde falla nuestra sociedad. Lo que la pandemia ha venido a poner de relieve es que vivimos en un individualismo anómico refractario en la práctica cotidiana (de boquilla todos somos estupendos) a cualquier empeño funcional de cooperación y solidaridad. Cada cual, a lo suyo y a los demás, ¡que les den…! Reconozcamos que hemos hecho de este principio una suerte de consigna. (Hablo en líneas generales, pues ya sé que hay múltiples excepciones de lo contrario). Como antes señalaba, las virtudes cívicas tradicionales han periclitado y aún no hemos hallado repuestos efectivos. Con el agravante de que el desarrollo tecnológico ha profundizado el solipsismo.

Se trata, por lo demás, de un proceso tan imparable como lleno de contradicciones. Así, cuanto más se insiste desde la esfera pública en la protección de datos, más impúdicamente nos desnudamos todos –a veces literalmente- en las llamadas redes sociales, que, no lo olvidemos, son más virtuales que sociales propiamente dichas. Los rastreos de contagios que han sido esenciales para contener la epidemia en países como Corea del Sur, han resultado ser un completo fiasco en sociedades que se dicen celosas de sus libertades, sin caer en la cuenta de que una cesión pasajera y controlada en este ámbito nos permitiría a la larga disfrutar de mayor libertad. Como ya advirtió Kant en su famosa alegoría de la paloma, solo en el aire puede esta volar. Solo sometiéndonos a reglas alcanzamos la libertad. Nunca llegaré a mi destino conduciendo campo a través, sino por las carreteras establecidas y cumpliendo las normas.

Pero para ello es indispensable internalizar dichas normas. Para lo que aquí tratamos, no sirve la imposición sino la persuasión, la pedagogía, el convencimiento. Ya comprenderán adónde quiero llegar: la actual crisis de la democracia y del sistema representativo en todo el ámbito occidental hacen imposible tal desiderátum. El caso de España es particularmente indicativo y probablemente no es ajeno a ello que constituyamos, en todos los indicadores, el modelo negativo por antonomasia: cómo no se deben hacer las cosas desde cualquiera de las perspectivas que consideremos. Hay todavía quién se sorprende del desbarajuste colectivo: ¿qué quieren? No encuentro peor el comportamiento de los jóvenes que se van de botellón que el de los políticos ineptos, sectarios y mendaces. Más bien veo una cosa reflejo de la otra. Todo en el fondo es lo mismo.

Las autoridades –las de aquí, pero también las de otros muchos países europeos- no hallan otro remedio que encerrarnos en nuestras casas, como si estuviéramos en el Medievo y esto fuera la peste negra. Las nuestras, concretamente, se muestran particularmente incapaces de implementar recursos tecnológicos, proteger a sectores vulnerables, potenciar la atención primaria o dotar de más medios a los hospitales. En definitiva, incapaces de adoptar medidas inteligentes. El oneroso sistema autonómico del que nos hemos dotado presenta su faz más patética: cada región blinda ya sus fronteras (¡viva Cartagena!). Los ciudadanos, convertidos en rehenes, asisten al espectáculo entre el desconcierto, el miedo y la indignación. Declive, fracaso, caos: ¡sálvese quién pueda!

Foto: Kelly Lacy


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).