Cuando alguien dice que las lentejas es el plato más sabroso todos entendemos que se trata de algo puramente subjetivo e individual. Sin embargo, que dos y dos son cuatro nos resulta objetivo y universal. Solemos decir que el primer juicio es de gusto y el segundo de conocimiento. Pero dado que la ley política se suele fundamentar en un precepto moral, es pertinente una pregunta: ¿la valoración moral es una cuestión de gusto o de conocimiento?

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Todos sabemos que sobre gustos no hay nada escrito. Precisamente por eso la mayoría convenimos en que deben ser respetados. Resultaría irracional obligar a alguien al que no le gustan las lentejas a que le gusten. Y mucho más a comerlas porque están muy buenas. De modo que si lo moralmente correcto es lo que me gusta, sin más, admitimos implícitamente que lo que está bien o mal es relativo y todo vale lo mismo. Desde el poder político nadie tendría entonces la autoridad para imponer sus gustos a otros. No obstante, algunos podrían tener el gusto moral de apropiarse de lo ajeno o de maltratar al vecino. ¿Deberíamos respetarlo?  Obviamente, la sociedad resultante sería una especie de anarquismo caótico que desembocaría en una guerra de todos contra todos o en el gobierno del más fuerte.

Si desde la política alguien tiene la tentación de asimilar la moral al conocimiento, tenemos un Estado totalitario

Pero si consideramos que la cuestión moral se basa en juicios de conocimiento y somos consecuentes con ello hasta el final, ¿qué mundo resultaría? Me temo que no sería mucho mejor. Si alguien dice que dos más dos son cinco solemos afirmar que está equivocado y, si insiste, es comprensible que alguien le imponga la verdad. En ciencia no está mal visto, e incluso es recomendable, imponer la verdad a quien chapotea en el error, siquiera pedagógicamente. Así el padre a su hijo o el maestro a su alumno. Ahora bien, si desde la política alguien tiene la tentación de asimilar la moral al conocimiento, tenemos un Estado totalitario. El filósofo austriaco Karl Popper supo ver en el gobierno de los sabios que proponía Platón la semilla ideológica de futuras tiranías, pues la verdad no se discute.

Entonces, ¿la moral es un asunto de gusto o de conocimiento? La cuestión es que los juicios donde valoramos las acciones como buenas o convenientes son una rara mezcla de gusto y conocimiento. Tienen la exigencia de universalidad de los juicios de conocimiento, pero la fundamentación de su verdad no alcanza nunca la precisión de las ciencias positivas, lo mismo que ocurre con los gustos. Los juicios morales exigen prudencia y constante deliberación, pero pocas veces nos llevan a sólidas certezas.

La historia política de la humanidad pendula entre los que nos imponen sus gustos morales porque sí y los que nos imponen su verdad moral porque es verdad. La solución en las llamadas sociedades abiertas tiene mucho de ficción y no está exenta de riesgos, pero considerando las dos alternativas anteriores resulta bastante aceptable. La Revolución francesa y la norteamericana, retomando la vieja herencia republicana, fundan una extraña legitimidad que constituye el punto cero de la Modernidad. Asumimos un mínimo de juicios éticos y políticos como si fuesen ciencia demostrada: los derechos civiles. También acordamos respetar ciertos principios e instituciones: jueces independientes, igualdad ante la ley y presunción de inocencia, entre otros. Tras estas convenciones, que unos justificarán por Dios, otros por derecho natural y otros por tradición, consideramos que el resto de asuntos sociales, morales y políticos están para ser discutidos. Actuamos entonces como si la cuestión moral fuese una cuestión de conocimiento, pero con un pacto tácito: la respuesta nunca acaba de ser definitiva, la lucha será solo dialéctica y los cambios legales que podrían hacerse tras la pertinente deliberación se harán siempre respetando los procedimientos y los principios acordados: el Estado de Derecho, garante de las libertades (también de la libertad de cuestionar todo principio), no se toca.

En las dictaduras la ley se legitima cínicamente por la razón de la fuerza o hipócritamente apelando a la verdad

En las dictaduras la ley se legitima cínicamente por la razón de la fuerza o hipócritamente apelando a la verdad. La libertad de juicio queda suspendida y los ciudadanos se convierten en súbditos. En las sociedades abiertas no hay súbditos: los ciudadanos debaten continuamente sobre los justo y lo bueno en la plaza pública; y tal acontecimiento no es tangencial, sino constitutivo. El espacio de libertad que se abre en Occidente es, paradójicamente, el lugar donde se cuestiona toda legitimidad y fuente de toda legitimidad. Como acertadamente afirma el sociólogo francés Claude Lefort, la sociedad moderna está fundada «sobre la legitimidad de un debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo, debate necesariamente sin garante y sin término»

La frase de Lefort es, sin embargo, desconcertante y constata la incómoda posición del hombre contemporáneo: muerto el absoluto transcendente que legitimaba el poder político nos encontramos en la situación del famoso Barón de Münchhausen que intentaba sacarse del agujero tirándose de sus propios pelos. La libertad, que no está respaldada ahora por ninguna auctoritas, aparece entonces como una especie de milagro. ¿Libertad, para qué?, decía Lenin. Y su pregunta, lejos de ser retórica, tiene un calado metafísico que aun remueve los cimientos de la Civilización. Desprestigiadas las instituciones que habrían de protegerla, desligada de la tradición que la vio nacer (grecorromana primero y cristiana después) y atacada continuamente por los hiperactivos lobbies de la corrección política; hoy la libertad en Occidente está en una precaria situación. Tanto es así que, a menudo, pienso que solo se mantiene por la fuerza de la costumbre de un puñado de ciudadanos resistentes. Aristóteles decía que un hábito bueno es virtud: sigamos resistiendo y seamos virtuosos.

¿Libertad, para qué? Pues para que haya libertad: una vieja costumbre, si ustedes quieren. ¿Nada más? Sí, pero también nada menos. La libertad no se fundamenta, es el fundamento; la libertad no se razona, se razona desde la libertad.

Foto Oladimeji Odunsi