Tal vez sea porque tuve la suerte juvenil de tener buenos profesores de Matemáticas, pero me gusta presumir de buen tino frente a las inconsecuencias, las exageraciones y los disparates e inadvertencias numéricas. Se trata de lógica, una disciplina destinada a garantizar la buena calidad de los razonamientos, pero que, en realidad, como decía, no sin ironía, Bertrand Russell es más bien el arte de no sacar conclusiones. Siempre que recuerdo esta afirmación del gran filósofo inglés me viene a la memoria una humorada de Baroja, al que no creo que nadie haya tomado nunca por un modelo de buena lógica, pero que mantenía como buen escéptico esa misma actitud de sospecha frente a los tipos demasiado dispuestos a concluir grandes verdades: Baroja decía, “dejemos las conclusiones para los imbéciles”.
Lo que no es lógico es sacar de quicio las verdades más o menos probables y modestas para convertirlas en grandes cosmovisiones, pero vivimos en un momento muy propicio a ese tipo de cambalaches. Todo el mundo quiere entender de todo, y se apoya como puede en lo poco que cree saber bien para justificar lo que prefiere creer. Es famosa la encuesta que se hizo después del famoso programa de radio de Orson Welles anunciando una invasión de los marcianos: los que se tomaron en serio la noticia arguyeron toda clase de razones para justificarse; era muy común explicar, “me asomé a la ventana, vi gente corriendo y pensé, ¡estos huyen!”, pero también “no vi a nadie y pensé que todos se habían refugiado en sus casas”, o bien “me asomé a la ventana, vi gente parada y pensé que todavía no se habían enterado”, es decir que la conclusión a que llegaban tenía más que ver con justificar su creencia previa que con ninguna clase de comprobación.
Ese tipo de conducta es mucho más común de lo que imaginamos, y afecta de una u otra forma a todo el mundo. Somos animales de creencias y eso quiere decir que jamás pondremos en cuestión muchas de nuestras ideas, pero también que la credulidad es nuestro estado más habitual frente a las noticias o las campañas publicitarias. De hecho, si no fuésemos así, la publicidad comercial carecería de sentido, porque sería por completo ineficaz, pero es cada día más abundante.
Son muchos los que se dejan seducir por incesantes campañas de instituciones a las que se supone sin tacha, como las Naciones Unidas u organismos que presumen de un altruismo fuera de cualquier duda, que presumen de apoyarse en la ciencia, ignorando que la ciencia viva es en esencia lo contrario de cualquier dogma
Recomendar lógica y contención es, por tanto, casi como pedirle a un forofo que no vea falta en las entradas viriles del futbolista rival, y por eso los ingleses, gente de buen sentido práctico, inventaron los árbitros. Es obvio que no existen árbitros capaces de mediar una disputa entre un conservador o un progresista, o entre un calentólogo y un escéptico frente a la amenaza de una supuesta emergencia climática. No existen porque no podrían existir, ya que una cosa es un juego con reglas y otra muy distinta el comparar diferentes visiones del mundo o querer someterlas a cualquier pie de rey, una posibilidad que acabaría con cualquier forma de libertad.
Ahora ya no se lleva pedir respeto a las opiniones, una especie de derecho a desbarrar, cuando quienes merecen respeto no son las opiniones sino las personas que las sostienen, sino que predominan los que se han instalado en un santo tribunal de lo correcto y pretenden ahogar las malas ideas y la supuesta ignorancia a golpe de insistentes campañas. Frente a esas formas de represión e intolerancia, hay que recordar que cualquier forma de progreso que podamos imaginar, en el pasado y en el futuro, se ha hecho merced a la capacidad racional de poner en cuestión las creencias más comunes y en apariencia mejor fundadas, y que las instituciones que han promovido el progreso intelectual han tenido siempre a gala el respeto al discrepante, la disputa abierta entre los pares y la libertad más absoluta de conciencia.
Eso es lo que ahora está en riesgo, y en forma grave. Hay universidades en las que se prohíbe hablar o enseñar a quienes no comparten todo o parte del credo imperante, hay periódicos que niegan paladinamente la existencia de noticias que parezcan contradecir su línea ideológica, y en política se recurre cada vez más a expulsar al discrepante en aras de una armonía tan imposible como insana. Las calles se llenan de multitudes fanáticas que defienden a gritos posiciones dogmáticas, arrasando a quienquiera abrigue una sombra de duda sobre su pertinencia, y se esgrimen argumentos de autoridad que se suponen incontestables para tapar la boca al que no grite lo que se debe. Esto es en rigor lo contrario de la lógica, es la violencia y el autoritarismo que siempre se han querido justificar con causas de extremada nobleza.
La lógica nos permite pensar por cuenta propia y nos ayuda a separar el trigo de la paja, a distinguir ocho de ochenta, a no tener miedo a poner en cuestión aún las teorías en principio mejor establecidas, cuando se hace de manera inteligente y por afán de aprender y de desenmascarar tópicos bien asentados, pero sin fundamento sólido.
Por desgracia, las fuerzas que tienen interés en que se imponga esta especie de verdades lo hacen por medio de una propaganda machacona que debiera ser sospechosa para cualquier persona algo despierta. En una sociedad global cuyo funcionamiento es cada vez más complejo y difícil de comprender, se extienden con gran rapidez ideas muy simples a las que se supone una capacidad liberadora, y son muchos los que se dejan seducir por incesantes campañas de instituciones a las que se supone sin tacha, como las Naciones Unidas u organismos que presumen de un altruismo fuera de cualquier duda, que presumen de apoyarse en la ciencia, ignorando que la ciencia viva es en esencia lo contrario de cualquier dogma.
Los científicos o los pensadores que se atreven a discrepar empiezan a llevar en el brazo una estrella de David bastante visible y hay muchos lugares antes respetables en los que se les prohíbe la entrada. Si esto sigue así, tendremos que reconocer que caminamos a una nueva edición de los temores milenarios, que el miedo que nubla la conciencia vuelve a ser el medio ideal de control social, que una sociedad que no echa en falta la libertad está cayendo en formas de control ideológico y de censura moral muy peligrosas.
Es necesario afilar la lógica para combatir la inconsecuencia, la exageración, el terrorismo intelectual, la censura en nombre de la verdad, esa vieja leyenda que parecía adormecida desde la Ilustración y que ahora se está convirtiendo en una amenaza a la libertad intelectual y moral de todos, en una adolescente gritona que nos acusa de los males que le afectan y, sobre todo, de los que imagina para exagerar burdamente sin el menor miedo al ridículo.
Foto: Baptiste MG