“Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

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No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.” (Extraído de “Un cuento inolvidable: soledad” de Pedro de Miguel).

Un pasaje literario que además de motivar estas líneas, evoca la necesidad de compañía como seres sociales que somos. El espíritu navideño no será igual de complaciente para todos, el silencio y el olvido son estigmas de muchas soledades no deseadas.

El complejo tejido humano vive con frecuencia entre la galería exterior del selfi y el postureo, y su necesaria construcción interior en ese ejercicio de soledad buscada, aislamiento y recogimiento personal, que muy bien ha descrito la literatura de los místicos y que un tiempo después concretó Unamuno en su célebre ensayo, “en la soledad, y sólo en la soledad, puedes conocerte a ti mismo como prójimo; y mientras no te conozcas a ti mismo como prójimo, no podrás llegar a ver en tus prójimos otros yos”.

Residencias, hospitales, viviendas unifamiliares son escenarios que a veces recuerdan el vacío de la soledad

Demasiados estímulos, demasiado ruido, demasiada gente, demasiados amigos. Además, no queda bien que te vean solo. “Somos muchos escondiendo nuestra soledad. Hoy que todo es aparentar ser lo que no somos. Decir estoy sola/a es como decir tenga lepra” “Hoy que tanta gente publica en las redes tener como mínimo 300 amigos, lo que da cierto caché, los que apenas llegamos a tener dos en la vida real somos los raritos”, confesaban estos días unas foreras anónimas.

El iceberg de una sociedad infantilizada

El negocio de alquilar amigos falsos para las vacaciones y posar en lugares exóticos con Instagram funciona, es tan fácil como contratar amigos a través de Internet para presumir de ser el más popular en Facebook y otros patios sociales de recreo posmoderno. Pero si quieres fardar de novia o novio un fin de semana, lo llevas a casa de los padres o al último restaurante de moda. O sea “con Uber alquilas un coche; con Airbnb una casa, y con Ameego, una persona que te acompañe para el viaje”, así sintetiza la cosa el norteamericano Clay Kohut, creador de la aplicación.

Entiendo que la soledad no es patrimonio de la edad, ni del género, o nacionalidad, sea cual sea. Compleja en su naturaleza y diversidad que no atiende a edades, ni razas, ni culturas, ni religiones, ni meridianos o sexos.

En la compleja soledad, se habla de esta realidad que es una de las representaciones más visibles  del infantilismo social dominante, en el que tenemos acceso a la estantería en tiempo real de un buen puñado de aplicaciones,  o pastillas para calmar cualquier molestia, los padres y madres renuncian a serlo porque  quieren parecerse a sus hijos, en la que los jóvenes entran adolescentes y salen adolescentes de la universidad,  en la que la caterva de políticos exhiben sus dotes como vendedores de humo en los programas de entretenimiento, y los medios de comunicación nos divierten y dicen lo que tenemos que pensar.

Sin tiempo ni ganas para la reflexión y el análisis, menos para el debate con el que piensa distinto, y con una enorme capacidad para confundir las ideas con las personas, o dogmatizar desde las generalidades y los tópicos sin conocer el particular con sus datos y su contexto. En un permanente estado desinformativo, en el que las noticias se convierten en fragmento instantáneo sin contexto, pero con su estratégica dosis de impacto emocional y o visceralidad. Asómense a twitter para constatar la jaulía de insultos y rugidos cotidianos a lo largo y ancho del planeta.

Los tiempos que corren exigen gratificación emocional inmediata de modo constante, porque la estimulación sensorial nunca es suficiente. El mecanismo cerebral del placer tiene su fiesta en los niveles más altos de dopamina, el circuito se activa conforme se reciben estímulos, cuanto más intensos y continuos mejor, como ocurre cuando hacemos ejercicio, comemos chocolate o practicamos sexo.

De este modo, lo más cómodo y seguro es que cada uno permanezca en su nicho ideológico y su nido de hábitos y costumbres, donde la gente también molesta. Residencias, hospitales, viviendas unifamiliares son escenarios que a veces recuerdan el vacío de la soledad, que trasciende las  fronteras de edad o salud. Disponemos de recientes estudios como el del King´s College de Londres, que señalan que seis de cada diez adolescentes entre 12 y 17 años declaran que se sienten solos. Aun tomando con precaución estos datos, la posible sintomatología que suscitan estas cifras merece cierta atención. Cuando se está en contacto con jóvenes y adolescentes, a poca cercanía que haya, se detectan cuadros de ansiedad, depresión y trastornos de comportamiento que entre otros motivos derivan de una experiencia de soledad continua, a pesar del ruido y la fiesta exterior.

Los ancianos, solos y olvidados

Una etapa particularmente vulnerable la ocupan los mayores de 65 años, que la sociedad aloja en el rincón de los muebles viejos e inútiles, una actitud que denota la calidad de la vida social en un Occidente próspero y moderno. A pesar de que los medios de comunicación ejerzan su cinismo con la exhibición de una tercera edad que acude en masa a las manifestaciones y portan sus pancartas exigiendo una pensión digna. Sin embargo permanecen en las sombras y el silencio otras muchas realidades que afectan a los mayores.

Existe un importante debate acerca de si las personas se encuentran más tristes, deprimidas o desganadas en estas edades. Por un lado, se sostiene que son más resistentes a los contratiempos de la vida, dada su dilatada experiencia. También se argumente que esta acumulación de experiencias es altamente estresantes, como la muerte de familiares y amigos y el manejo de enfermedades crónicas, podría conducir  a una crónica y melancólica tristeza.

Los resultados publicados en Estabilidad de los síntomas de depresión clínicamente relevantes en la vejez en 11 cohortes: un estudio multiestatal, señalan una muestra de más de 40.000 personas mayores de 65 años, que abarca diferentes países, entre ellos España. Es decir, un análisis de investigación observacional y analítica donde se compara la frecuencia de aparición de un rasgo o evento entre dos grupos que han estado expuestos a un factor diferente. “Los participantes fueron encuestados a lo largo del tiempo sobre aspectos sociodemográficos, problemas de salud y factores socioemocionales, como hábitos de vida y síntomas depresivos. El estudio comprendía un seguimiento de 18 años” afirma el Dr. Alejandro de la Torre Luque, investigador que lideró el estudio.

Sus resultados señalan que la prevalencia de síntomas ansiosos y depresivos fue del 76,2% y 74,4% respectivamente, que obedecen a diferentes factores en la sintomatología de ansiosos, como dificultades económicas, problemas familiares, consumo de alcohol. En cuanto a los depresivos, se repiten los motivos económicos y familiares, añadiendo los antecedentes familiares de ansiedad o depresión. De modo que no conocemos con precisión la correlación con la soledad, aunque entiendo que la ausencia o carencia de familia y vínculos afectivos será un relevante factor.

“Lost in Translation” de Sofia Coppola describe con acierto esa sensación de vacío que vaga entre los filtros de Instagram, los anuncios de Coca-Cola y se clava en el muro de Facebook. Una película que devuelve con intensidad el abandono de la mirada a los cuadros de Edward Hopper, personajes y miradas que buscan su humanidad.

Foto: ActionVance


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