A comienzos del siglo XX emergió en los Estados Unidos, como una enorme ola, una generación de expertos y periodistas con unos pocos elementos en común: el optimismo por el futuro del país y por su propio desarrollo profesional, engarzados ambos en una ideología reformista construida sobre el sólido suelo de la ciencia. Llegaron con una mirada distinta sobre los problemas del país y el modo de abordarlos.

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Esta generación hizo cosas extraordinarias. Concedieron el voto a las mujeres, controlaron la población desde fuera (inmigración) y desde dentro (eugenesia) aplicando la ciencia de Darwin al rebaño humano, impusieron la prohibición de venta y consumo de alcohol, extendieron la educación obligatoria y protestante, y reformaron los procesos políticos del país. Muchas de las ideas y de los usos que ellos impusieron siguen hoy vigentes. Y como el mundo es una provincia de los Estados Unidos, los hemos adoptado como si fueran nuestros. No sin razón se llamó progresismo a aquella fusión de entusiasmo por la reforma, fe en el conocimiento y crítica mordaz a lo heredado.

Tenemos un Estado mastodóntico, que actúa de forma incoherente y lesiva para los derechos y los intereses de los ciudadanos. Y aspirar a limitar su poder puede ser contradictorio con el legítimo deseo de domarlo para lograr bonitos objetivos socialdemócratas

Si la ciencia tiene que sustituir a la vieja política, era lógico que el demos y el kratos viviesen en habitaciones separadas, aunque comunicadas por una puerta. Una puerta giratoria, claro. El instrumento para imponer una relación profiláctica entre el pueblo y la política fueron las agencias: brazos armados del gobierno federal, dirigidos por esa nueva clase social, los expertos, y con una relación indirecta con las Cámaras.

Me he acordado de estos personajes extraordinarios al leer La Ruptura: El fracaso de una (re)generación, de Ramón González Férriz. Vamos al texto del final de su título al principio. Creo no dejarme llevar por la admiración o el aprecio que me producen algunos nombres. Habla de una generación de… Pero dejemos que lo diga él, que además lo hace en primera persona: “Todos pertenecíamos a una especie bastante común en Madrid y en todas las capitales: aspirantes a ocupar lugares relevantes en el debate público, a impulsar las ideas y a ganarse la vida con ello”.

Se trata de profesionales de mediana edad, en el entorno del PSOE y de Ciudadanos, marcados por el proceso secesionista catalán, que para la mayoría era un asalto a la democracia española, quizás con el acento puesto en el nombre y no tanto en gentilicio. Se reunían siguiendo las reglas de Chatham House (puedes citar lo que has oído sin mencionar nombres) en restaurantes y casas particulares, y se comunicaban en grupos de WhatsApp. Politikon, Letras Libres, Ahora, Agenda Pública, El Español… parte de las plataformas que se han creado en los últimos años o que mantienen viva su vigencia incluían algunos de los nombres que se repiten en esta historia. Si hubiera sobrevivido Factual, estaría entre las instituciones que alimentaron aquella ola.

¿Qué le daba cierta homogeneidad a un grupo por lo demás heterogéneo? Tres aspectos. El primero de ellos es la pretensión de someter tanto las políticas impulsadas desde el poder como las propuestas que esperaban poder hacerle en el experto manejo de los datos. “La obsesión eran las policies, es decir, las medidas políticas de carácter técnico que había que priorizar frente a los viejos vicios de la política tradicional de PSOE y PP”. “La idea”, continúa Ramón, “era tecnificar la política, analizarla de acuerdo con principios probados científicamente, comunicarla de una manera más profesional y rehuir los vicios del partidismo y las peleas a garrotazos”.

Ah, y el periodismo. “Lo que necesitábamos eran datos, gráficos, artículos basados en textos o fuentes académicas; unos medios donde escribieran menos novelistas y más reporteros y en los que, de manera tácita, los periodistas reconociéramos nuestra dependencia tanto de las ciencias como del reporterismo clásico y nos esforzáramos por no ser partidistas”. Qué pena. Me vuelvo a acordar de Factual, y del lamento de que la ciencia fuera una sección de los periódicos, y no su método. Me quedo con haber formado parte de aquello.

Sí. El manejo de la estadística, entre otras herramientas intelectuales, les otorgaba un camino posible hacia el poder; les confería un prestigio inmediato. Y permitía llegar a acuerdos políticos sobre criterios distintos del debate ideológico, interpretado ahora como fútil y cavernícola encuentro identitario. Era un “regeneracionismo de inspiración tecnocrática”, dice el autor del libro, con la candidez y honradez inmaculada que marca todo el texto. Echo en falta, en el relato de Ramón González Férriz, una mención a Gonzalo Fernández de la Mora y su crepúsculo de las ideologías. En este punto resultaría pertinente. Como lo hubiera sido recordar al lector que un grupo de intelectuales de izquierdas, o que lo fueron en su origen, también quisieron someter las políticas de su país al cedazo del análisis de los datos, y que por esa apelación a la realidad de las cosas desde un punto de vista menos ideológico se les llamó “neoconservadores”.

Dejemos aquí este asunto, porque hemos de correr a presentar el segundo de los elementos que tienen en común, que es la apelación al centro político. Es una llamada moderada, ilustrada, ¡científica!, y que hunde su atractivo en las ideas, ya milenarias, de Aristóteles. La virtud está en el punto medio, y a ellos les pilló exactamente ahí.

Es un centrismo reformista que busca superar las grandes apelaciones ideológicas que motivaron los desencuentros de las dos españas, y que puede sustituir el falso “problema de España”, que ni siquiera tiene un planteamiento claro, por la cuestión, mucho más razonable e ilustrada, de qué hacer con España. El acuerdo será posible gracias a la llama de la ciencia, que unos poseen y otros no. En ese centro nos podemos encontrar todos. Como canicas en un cuenco, si nos dejamos llevar por la ley de la gravedad, ¡gran hallazgo de la ciencia!, nos deberemos de encontrar todos en amigable vecindad.

El tercer aspecto es el poder. ¿De qué vale tener la capacidad de formular políticas, o de explicárselas al pueblo, ahora aséptico y científico “demos”, si no hay un poder desde el que actuar? Porque los protagonistas de esta historia, según Ramón, pensaban heredar los puestos ocupados por los protagonistas de la Transición, y ocupar otros nuevos. No se creían mejores, pero sí “más modernos”. Podían aspirar a todo, pues “ahora mismo, los líderes de los cinco grandes partidos de España pertenecen más o menos a nuestra generación”.

Pero hemos dicho que leeríamos el título del libro del final al principio, y éste habla de ruptura. ¿Cómo se produjo? “La razón, al menos al principio, no fue estrictamente ideológica. El motivo principal fue el poder”. La ruptura a la que hace mención el título “se produjo (…) cuando el PSOE llegó al poder sin la ayuda de Ciudadanos, en la moción de censura de la primavera del 2018”. Entonces, “una parte relevante de los miembros de ese grupo informal no sólo celebró que el PSOE volviera al poder, sino que muchos se incorporaron al Gobierno con cargos en La Moncloa o en distintos ministerios”.

La otra vio con disgusto cómo sus compañeros de debates se habían sumado a un proyecto político que dependía de “partidos nacionalistas e independentistas vascos y catalanes, además de Unidas Podemos”. Pero también lamentaban, reconoce González Férriz, “que esos puestos podrían haber sido los suyos” si Ciudadanos, como creo que debió hacer entonces, hubiera pactado con el PSOE para librar a España del condicionamiento de nacionalistas y, por qué no decirlo, comunistas. “Que unos tuvieran el poder y otros no enrareció el ambiente. Al final, una parte de la ola llegó a la playa, mientras que otra se estrelló contra el espigón”.

Con el aire ya difícil de respirar se publicó la obra colectiva La España de Abel. Es el libro de esta generación de politólogos, sociólogos y periodistas. “Las perspectivas eran distintas pero todos se reconocían en una visión favorable (aunque no acrítica ni homogénea) de la Transición y la reconciliación, en una idea de una España diversa”, según Daniel Gascón, uno de los protagonistas de esta historia.

Pero ese libro tiene una historia previa. Se promovió la publicación de un artículo en el diario El País titulado La legitimidad de nuestra democracia. La defendieron en sus horas más bajas, y en el periódico que había nacido con ella, Mariano Alonso, Jorge Bustos, Marcel Gascón, Sergio González Ausina, Ignacio Peyró o Daniel Gascón, entre otros. Nombres que están entre los mejores periodistas españoles del momento. Con motivo del artículo colectivo se empezaron a organizar cenas que servían de encuentro de los firmantes y de alguno que, como yo, no había participado en aquel proyecto. Luego mi nombre decayó, pero los encuentros continuaron.

Tiempo después, en 2016, Miguel Ángel Quintana Paz y Juan Claudio de Ramón promovieron la publicación de otro artículo en el mismo diario. Se trata de España en común, España plural. Y aquí vemos a otros nombres que merecen atención, como Manuel Arias Maldonado, Jordi Bernal o Pilar Rodríguez-Losantos, además de los ya citados Este es el núcleo de lo que luego desembocaría en el libro La España de Abel.

Aunque fuera fruto maduro de un grupo que se desvanecía, el libro era manifestación de lo que parece haberlo disgregado. Lo desempolvo, repaso su índice, y me vuelvo a preguntar ¿Por qué no veo el nombre de Miguel Ángel Quintana Paz? ¿Cómo es que no está Andrés González, de Libres e Iguales?

Para explicarlo, recurro a The Objective que es una institución milagrosa, en cuya sección de opinión nos encontramos varios periodistas con formas de entender muy distintas. En ese medio, Rafa Rubio ha escrito en una reseña del libro de Ramón González Férriz: “Me pasa, imagino que como a cualquiera, que al enterarme de que algo así ha sucedido, se lamenta de no haber sido invitado y no puede evitar preguntarse el por qué. En mi caso se me ocurren tres respuestas: me sobraba la edad, me faltaba el talento o no estaba dentro del espectro ideológico, por amplio que fuera; puede incluso que las tres, aunque no resulte muy alentador”.

No creo que la edad supusiera una barrera insalvable. Es obvio que el talento no puede ser un criterio en este caso, pues ello exigiría una revisión de toda la nomenclatura. Pero sí lo es la adscripción ideológica. Creo que el propio Rafa no me desmentirá si digo de él que es liberal, y que está dentro de lo que se entiende hoy como el centro derecha. Y eso es suficiente.

No sé Ramón González que pensará al respecto, pero yo creo que este centro político se ha situado claramente a la izquierda, y que parte de él, y quizás no sólo del lado socialdemócrata, esté devorado por un abierto, orgulloso y militante sectarismo.

El texto de Ramón hace referencia al fracaso, parece ser inesperado, del encuentro de la socialdemocracia y del liberalismo, en un proyecto de reforma política. Por un lado, es contradictorio querer cambiar la política española desde la socialdemocracia. Lo único a lo que se puede aspirar es a ocupar una pieza del engranaje del poder. Que fue, exactamente, lo que ocurrió.

Y por otro, creo que es necesario hacer mención al maltratado término “liberalismo”. Yo no soy de los que afean a otros que digan de sí mismos que son “liberales” por más que no coincida con ellos al respecto de varios asuntos. La libertad está tan carente de amigos que incluso los más inconstantes o incoherentes merecen todo mi reconocimiento. Y, sin embargo, hay un liberalismo que es plenamente liberal y que nunca tuvo opciones de formar parte de aquella ola. Hay motivos de peso para ello, y no todos desembocan en el sectarismo de algunos. Tenemos un Estado mastodóntico, que actúa de forma incoherente y lesiva para los derechos y los intereses de los ciudadanos. Y aspirar a limitar su poder puede ser contradictorio con el legítimo deseo de domarlo para lograr bonitos objetivos socialdemócratas.

Quizás todo el espíritu de concordia se quebró con un cambio de gobierno porque en realidad no era tal. Quizás un acuerdo de Rivera con Pedro los habría llevado a todos al poder y ello no cambiaría un ápice todo lo que estoy diciendo.

Y quizás la concordia no pase por el dominio de la estadística, sino por aceptar que vivimos en una sociedad plural, que no hay corriente política que no encuentre un apoyo suficiente como para tener presencia en nuestra democracia. Y que para que triunfe la convivencia lo mejor es reconocer que hay un conjunto de instituciones comunes que nos permiten participar en el juego político a todos. Sí, a todos. Y que hay valores prepolíticos, de respeto a las ideas ajenas y ausencia de sectarismo, que podrían facilitar el entendimiento, y que servirían para diluir el odioso identitarismo que nos aqueja. Y quizás asumir todo eso nos pudiera acercar a un cierto liberalismo que en todo este asunto ha quedado como mero espectador.

Foto: Grooveland Designs.


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