Cuando se tiene mucho dinero y poder es difícil resistirse a la tentación filantrópica: la élite globalista no se resiste y pretende salvar a la humanidad. Desde las más altas cumbres, y en nombre del progreso, nos diseñan un mundo a su medida por “nuestro bien”.

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El activista progre también defiende el progreso y quiere “nuestro bien”, pero recorre el camino al revés. Con poco dinero y sin apenas poder empieza queriendo salvar a la humanidad desde la base: patronatos culturales y sociales en entes locales, grandes sindicatos, oenegés y asociaciones feministas y elegetebistas.

Antaño el progreso fue una idea que provocaba interesantes debates, hoy es la nueva religión que ya no se discute: los magnates globalistas son los sumos sacerdotes y los activistas progres, los nuevos curas de barrio

El activista progre enseguida se da cuenta de que su activismo tiene premio y su nivel de vida mejora, de modo que lo convierte en su modus vivendi. Si es voluntarioso puede seguir ascendiendo en el cursus honorum, pero pronto constata que hay un techo de cristal: estar en la cúspide de una oenegé o en la dirección de un partido político necesita la bendición del globalismo tecnológico y financiero.

En este punto de convergencia es donde se fragua la gran estafa: la élite globalista solo seguirá promocionando a los activistas que hayan recorrido meritoriamente su camino y quieran seguir avanzando en el sentido correcto. Dar el paso no resulta muy difícil, después de todo el objetivo de ambos es en gran medida coincidente: crear un mundo sin fronteras poblado por individuos desarraigados, intercambiables, compulsivos, hedonistas, infantiles y emancipados de sí mismos. Que resulte al fin un paraíso o un infierno carece de importancia, llegados a este punto de cinismo las palabras han dejado de tener sentido y las proclamas utopistas son cantinelas que se tararean sin pensar. Los menos escrupulosos y más avispados superan el examen sin muchos problemas de conciencia y siguen adelante.

Se conforma de este modo la nueva élite política, pero hay que seguir haciendo méritos. Si asaltas una capilla ligera de ropa, despotricas contra los curas, proclamas alertas antifascistas por televisión, te disfrazas de abeja Maya protestando por los desahucios y defiendes con fervor revolucionario a los okupas, puedes mejorar sustancialmente tu patrimonio y adquirir poder de verdad: llegar a alcalde de una gran ciudad o a vicepresidente del gobierno. Incluso a presidente de EE. UU.

Para el ciudadano medio que no es activista progre ni pertenece a la élite globalista comienza sin embargo la gran confusión. El consenso progre-globalista se ha convertido en hegemónico y los medios de comunicación de masas y las redes sociales han hecho eficazmente su trabajo: los argumentos se sustituyen por relatos, las opiniones disidentes se censuran, las contradicciones se cabalgan y las palabras difuminan sus antiguos significados. No se trata de que pienses como ellos ―después de todo no sabes todavía muy bien quienes son ellos―. Se trata simplemente de que no puedas pensar. Todo intento de explicar el mundo desde viejas categorías está condenado al fracaso y cuanto más insistas en desenterrar pasados antagonismos ideológicos, más se te ocultará la verdadera batalla.

Si te sientes muy de izquierdas echarás pestes del «neoliberalismo capitalista» que parece dirigir el mundo desde arriba: la maldita derecha de siempre. Si te sientes muy de derechas, culparás de tus males al «activismo neocomunista» que te agobia desde abajo: la inconfundible izquierda revolucionaria. Pero el esfuerzo por identificar al enemigo resulta baldío cuando las palabras ya no significan lo de siempre ni son inconfundibles. Mientras te rebanas los sesos intentando resolver el enigma, el llamado «activismo neocomunista» y el llamado «neoliberalismo capitalista» bailan juntos como dos enamorados: muchas organizaciones identitaristas y la mayoría de las oenegés ejercen su actividad en pro de «los oprimidos del mundo» con la ayuda de los grandes magnates capitalistas. ¿Comunistas bailando con liberales?

Es innegable que hay muchos elementos que se confabulan para que no puedas salir fácilmente del laberinto, pero en los nuevos tiempos es recomendable apagar la televisión y agudizar la mirada.

Cierto que los activistas progres asumen como propia la tradición comunista, pero ya no son comunistas. Cierto que los magnates globalistas son fruto del liberalismo político y económico del siglo XX, pero ya no son liberales. En ninguno de ellos encontrarás amor por el proletariado ni aguerrida defensa de las libertades. Coinciden, sin embargo, en cosas importantes: una veneración cuasi religiosa por la tecnología y un irrenunciable afán por construir un hombre nuevo.

Los activistas progres te venderán un paraíso sin fronteras poblado por emancipados seres angelicales: una inmensa comuna hippie con tecnología futurista. Los magnates globalistas, un mercado global con millones de consumidores satisfechos de si mismos obedeciendo un algoritmo: una inmensa granja donde se cultivan personas destinadas a ser esclavos felices. Algunos de los primeros aun te hablarán de internacionalismo vestidos con una camiseta impresa con la imagen de Marx. Los segundos exhibirán un gran retrato de Popper y disertarán sobre un mundo global abierto de par en par. Varía la retórica, incluso la percepción; pero la realidad que describen sigue siendo la misma: un capitalismo hipertecnológico, digital y moralizante donde una minoría inmensamente rica controlará, sin excesivos problemas, una sociedad mundial atomizada, hackeada y colectivizada.

El baile de máscaras continúa.

Una vez alcanzada la utopía, ni activistas progres ni dirigentes políticos ni poderosos globalistas echarán de menos la antigua libertad, porque la posmoderna felicidad será ya completa. Sobre todo, para ellos. Para el resto ―cada vez más pobres, alienados, desarraigados y aislados― no será tan completa; pero al menos podremos seguir wasapeando con el vecino a través de nuestro teléfono móvil, subiendo fotos de gatitos a las redes sociales y disfrutando de las series que nos ofrecen las grandes plataformas televisivas a módico precio.

Antaño el progreso fue una idea que provocaba interesantes debates, hoy es la nueva religión que ya no se discute: los magnates globalistas son los sumos sacerdotes y los activistas progres, los nuevos curas de barrio. La gran posverdad está a punto de sernos revelada: la “sociedad abierta” en la que se ha convertido el mundo global se ha reconciliado al fin con “sus enemigos”.

Entretanto, en el gran carnaval del mundo, Popper y Marx bailan un vals.

Foto: jlhervàs.


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