El Senado de España acaba de aprobar otra nueva Ley de Educación, y no es raro que ni la ministra se apresure a presumir del logro, porque no hay nada de eso. Al socaire de esa nueva ley se ha conseguido empeorar algunas cosas sin mejorar ninguna, y la experiencia de su aplicación no dejará de darnos nuevas sorpresas desagradables.  Si se tiene en cuenta que entre la Ley Moyano de 1857 y la franquista de 1970 (113 años) no hubo ningún cambio legislativo de importancia en la educación española, y que desde 1978 llevamos ocho leyes de educación se entenderá lo estupefaciente que resulta la urgencia de este nuevo atentado al buen sentido.

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Mejorar el conjunto del sistema educativo de España, desde los 3 años hasta el doctorado, es, sin duda, necesario, pero debiera ser ya evidente que el continuo cambio legislativo no lo está consiguiendo. Me abstendré de referirme a informes técnicos y me fijaré en dos realidades que explican con sencillez lo muy mal que estamos. Hace unos días, Google dio a conocer los términos más buscados en España durante este año de pandemia y confinamientos varios, y el resultado es que el primer puesto lo obtuvo la búsqueda de “isla de las tentaciones”, lo que da una idea bastante aproximada de nuestra atmósfera cultural. Si lo miramos por arriba, por el nivel de la ciencia que producimos, el panorama es también descorazonador: la ciencia española lleva sin recibir un Premio Nobel desde 1906 (pues Severo Ochoa obtuvo tan merecida distinción como ciudadano e investigador estadounidense), algo así como si el Real Madrid o el Barcelona o el Sevilla jugasen en la segunda división europea, Nadal hubiese obtenido un trofeo en Oporto, o Sainz y Alonso hubieran ganado un rallye en Nigeria y una carrera de fórmula 2 en Rumanía. En este período de tiempo, Inglaterra pasa del centenar de Premios Nobel de ciencia, Alemania casi se acerca, y tanto Francia Como Italia han superado las dos docenas, por no hablar de los E.E.U.U. que pasa de los tres centenares. Como ha subrayado Guillermo Gortázar, con la ley Moyano tuvimos a Ramón y Cajal, formamos a Severo Ochoa, y además a otros seis laureados con el Nobel de Literatura. Las reformas progresistas nos han quitado ese modesto taparrabos y nos han dejado en cueros.

Una ley de educación tan ideológica y confusa no persigue ninguna mejora educativa, sino que trata de adoctrinar en un catecismo socialista muy elemental que da en creer que la igualdad se alcanza por decreto, que es el Estado el que la establece con sus políticas

No es que nuestro empacho legislativo sea el único culpable de tal estado de cosas, me basta con señalar que de ninguna manera contribuye a remediarlo. Decía Ortega que la educación es el ámbito en el que más abundan las mentiras y creo que esa idea da una pista útil para entender lo que nos pasa. Las políticas educativas de la democracia no se han hecho para mejorar la realidad de la educación, sino para presumir de progresismo o, a lo sumo, para acompañar dos políticas reales que sí se han ejecutado con cierta eficacia. En primer lugar,  el engaño masivo de hacer creer que la educación podría seguir siendo de manera indefinida el principal ascensor social, para lo que se ha recurrido a una medida muy contraproducente que es el regalo de títulos a quien no los merece porque no ha acreditado los méritos ni la capacidad necesaria y de ahí el aprobado con suspensos que ya se ha hecho norma, y, en segundo lugar, el paternalismo llevado a política urbanística, con escuelas, institutos y universidades a píe de casa, algo que se ha hecho muy evidente en las nuevas universidades que son modelos arquitectónicos pero de una insignificancia intelectual y moral muy dolorosa.

Sin duda nuestra educación ha mejorado mucho en extensión, pero se ha desfondado por completo en calidad y eficacia. Tenemos edificios destinados a educar en todas partes, pero sus bibliotecas están vacías, y sus prácticas siguen sometidas a la estúpida rutina de una pedagogía ministerial, ajena por entero a la práctica, y al control de una maraña administrativa que es un auténtico laberinto. Vuelvo a citar a Gortázar, la ley de Claudio Moyano tenía 307 artículos y ocupaba tres páginas y se entendía sin dificultad. La ley de Sánchez y Celaá rellena 193 páginas ilegibles y se preocupa mucho más de contentar a los nacionalistas que de la educación, aprovechando el momento para pegarle un hachazo a la mínima libertad existente y mejorar el rango legal de los aprobados generales.

¿Tienen sentido estas políticas? Si se quisiera mejorar la calidad intelectual de los estudios básicos, y con ello la cultura y la capacidad crítica de los electores, y favorecer que los más capaces y que así lo deseen puedan dedicarse en cuerpo y alma a estudiar y a cultivar la ciencia y la investigación, una ley como la que se acaba de aprobar no tiene ningún sentido. ¿Cabe sospechar que quienes las promueven sean muy necios y que ignoren algo tan palmario? Me temo que no. Su objetivo ha de buscarse en otra parte y ha de ser, por fuerza, engañoso, es decir, político y distinto al que se supone obvio sin serlo de ningún modo.

Una ley de educación tan ideológica y confusa no persigue ninguna mejora educativa, sino que trata de adoctrinar en un catecismo socialista muy elemental que da en creer que la igualdad se alcanza por decreto, que es el Estado el que la establece con sus políticas, ocultando el hecho más que evidente de que la única salida posible para quien se encuentra socialmente postergado exige más esfuerzo, mayor constancia y una inteligencia despierta, aunque ni siquiera eso garantiza siempre el ascenso cultural y social. Con el latiguillo de “que nadie se quede atrás” se pretende sugerir que la inteligencia y el esfuerzo, que son indispensables en cualquier educación y en cualquier ciencia, son prescindibles, que el Estado puede disfrazar la desigualdad real con una igualación ficticia de créditos y así hemos llegado a tener el nivel más alto de vergonzoso subempleo entre titulados superiores.   Un dato que corrobora este diagnóstico es la hipocresía y la doblez de la elite progresista que se esfuerza en procurar enseñanza privada y universidades extranjeras para sus hijos.

Los buenos profesores, que no son todos, ni mucho menos, tienen que pelear cada día con una indescifrable maraña burocrática que se supone destinada a controlar la calidad educativa, pero que no hace otra cosa que forzarla a retroceder. La educación no goza del prestigio que tiene la sanidad porque sus efectos inmediatos son mucho menos evidentes que un buen diagnóstico, una operación o una cura de urgencia, y de esta forma los auténticos protagonistas caen bajo las garras de un sistema que les incapacita para educar con libertad y con provecho, que los convierte en piezas de una gran máquina que produce aprobados generales y títulos a granel. Piénsese, por ejemplo, que hace muy pocos años había en España un selecto grupo de Escuelas de Ingeniería prestigiosas y con fama de difíciles, no llegaban a dos docenas, mientras que hoy en día hay universidades que, ellas solas, tienen más de una docena de grados de ingeniería y he oído hablar, aunque no me atrevo a asegurarlo, de un grado de arquitectura que estaba en manos de un doctor en ciencias de la información, sea eso lo que fuere, al que los más diversos filtros burocráticos habían considerado apto para tal hazaña.

Nuestra pésima educación tiene efectos muy perniciosos en el empleo, y nuestros sueldos más bajos que en Europa no reflejan un supuesto egoísmo de los empresarios sino una educación de poca calidad entre los aspirantes a empleo y, en consecuencia, poca capacidad de innovar y hacer que la productividad y la rentabilidad de los recursos crezcan. Toleramos el fracaso escolar, o que se disfrace con aprobados políticos, y el igualitarismo imperante nos impide reconocer a los educadores de mejor calidad y retribuirlos mejor, lo que crearía una dinámica de competencia capaz de mejorar una educación que se resiste con fiereza a cualquier tipo de evaluación de calidad. Por supuesto, los analfabetos lo tienen peor que los graduados, pero los graduados mejores se seguirán marchando fuera porque allí les multiplican el sueldo y aquí seguimos sin dejar a nadie atrás, cosa tal vez muy meritoria desde el punto de vista moral, pero nada que fomente la competencia y el progreso. ¿Asistiría usted a una competición deportiva cuyas reglas morales implicasen el empate? Pues eso es lo que persigue la educación mal entendida como factor de igualdad.

Foto: Jonas Jacobsson


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web