Para la mayoría de las personas la política es algo tan imperturbable como las mareas o el paisaje. Por eso provoca, sobre todo, indiferencia y, si acaso, desasosiego. Hay personas, sin embargo, que le saben sacar su puntito, que aprenden a vivir de ella, a enriquecerse, incluso. La distancia física y moral entre unos y otros llega a ser sideral y eso, cuando las cosas no van mal, tampoco es algo vituperable. De hecho, las democracias son sistemas que podrían definirse precisamente porque ofrecen estabilidad a esa relación, los más se fían de que los menos actúan de manera razonable y discreta y no ponen demasiada pasión en los asuntos políticos.
En general una buena parte de los ciudadanos percibe razonablemente bien el tono moral de la política que está vigente en un momento dado y, desde luego, se encocoran cuando la política les toca demasiado las narices, cuando empiezan a temerse que la resultante de todo pueda ser el empeoramiento de las economías y de las vidas, la violencia civil incluso.
Unos y otros han sustituido programas políticos razonables y necesarios, pero diferentes, para que podamos elegir con libertad por embrollos ideológicos y aleluyas políticos que coinciden casi al ciento por ciento en su melodía y, si me apuran, hasta en la letra pequeña
Es bastante común advertir que en España llevamos ya bastante más de una década en que se ha roto el acuerdo tácito que tendría que existir entre la mayoría y el funcionamiento efectivo del sistema político. Que los dos grandes partidos constitucionales hayan perdido millones de votos no es la causa de nada, sino el síntoma de una crisis de fondo que, hasta la fecha, no parece que seamos capaces de enderezar. A raíz de sus respectivas crisis electorales aparecieron nuevas fuerzas que intentaban remediar ese distanciamiento entre políticos y ciudadanos, pero, por desgracia, no queda otro remedio que reconocer que tales intentonas han sido un fracaso: no han resuelto lo que se suponía que habría que arreglar y se han incorporado al escenario político con los mismos defectos y carencias que afirmaban tratarían de corregir. Un chasco bastante enorme.
La vida individual, siempre acaba mal, pero la vida colectiva tiene oportunidades que escapan a los individuos, las cosas pueden corregirse, cabe mejorar incluso cuando parezca que estamos en una situación de declive inevitable que sólo podría acabar no mal, sino muy mal. Por eso es importante diagnosticar bien lo que ocurre para que no nos sea necesario recordar aquella fórmula orteguiana de hace más de cien años que el filósofo aplicaba, por cierto, a asuntos más de fondo que la mera política: “Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa”.
Ahora mismo no carecemos de diagnósticos, por una y otra parte se repiten los análisis y las terapias, pero es importante insistir en estas indagaciones hasta que la mayoría de los españoles se haga una idea cierta de cuanto ocurre. Lo fácil, porque es innegable, es echarles la culpa a los políticos, comparar, por ejemplo, el nivel intelectual y moral de los personajes que protagonizaron la transición con el propio de unos políticos surgidos no de la sociedad civil sino de las juventudes de los partidos y de los entornos que se forman con los beneficiarios directos de su actividad. Este es un mal grave, sin duda, porque significa que la política profesional se ha refugiado en entornos cerrados que actúan de manera que ni siquiera sea una posibilidad concebible para nadie fuera de esa especie de patios de Monipodio en los que cualquier picardía es más útil que cualquier ideal inteligente y honesto.
Los partidos se han okupado de la política, es decir se han adueñado en exclusiva y sin el menor pudor de aquella actividad que tendría que apoyarse en la representatividad y la legitimidad democrática para buscar las mejores soluciones a los problemas colectivos para sustituirla, de manera bastante descarada, por lo que se atiene en exclusiva a su propio interés y beneficio. Han podido hacerlo porque los demás no somos mejores ni hemos sabido exigirles ejemplaridad, seriedad y apertura.
Pero sería injusto fijarse solo en los partidos, porque ese mal egoísta y trapacero está extendido por doquier. Me fijaré sólo en un ejemplo que es clamoroso. Muchos nos escandalizamos de que la señora de Sánchez, Begoña Gómez, haya conseguido acceder a puestos académicos de relumbrón sin que en ninguna parte consten sus méritos específicos ni los procedimientos que se precisa para conseguir esas cátedras en la inmensa mayoría de los casos. Pero la verdad de Dios es que doña Begoña no habría conseguido nada de lo que se le ha atribuido con tanto desparpajo si la corrupción académica, económica y moral no se hubiese asentado con tanto éxito las estructuras académicas de la Universidad Complutense que han admitido, aunque tratando de disculparse hasta con aires de modernidad, de tamaña fechoría.
¿Se imagina alguien que la Universidad de Yale, la de Oxford o la de Milán hubiera podido ser capaz de albergar una monserga tan estúpida como esa disciplina de la Transformación social competitiva para darle una cátedra extraordinaria a la esposa de un político importante? Como señalaba ayer mismo en The Objective Javier Benegas, “mezclar lo público y lo privado para obtener beneficios ilícitos se ha propagado como una enfermedad infecciosa”. Este mal nos está ahogando a expensas de que nadie parece dispuesto a defender otra idea política que la de esperar que el Estado nos dé cada vez más, sin que se nos advierta nunca que, en el límite, al que nos estamos acercando, eso significa que cada vez seremos más pobres, más débiles e insignificantes en el plano internacional, algo que ya está sucediendo a ojos vista.
Los orígenes de este morbo están, sin duda, en el hecho histórico de que la izquierda ha tenido que renunciar a su programa original para transformarlo en un diluvio de nuevos derechos y un océano de subvenciones, como si el dinero no tuviese nada que ver con la economía privada y la productividad y fuese un mero subproducto de un acuerdo político en aumentar indefinidamente la recaudación, el endeudamiento y el gasto. Este es el virus.
Pero el problema se convierte en una agonía existencial para todos los españoles que no comulgan con ese absurdo planteamiento cuando se ve que la derecha no sabe salirse de ese marco y pretende competir dentro de él aduciendo, curiosamente, su mayor eficacia en la gestión del maná, cuando no se atreven a hablar de su mejor moralidad. Unos y otros han sustituido programas políticos razonables y necesarios, pero diferentes, para que podamos elegir con libertad por embrollos ideológicos y aleluyas políticos que coinciden casi al ciento por ciento en su melodía y, si me apuran, hasta en la letra pequeña.
La derecha no es tan responsable como la izquierda de crear un clima de desmoralización colectiva, de desprecio a la iniciativa, al esfuerzo, al tesón y a la creatividad, a la libertad de cada cual en último término. Su responsabilidad, mayor si cabe, es no atreverse a definir una forma muy distinta de proponer la política, no decidirse a ser un partido abierto capaz de acoger las ideas y las aportaciones de muchos. Parece que se resignan a ser la socialdemocracia que las izquierdas han abandonado para montar el socialismo del XXI, lo de Maduro, más o menos.
Mientras la derecha no se distancie de la castración moral que la condena a ser una izquierda de repuesto…, la Complutense seguirá creando cátedras begoñas etc. etc. y los que no estamos conformes con semejante bazofia seguiremos sintiendo una impotencia desoladora porque unos okupas se han instalado en el lugar en el que se debía defender con uñas y dientes la democracia liberal, también dentro de los partidos, la libertad política y económica y una idea bastante distinta de España, por descontado.
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