George Gamow cuenta que una pareja de aristócratas húngaros se había perdido en la montaña y decidieron consultar un mapa. Mientras lo hacían y tras mucho cavilar, se dijeron “ya lo tenemos, estamos: allí”, señalando un promontorio no demasiado cercano. Gamow ironizaba sobre este género de errores que se fundan en priorizar la representación sobre lo representado, y algo muy parecido ocurre cuando se comete la falacia de explicar lo particular a partir de lo general. La verdad de lo general depende siempre de la verdad de los particulares implicados, nunca al revés, pero abundan los que pontifican para explicar lo que ocurre en su aldea partiendo de lo que, según ellos, pasa en todas partes, cosa de la globalización, dicen.
Muchos políticos son vilipendiados con razón porque recurren con harta frecuencia a esta clase de escamoteos. Para ellos es cosa de coser y cantar tomar la parte por el todo, claro es que la parte que les interesa, y gracias a esa clase de estratagemas sabemos que “Cataluña es independentista”, “los hombres somos violadores”, “las mujeres son víctimas” o “el mundo está bajo un apocalipsis climático” un desastre de tan extrema gravedad que existe incluso aunque aparentemente no se note, o sea, como los aristócratas de Gamow que estaban donde estaban pero, en su corto entender, preferían creer al mapa que les indicaba que se encontraban en otra parte. A ciertos tipos dotados para la retórica les gusta que esta manera tan estúpida de proceder se conozca como relato, una especie de condimento casi afrodisíaco que entusiasma en según qué barrios.
Lo peor que tiene estas políticas de fraude dosificado es que cumplen a rajatabla uno de los principios más cínicos y eficientes de Goebbels, el que afirma que una mentira muy repetida acaba por ser más creíble que la verdad más desnuda e inmediata. En política, en especial cuando se tiene mucho poder, esa estrategia de fondo se suele combinar con otro principio que también aplicó e hizo explícito Goebbels, el de la dispersión, o renovación, haciendo que las informaciones se sucedan con rapidez para impedir que la atención del público se concentre en lo que debiera importarle. La magia consiste en que el conejo parezca salir de la chistera y para eso es importante que los espectadores estén atentos a cualquier otra cosa.
La sensación de irrealidad que despide el espectáculo cotidiano de la política se consolida con estrategias que conducen a la creación de «fantasmas», escenarios que se adornan con problemas absurdos que cobran una vigencia inesperada
La sensación de irrealidad que despide el espectáculo cotidiano de la política se consolida con estrategias que conducen a la creación de fantasmas, escenarios que se adornan con problemas absurdos que cobran una vigencia inesperada, con novedades que aparentan mucho más de lo que son, con cambios que lo dejan todo tal cual pero que dan que hablar a los que tienen que mantener a los espectadores pendientes de lo que dicen.
Cuando Julián Marías reprochaba que nos hiciésemos la pregunta de “¿qué va a pasar”? en lugar de la mucho más lógica de “¿qué vamos a hacer?”, se refería al éxito de una de las estrategias de control de mayor eficacia, a la convicción que la mayoría suele abrigar sobre que “no se puede hacer nada”, de forma que solo quepa esperar. Una variante muy lerda de esta actitud la representan los políticos que conciben su actuación sobre una planilla diaria, que creen que lo necesario es “salir en los medios” y contestar con energía y rotundidad, a veces con mera demagogia, a las propuestas del enemigo malo, lo que no sirve sino para que todo el mundo confirme la impresión, sin duda correcta en tantas ocasiones, que se oponen a lo que el adversario diga más que nada porque no tienen nada que decir.
Se dice que fue Lincoln, un político optimista y corajudo que acabó asesinado, el que afirmaba que se puede engañar a algunos siempre y a todos durante un tiempo, pero no a todos siempre. Ese juicio expresa una visión más fácil de aceptar en un siglo en que los periódicos eran de papel y el telégrafo estaba todavía en mantillas, que ahora en que todo el mundo está conectado y a saber qué escucha. La información aumenta a velocidades de vértigo, el conocimiento es algo más lento, y la mentira va siempre disfrazada. Sí se puede afirmar, sin embargo, que el que se deja engañar más de una vez por las mismas monsergas es responsable de su despiste y que nunca hemos tenido a mano tantos procedimientos para intentar comprobar cualquier cosa que debiera inducirnos a sospecha, y son legión, pero es humano que muchos se dejen seducir por el dulzor de las verdades agradables de escuchar, de lo buenos que son los pensamientos altruistas de los políticos más valientes y solidarios, porque parece soberbio, egoísta y ruin sospechar de quienes tanto bien tratan de procurarnos, esos a los que hemos votado.
Von Neuman decía que los que creen que las matemáticas son complicadas es porque no se han parado a pensar lo complicada que es la vida, y en verdad no son muchos los que se atreven a pensar que las matemáticas sean sencillas. Los fantasmas de la propaganda política simplifican la vida, evitan trabajo, nos descargan del pesaroso ejercicio de la duda, nos colocan en el lado bueno de los dilemas morales, nos ponen en armonía con la historia, nos permiten sentir la marcha del progreso y nuestro personal mérito en empujar un poquito las puertas del paraíso. ¿Quién podría negarse a tamaña maravilla?
Las matemáticas pueden ser difíciles, pero, a cambio, son ciertas, no engañan, las fantasías de la propaganda son muy complacientes, pero casi siempre perversas, tratan de obligarnos a pensar y a hacer lo que quieren que pensemos y hagamos, nos roban nuestra capacidad de decidir. Muchos pueden pensar que decidir es una carga demasiado fuerte para su conciencia, pero tal vez debieran caer en la cuenta de que en esa precisa capacidad reside nuestra más profunda dignidad y que, si renunciemos a ella, somos como títeres o veletas que el viento agita, y que casi siempre es un viento que sí sabe a dónde va sin que le importemos nada.
Cierta manera de entender la democracia da en suponer que oponerse a lo que, al menos en apariencia, elige o soporta la mayoría, es un ejercicio de soberbia, una especie de fascismo, diría alguno. Lo contrario es más bien cierto, la democracia pierde cualquier valor si no se funda en la capacidad libre de elegir de todos y no solo de algunos, y cuando así ocurre se convierte en una forma específica de tiranía, un estilo de gobierno, que contra lo que muchos dicen creer, siempre ha tenido numerosos partidarios, esos que, como Goebbels, se pasan el día atizando y afinando el busilis del relato.
Imagen: Joseph Goebbels estrecha la mano de un niño soldado en 1945.