La expulsión del paraíso monclovita ha movido al jefe de gabinete cesante a enrolarse en una serie de actos, que es como se denomina en España al mero decir algo, para poner de manifiesto el verdadero significado de su gestión, la calidad de sus consejos y su enorme inteligencia política.
El que obraba en lo secreto se ha entregado a la publicidad. Su presencia en el exoescenario político le ha llevado a mostrar alguna de sus fórmulas magistrales. En medio de evasivas que se consideran memorables o de frases de una acrisolada vulgaridad, el otrora mago mayor ha puesto en circulación una auténtica perla: “la política es el arte de lo que no se ve”, el subtítulo de un primer libro hagiográfico dedicado a convertir su despeño por el barranco de la destitución en un número de habilidad circense a la búsqueda de mejores soldadas.
Los grandes partidos nos entretienen con su polarización y sus trifulcas, con sus querellas internas, incluso, para acabar haciendo lo de siempre, amañarlo todo en su beneficio, como la designación de los órganos constitucionales, para poner ejemplo reciente
La fórmula yvanesca tiene su interés. Su interpretación no es fácil y es seguro que Redondo la considera en su aspecto más profundo y brillante. Pero, ¿qué es lo que quiere decir con esa especie de aforismo? Se puede entender como una muestra de cinismo: los que hacemos política estamos por encima de la plebe y hacemos cosas que jamás entenderían, y de ahí nuestra discreción. Pero también se puede leer como una muestra paternal de despotismo ilustrado: hacemos lo que nos encomendáis de manera discreta para evitar que los malos puedan impedirlo. Hay otras posibilidades de desentrañar esa indiscreción, pues la frasecita sería casi contradictoria de ser sincera, también si se entiende como una apología de la vacuidad, como una burla desvergonzada de la inteligencia de los electores a quienes se considera incapaces de superar el hechizo de la política.
Sin embargo, la confesión de un resentido siempre tiene algún interés porque pretende causar daño. Más allá del desafecto personal de Redondo hacia su gélido verdugo, lo que se nos dice es que la política está vacía y consiste en gestos, de forma que esa vacuidad es lo que los gestos ocultan. La política se ha convertido en un cierto manierismo, en el arte del engaño, en pura manipulación y, claro está esto no debe quedar demasiado a la vista.
Es curioso que esta afirmación sea central en todas las formas de extremismo, es casi la esencia del populismo, de la dialéctica que mueve al enfrentamiento entre ellos, los que mandan, y nosotros los buenos e inocentes ciudadanos, o, como decían a los jugadores algunos forofos del Real Madrid de los galácticos cuando su equipo perdía un partido, “para nosotros la vergüenza y el dolor, para vosotros las putas”. Desde la extrema izquierda a la extrema derecha, pasando por formas pretenciosas de centro, se escucha desde hace años en España algo muy semejante a la sabiduría redondina en forma de quejumbroso reproche frente a los partidos centrales del sistema.
¿Hacen algo estos últimos para desmentir la imputación de vacuidad, para abandonar la mentira manierista como resumen de su política? Si hacemos caso a la cínica advertencia de Redondo, la verdad es que no. Los grandes partidos nos entretienen con su polarización y sus trifulcas, con sus querellas internas, incluso, para acabar haciendo lo de siempre, amañarlo todo en su beneficio, como la designación de los órganos constitucionales, para poner ejemplo reciente. Un malestar semejante es el que está detrás de la desafección de la suma de los votantes de PP y PSOE que ha disminuido en más de un 30% en las últimas legislaturas.
Lo notable del caso es que el PSOE parece haber encontrado un remedio político oportunista a esa desafección, aunque está por ver en qué termina la fórmula Frankestein, pero el PP no parece capaz de hacerlo ni de superar su carencia más obvia, su práctica desaparición en el País Vasco y en Cataluña, con la amenaza subterránea de acabar por convertirse en un partido de Madrid, a la que le empujan de consuno la astucia de sus enemigos y la mentecatez de algunos de sus líderes.
El PP está todavía a tiempo de llegar a constituir una nueva mayoría que no es del todo imposible, aunque tampoco vaya a ser fácil. Pero es muy improbable que lo consiga si se deja convertir en un partido de taifas en lugar de ser un partido de verdad nacional, que no esté desahuciado en esa España diversa de la que gustan presumir en sus mítines. Esa reconversión del partido no puede hacerse con fórmulas vacuas ni con las rutinas, las caras y las famas que han conducido al PP a ser una fuerza incapaz de gobernar en España.
Por desgracia, puede que su éxito tampoco acabe de llegar por la desesperación de los electores con un gobierno que solo sabe afrontar las crisis con palabrería y con promesas que se dan de bruces con las evidencias que tienen que soportar los sufridos ciudadanos.
El PP puede, por ejemplo, decidir no hablar ya nunca más de los casos de corrupción que le afectan, pero no puede evitar que esa imagen pública le siga pasando factura mientras se empeñe en ser el mero continuador de unos éxitos pasados que están asociados para siempre con una imagen de corrupción institucional.
No atreverse a ser de una buena vez un partido distinto puede acabar siendo la gota que colme el vaso y que haga que un Frankestein 2 alcance de nuevo a arracimar una mayoría de escaños cuyo nexo oculto, y ahí Redondo tiene razón, sea la intención de desmantelar la España que conocemos, desactivar la Constitución y otorgar los mayores privilegios a quienes tienen los menores votos.
Frankestein 2 no es un fantasma, será hacedero mientras el PP no se deshaga de las hipotecas políticas, funcionales y organizativas que le convierten en un partido incapaz de interpretar de manera correcta lo que desean una mayoría de españoles que hay que acertar a convocar, y no solo en Madrid, por resumir.
Los ciudadanos que pueden evitar con su voto un espantajo como el que supondría un nuevo Frankestein no se van a conformar con políticas de rutina, con vacuidades y fórmulas de plaza de toros que se llenan no con ciudadanos comunes sino con respetables interesados.
La esperanza de renovación reside en que el PP sea capaz de convertirse en el partido de los españoles que no quieren que su Nación se disuelva, pero que tampoco desean vivir bajo el supuesto amparo de un Estado inflado, ineficiente y glotón que solo puede sobrevivir a base de ayudas externas, por lo demás siempre en el alero, y haciendo como que regala títulos, derechos y garantías que se quedan en nada en cuanto sopla el aire de la calle, la realidad y los efectos de una economía global que no se pueden remediar con páginas del BOE.
Lejos de la vacuidad política, y de los mismos gestos, las mismas caras, e idénticas monsergas, el PP debiera atreverse a ser el partido de los hombres y mujeres que quieren trabajar, pero no para mantener una economía ineficaz y ajena a las fórmulas de crecimiento que tienen éxito en todas partes. El partido que sepa persuadir, pero también oponerse a los que quieren seguir impidiendo esa economía abierta y capaz de competir, a los sindicalistas y los acoplados en monstruos administrativos inútiles, perjudiciales y viejunos, y a los que quieren engañar con palabras maravillosas pero con acciones rastreras. Sus enemigos son todos los que quieren que la política siga siendo lo que no se ve, aunque no sea ningún arte sino una perpetua chapuza que se perpetra a oscuras contra el interés general.