Cuando se padece una enfermedad grave, es corriente ver a los médicos disputar según sus especialidades, está en la esencia de las cosas, y eso mismo sucede con lo que consideramos males políticos. Aunque tenga a las metáforas biológico-patológicas aplicadas a la política como ejemplos casi perfectos de simular que se entiende lo que no se sabe explicar de manera adecuada, es decir que me parece que son unos supuestos atajos analíticos bastante lamentables (mi desprecio preferido lo reservo a la “regeneración”), me he permitido empezar este texto con una de ellas, aunque solo sea porque la palabra “crisis” no deja de ser una importación de la clínica en la sociología, la economía y la política.
Muchas de mis amistades más apreciadas y admiradas no cesan de hablar de la “crisis” del sistema, normalmente, además, para considerarla como crisis terminal. Ayer mismo, un historiador por el que siento gran aprecio, extremaba el análisis y hablaba ya no de crisis, sino de “colapso”, un término enormemente alarmante que solo pudo soportarse sin excesivo sobresalto porque estábamos alrededor de una mesa, ocupados con excelentes viandas y, por fin, gozando las delicias de una noche primaveral y madrileña.
Yo no puedo ver por parte alguna ese supuesto colapso, ni siquiera veo la crisis, y es curioso porque, aparte del diagnóstico, coincido casi siempre con los síntomas que se subrayan para sostener semejante dictamen. Debe ser cosa de los intelectuales, cuando son más capaces de matar por la interpretación de un filioque, que de someter sus análisis al contraste con el paso y el peso efectivo de las cosas. A este respecto, recuerdo, admito que es un caso extremo, lo que me dijo uno de los más empiringotados pensadores del país al día siguiente de las rotundas y universales manifestaciones posteriores al asesinato de Miguel Ángel Blanco, que el gobierno de la época podría caer en menos de una semana. No fue así, como espero recuerden.
El sistema resiste, incluso, pese a la penosa actuación de un gobierno huidizo, cobarde y sin ninguna política medianamente competente
Para no alargarme, me fijaré en dos de las circunstancias políticas que llevan a muchos a considerarse entre la crisis y el colapso, una situación que reconozco incómoda: los acontecimientos catalanes y la censura a Rajoy, es decir, la amenaza de ruptura de la unidad nacional, y el hecho de que llegue a presidente del gobierno un candidato que, hace tan solo unas semanas, parecía un cadáver no demasiado exquisito.
En el caso del separatismo supremacista catalán, me parece que lejos de mostrar ninguna crisis, lo que se ha puesto de manifiesto es que el sistema resiste, incluso, pese a la penosa actuación de un gobierno huidizo, cobarde y sin ninguna política medianamente competente. El Rey estuvo admirablemente en su sitio, sin apenas ayuda, los jueces también, y los aventureros independentistas se han debido percatar de que entre su estado actual y el que estiman ideal existe alguna especie de muro escasamente dispuesto a la retirada.
Por desgracia, ese supremacismo tan propenso a convertir sus delirios en noticias se ve inopinadamente apoyado por quienes confunden el rábano con las hojas y juegan a un absurdo alarmismo, como si una España centenaria pudiese ser derribada con pamplinas. Lo que ocurre con el secesionismo catalán me recuerda la cómica historia que se ha contado a propósito de la muerte del zar rojo: “Stalin ha muerto, pero a ver quién se atreve a decírselo”. Es verdad que Puigdemont y sus secuaces se hacen muy bien el sordo, pero ni siquiera fueron tan gilipollas como para izar su bandera en el glorioso minuto mediante entre la proclamación y la suspensión de su República. No sé si el independentismo ha colapsado, pero deberían tomarse en serio lo de su crisis.
Vayamos a lo de Rajoy y Sánchez. Los partidarios del colapso y la supercrisis no dejan de repetir que don Pedro ha sido investido con los votos de los enemigos de España, pero olvidan que esos votos son de españoles que lo admiten, aunque sea con disgusto, cuando votan. Tampoco se puede decir que en ese episodio se ha burlado la voluntad de los españoles, que lo ocurrido pone de manifiesto la falsedad del sistema. Hombre,… una falsedad no es, a no ser que consideremos que la mecánica cuántica es una gran mentira puesto que la ignora el 99,9 por ciento de la población; nuestra monarquía parlamentaria no elige directamente un presidente sino a través de un Congreso representativo y soberano, y aunque el presidencialismo de imagen pretenda ocultarlo, ocurre que esta censura simplemente ha puesto de manifiesto que la investidura previa solo pudo lograrse a base de someter el procedimiento a presiones inusuales, y eso ha acabado en que, con un empujoncito de los jueces, el señor Rajoy haya tenido que despedirse de un oficio que desempeñaba con afición pero con desgana.
Me considero incapaz de entender las ventajas cognitivas y morales de la exageración, el extremismo y el pesimismo metódico
Ese desdén por la política, que no por el poder, llevó a Rajoy a cometer el inaudito desliz de proponer que la sesión de censura se celebrase en menos de una semana y, luego, cuando se supo sentenciado, a no dimitir con la inaudita excusa de que un acuerdo positivo sobre Sánchez sería tan fácil e inmediato como la unanimidad negativa en la destitución de Rajoy. Sea como fuere, el sistema ha funcionado bien, incluso en una circunstancia ciertamente no prevista.
¿Significa todo esto que me gusta el separatismo catalán o que me derrito de gusto ante cualquier socialismo? Les aseguro que no, pero me considero incapaz de entender las ventajas cognitivas y morales de la exageración, el extremismo y el pesimismo metódico. No creo que vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero supongo que para anunciar la inminencia de un apocalipsis hacen falta algunas trompeterías que, de momento, no se dan en el caso, por muy convencido que esté de que los votantes de centroderecha carecen de motivos para sentirse contentos, pero eso no es atribuible al sistema sino a las políticas cobardes, miopes y sin ambición de quienes se han dedicado a hacer lo único que decían creer posible.