Nuestro sistema democrático vive aferrado, eso parece, a los fuertes lazos de la familia. Quizás por eso persiste en el ambiente cierta propensión, no disfrazada, por la monarquía. O al menos por las dinastías. Bush junior tomó el testigo presidencial de Bush padre, mientras que Justin Pierre James Trudeau se ha lanzado al arenal de la vida democrática alcanzando con éxito el cargo de primer ministro de Canadá, ocupación que ya había desempeñado su padre. De otra parte, Yingluck Shinawatra llegaría a primera ministra de Tailandia, pero después de que su hermano Thaksin alcanzara, con anterioridad, idéntica dignidad política.

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Las cosas no quedan ahí. Tras ser reelegido Presidente de Rusia, Vladímir Vladímirovich Putin, ese que viste y calza la estatua de Pedro el Grande, impuso por sus reales y como candidato a la presidencia de Rusia a un amigo de su estrecho círculo familiar, a Dmitri Medvédev. Y lo que le ha ocurrido a Raúl Castro por designio deíctico de su hermanísimo “Fidel” no es algo, seamos sinceros, genealógicamente inusual, pues el que Raúl lleve desde hace poco tiempo sobre sus hombros la carga del cetro real no es un suceso novedoso. Arranca de aquel mes de febrero del año, en absoluto mítico, de 1959 cuando Fidel Castro designó a Raúl no solo su sustituto vitalicio, sino Jefe de la Comandancia General de las Fuerzas Armadas, encaramando a su hermano por delante del Che Guevara, por encima de Camilo Cienfuegos y frente a los principales y verdaderos artífices de la Revolución cubana.

Dinastías: de Corea a América pasando por España

El asunto es cansino. Y se repite y repite. A la muerte de su progenitor Kim Il Sung, Kim Jong-il heredaba de Corea del Norte los laureles de la dinastía familiar que ahora, la parca es la parca, pesan sobre la cabeza de su vástago y nuevo rey del proletariado Kim Jong-un. Claro que fuera del perímetro monárquico del marxismo hay otros casos igual de llamativos. Cristina Kirchner, por ejemplo, accedió a la corona presidencial de Argentina tras el fallecimiento de su cónyuge, el Presidente Néstor Carlos Kirchner. Renovaba así la hazaña de la bailarina María Estela Martínez, más conocida por Isabelita Perón, que se convertiría nada menos que en Presidenta de la República de Argentina a raíz de la defunción de su marido.

En 1974 los candidatos a la Presidencia de Colombia eran, ¿casualidad?, tres hijos de tres ex Presidentes

Hay más ejemplos, créanme. En 1974 los candidatos a la Presidencia de Colombia eran, ¿casualidad?, tres hijos de tres ex Presidentes. Al otro lado del Atlántico, y en fechas no pasadas, ha habido más que barruntos de influencia familiar. Ahí está Ana Botella, primera dama de España con José María Aznar, que logró hacerse, acertaron las encuestas, con la alcaldía de la primera ciudad de España. Y sin pasar por las urnas. Hípica desigual es la que le ha tocado cabriolear a doña Hillary Clinton que, van dos veces, no ha conseguido ni acceder a la habitación oval ni conducir los destinos de la nación norteamericana como, en cambio, sí hiciera su esposo.

¡Es la herencia!

Kilómetros muy abajo, la primogénita del ex presidente Alberto Fujimori decide presentarse a la jefatura de Perú. En dos ocasiones. Y también sin ganar. Keiko Fujimori podría volcar su decepción política en el puesto de gobernadora, como el que Imee Marcos desempeña en la provincia de Ilocos. Por cierto, Imee es la hija mayor del dictador Ferdinand Marcos y no se descarta que algún día anhele para sí la presidencia de la República de Filipinas, igual que el ex ministro de Grecia, Yorgos Papandreu, siguió a pies juntillas, y para no ser menos, los pasos de su padre. Y de su abuelo.

¡La herencia es la herencia! Y en la elaboración de las listas electorales la maquinaria interna de los partidos ejerce un papel descomunal. Lo cual es lo mismo que decir que la elegibilidad anda en el seno de las democracias controlada por unos pocos que bajo sus manos tienen la administración y gobierno de los grupos políticos. Y esto nos lleva a una evidencia: desde la explosión de la Revolución francesa y el consiguiente fin de la soberanía de los Capetos, los lazos entre familia y poder no han decrecido. Al contrario. Bajo otros ropajes y con aspirantes tan desconocidos como pujantes subsisten ciertos signos preocupantes de realeza en la escena política; es decir, sobreviven las dinastías. Sí, es verdad, una monarquía auténtica precisa períodos muy largos de tiempo para pervivir por los siglos de los siglos. Sin embargo, en esta época nuestra tan de usar y tirar, paradójicamente se mantiene la fragancia testamentaria del mando, asunto que tiende a erosionar la naturaleza abierta de la democracia.

¿Se encuentra amenazada la democracia?

Fijémonos en que, lejos de constituir una forma de autogobierno, la democracia se basa en la delegación electoralmente pacífica del poder, sin golpes de estado ni derramamientos de sangre. Elegimos a nuestros representantes para que con eficacia y desde una idea de bien común actúen en nombre nuestro allá donde no podemos hacerlo nosotros. No obstante, sentimos que se diluyen los ideales de la democracia cuando los propios partidos políticos, debido a las luchas por el (uso y distribución del) poder, se mueven en torno a decisiones de valor democrático “cero”, tomadas por una minoría no representativa, tampoco delegada, que, todo sea por proteger a su familia ideológica, favorece la promoción de un puñado de candidatos y además, en demasiadas ocasiones, utiliza la táctica espejera de los programas electorales para engatusar a la ciudadanía y hacerse con el poder.

¿Extraña que caciques y aspirantes incurran en comportamientos propios de épocas no democráticas? En un escenario político que propicia grandes dosis de hipocresía, así como la manipulación de los ideales democráticos, no puedo sino preguntar: ¿está amenazada la democracia como estructura que organiza la vida en colectividad?, ¿y ahogada por la mala praxis de los espejeros políticos y, asimismo, por aquellos electores que optan, vía voto, por elegir racismo, por conservar privilegios y/o defender, llegado el caso, la corrupción de sus líderes?

En suma, ¿constituye un signo de triunfo para la democracia que esta sea capaz de sobrevivir con tantos enemigos en contra? ¿Hay sitio para el optimismo, incluso margen de acción para mejorar la calidad democrática de nuestras instituciones democráticas a pesar de ciertas y peligrosas inercias? Este es un verdadero desafío para un siglo, el XXI, que inicia su andadura envuelto en populismos y en otros arcanos retrógrados.


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María Teresa González Cortés
Vivo de una cátedra de instituto y, gracias a eso, a la hora escribir puedo huir de propagandas e ideologías de un lado y de otro. Y contar lo que quiero. He tenido la suerte de publicar 16 libros. Y cerca de 200 artículos. Mis primeros pasos surgen en la revista Arbor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, luego en El Catoblepas, publicación digital que dirigía el filósofo español Gustavo Bueno, sin olvidar los escritos en la revista Mujeres, entre otras, hasta llegar a tener blog y voz durante no pocos años en el periódico digital Vozpópuli que, por ese entonces, gestionaba Jesús Cacho. Necesito a menudo aclarar ideas. De ahí que suela pensar para mí, aunque algunas veces me decido a romper silencios y hablo en voz alta. Como hice en dos obras muy queridas por mí, Los Monstruos políticos de la Modernidad, o la más reciente, El Espejismo de Rousseau. Y acabo ya. En su momento me atrajeron por igual la filosofía de la ciencia y los estudios de historia. Sin embargo, cambié diametralmente de rumbo al ver el curso ascendente de los populismos y otros imaginarios colectivos. Por eso, me concentré en la defensa de los valores del individuo dentro de los sistemas democráticos. No voy a negarlo: aquellos estudios de filosofía, ahora lejanos, me ayudaron a entender, y cuánto, algunos de los problemas que nos rodean y me enseñaron a mostrar siempre las fuentes sobre las que apoyo mis afirmaciones.