El tsunami de la pandemia COVID-19 está dejando España hecha unos zorros. A la congestión de nuestro sistema de salud, a las graves consecuencias económicas generadas por las medidas adoptadas -mal y tarde- para paliarla, a las tragedias familiares y la pérdida de decenas de miles de vidas humanas, a todo ello se une el afán deconstructor del gobierno, empeñado en hacer “nouvelle cuisine” con la Constitución del 78 o el Poder Judicial. Confío en que la mayoría de nosotros podamos vencer el estupor, la indignación o el escándalo que pudiéramos sentir en estos meses, porque la vida sigue. Imparable. Impasible. Y con ella, los problemas de lo cotidiano.
Uno de esos problemas cotidianos que parecen haber sucumbido a la vorágine de titulares vomitados en torno a la COVID19 es el de la inmigración. Leía hace unos días que desde VOX se denuncia con contundencia el elevado número de inmigrantes ilegales llegados este pasado verano a nuestro país. Han presentado incluso una moción en la Diputación Provincial de Almería solicitando la reapertura de los Centros de Internamiento de Extranjeros en España (CEI), porque no sólo vienen aquí a quitar los pocos puestos de trabajo que hubiera disponibles, o a cobrar de nuestro sistema de ayudas sociales, contribuyen -dicen- a la propagación de la pandemia.
El coraje para aventurarse en lo desconocido, para buscar algo nuevo y la voluntad de asumir un riesgo personal son cualidades de las que, lamentablemente, a menudo adolecemos
Es importante refutar que la inmigración represente una amenaza para los locales. Por un lado, dejar claro el hecho de que las predicciones negativas sobre la caída de salarios o una recesión inminente debido a la inmigración han sido repetidamente demostradas como erróneas. En España, a pesar de que la población extrajera ha crecido desde los menos de un millón de personas en 1998 a los más de cinco millones en 2019, no hay datos de que el salario medio real haya bajado lo más mínimo. Por otro lado, debemos tomar consciencia del lastre negativo que supone la pesimista creencia según la cual la solución de nuestros problemas radica únicamente en políticas de reparto y redistribución. Es asombroso comprobar cómo la idea de que tenemos que reducir nuestras expectativas se pueda encontrar en todos los terrenos del debate socioeconómico. Incluso para muchos defensores de la inmigración, hablar de crecimiento económico y prosperidad es tabú. La cuestión de cómo vemos el mundo y nuestro futuro también determina nuestra actitud hacia la inmigración.
La mayor parte de las iniciativas contra la inmigración, ofrecen un vívido ejemplo de la actitud pesimista y extremadamente negacionista del progreso que parece invadirlo todo en nuestros días. Destacan el vínculo entre inmigración, servicios sociales, protección del medio ambiente y crecimiento de la población. Es como si cada recién llegado aumentase la presión sobre los recursos, todos los recursos. Social, económica y ecológicamente, la «inmigración incontrolada» ya no sería justificable.
Este argumento se basa en la premisa de que los humanos no son más que destructores de la naturaleza y dilapidadores de recursos. Según ello, toda inmigración se percibe como una carga y su potencial creativo y de innovación queda completamente ignorado. Pero los humanos no solo consumen recursos, también los crean. Pagan impuestos, inventan, descubren.
Solo si asumimos que no puede haber ningún progreso técnico o cultural, que es imposible aumentar la prosperidad y con ello las reservas de nuestros sistemas de protección social, deberíamos ver la inmigración como una amenaza. Dondequiera que se reúnan muchas personas, aumenta el potencial para la gestión de crisis. Edward Glaeser, profesor de Harvard y autor del libro “Triumph of the City”, describe los mecanismos que convierten a las ciudades en centros de innovación y producción. Para él, estos centros urbanos son el mayor invento de la humanidad. Los inmigrantes se sienten atraídos por su dinamismo, porque esperan más oportunidades y mejores oportunidades de vida. Por eso las áreas metropolitanas sirven para incrementar nuestras fortalezas. Promueven lo que nos distingue: la capacidad de aprender unos de otros.
Contemplo con preocupación cómo muchos de mis contemporáneos ven a los inmigrantes ya sea como víctimas, a quienes estamos obligados a ayudar por razones humanitarias, o como intrusos que, en lugar de quedarse en su país para trabajar allí, vienen aquí y además reducen los recursos de que disponemos (el famoso “asalto” a los sistemas de ayudas sociales). Ambas perspectivas tienen más en común de lo que podría parecer inicialmente. Ambos ven a los inmigrantes como personas que también quieren algo del pastel, ése que, en sentido figurado, tiene un tamaño predeterminado y no puede crecer -les recuerdo: “los ricos son ricos porque los pobres son pobres”, dicen-. En ambos casos, las consignas apuntan a la redistribución (estamos moralmente obligados a ceder) o la limitación de daños (por favor, que no vengan demasiados).
La migración no es más que un ejemplo del lado creativo de nuestra existencia. La migración no solo ha existido siempre, sino que también es una expresión del eterno esfuerzo humano por emprender y buscar algo mejor. Este esfuerzo siempre ha sido fuerza impulsora, no solo para el avance individual, sino también para el progreso social. Cualquiera que haga las maletas y se atreva a aventurarse en un país extranjero para encontrar un futuro mejor y más prosperidad para ellos y sus familias demuestra que no quieren aceptar el aquí y el ahora y las limitaciones de su existencia.
El coraje para aventurarse en lo desconocido, para buscar algo nuevo y la voluntad de asumir un riesgo personal son cualidades de las que, lamentablemente, a menudo adolecemos. En nuestra época de bajas expectativas (la “nueva frugalidad”), parecen casi sospechosas. Pero se encuentran entre ese grupo de las mejores cualidades que tenemos.
Si hoy en día ya no consideramos posible tal desarrollo, entonces dice más sobre nosotros que sobre el carácter de la inmigración moderna. Hemos perdido la fe en el dinamismo de nuestra propia economía y en la prosperidad. Tampoco parece que comprendamos que nuestra sociedad es o podría ser dinámica. Cualquiera que crea que nuestra sociedad ya no puede aceptar inmigrantes está argumentando como aquellos que han estado tratando de hacernos creer durante más de cien años que nuestros recursos se están agotando.
La mejor forma de combatir la inmigración ilegal es legalizarla. Es extraño ver a alguien “defender” la libertad y el libre mercado parapetado tras una valla.
Foto: Guilherme Stecanella