La ley, esa regla que rige las relaciones entre Estados y ciudadanos, está perdiendo una parte de su legitimidad moral a pasos agigantados. Y no es porque los ciudadanos nos hayamos vuelto anarquistas o revolucionarios permanentes; mucho menos porque nos hayamos convertido en una especie de indiferentes eremitas que abandonan la ciudad para retornar a la naturaleza soñada e implantar allí nuevas utopías de soledad, autonomía y suficiencia.
El motivo fundamental consiste en que, desde sus orígenes modernos, el Estado no ha hecho otra cosa que crecer en poderes. Y también en empleados públicos: de los apenas dos mil que le bastaban a Felipe II de España para gobernar el mundo, hemos pasado a cerca de cinco millones que, ahora mismo, sirven a las distintas administraciones públicas españolas. El crecimiento ha sido incesante, pero, desde finales de la segunda guerra mundial, ha cobrado un ritmo realmente asombroso.
La verdadera razón de ese crecimiento es muy simple: el deseo de toda clase de políticos de alcanzar una sobrelegitimación del Estado capaz de ocuparse cada vez de más cosas, de forma que nada humano le sea ajeno. Esta tendencia, casi universal, inicialmente de izquierdas, pero insensatamente adoptada también por gran parte de las derechas, tiene a no dudarlo, unas justificaciones defendibles, pero, sobre todo, muy atractivas para quienes se sienten perdedores en el complejo mercado del dinero, el empleo, la fama y la dignidad.
Lo que está por ocurrir es que los supuestos beneficiarios de esta gigantesca mutación de los Estados empiecen a hacer las cuentas de hasta qué punto resultan creíbles las legitimaciones que se les endosan. Claro es que esto es muy difícil, porque quienes se consideran perdedores apenas pueden concebir una situación peor que la que creen soportar, y entienden que todo cuanto se diga hacer en su favor está sobradamente legitimado.
Hay otro efecto más, nada desdeñable, de este gigantismo estatal: el hecho de que los flujos de dinero sean literalmente incontrolables hace inevitable la corrupción
El truco es muy simple: prefieren educación gratuita a educación de pago, universidad gratuita a universidad de pago, autopistas gratuitas a autopistas de pago, sanidad gratuita a cualquier clase de pago. Lo que nunca preguntan es si resulta lógico que con los impuestos de todos se paguen los servicios que solo algunos disfrutan, las subvenciones que se otorgan de manera difícil de controlar, o el dinero invertido en bienes y servicios que jamás revierten en su beneficio si no es de manera extraordinariamente retórica.
Hay otro efecto más, nada desdeñable, de este gigantismo estatal: el hecho de que los flujos de dinero sean literalmente incontrolables hace inevitable la corrupción, un fenómeno que sería bastante ingenuo circunscribir a los casos que llegan a la opinión pública, porque solo llegan a ese estadio los que son objeto de una denuncia interesada o aquellos en los que se comete una torpeza desmedida.
En cualquier caso, el fenómeno sociológico que resulta políticamente más interesante es el del crecimiento continuado de las demandas que desemboca en que no se considera legítimo nada que no sea el fin apetecido. Pensemos en las reclamaciones feministas de justicia en todos los terrenos, pero especialmente en cuestiones de orden sexual. Este tipo de mujeres están convencidas de que el Estado existe para darles la razón, para hacer justicia en favor de su causa, de forma que cualquier sentencia que no sea de su agrado no será otra cosa que un nuevo crimen que hay que condenar de manera airada e incesante.
Es muy difícil que caigan en la cuenta de que no debieran demandar un privilegio, pues tal sería el que la justicia solo atendiese a sus razones, porque ellas quieren que el Estado acabe con las injusticias sociales con su género, con las naturales también, si es que existen, y ante esa máxima todo lo que no sea en su favor se considera automáticamente un crimen.
Muchos ciudadanos, cada vez más, se comportan ante el Estado como los hinchas de fútbol frente a las decisiones contrarias de los árbitros
Este tipo de situaciones solo puede existir si se ignoran dos elementos esenciales de la realidad, la existencia de otros con demandas en conflicto con las propias, y la escasez natural de los remedios. Cuando se habla de recortes, por ejemplo, jamás se menciona que un recorte cualquiera, por discutible que resulte, se debe siempre a la necesidad de asignar un recurso escaso (los impuestos y la financiación vía deuda) a otras demandas. En este caso sí se suele hablar de la corrupción suponiendo beatíficamente que lo que se ha llevado el Rato de turno bastaría para remediar tamaña injusticia. Muchos ciudadanos, cada vez más, se comportan ante el Estado como los hinchas de fútbol frente a las decisiones contrarias de los árbitros, de manera que todo lo que no sea un triunfo se considera un robo.
La ley ha dejado de ser una norma legítima para quienes quieren creer que el universo de los bienes disponibles es infinito, y para quienes creen que no es concebible ninguna clase de conflicto legítimo entre sus intereses y los de otros. Por eso ha cobrado tanta importancia la categoría de víctima, hasta extenderse muy fuera de cualquier ámbito específico y lógico, porque se considera que la víctima siempre tiene razón y que el daño que se le ha causado no puede sanarse con ninguna compensación, de manera que cualquier mediación entre ella y el delincuente, que es justamente lo que ha de hacer la Justicia, siempre con independencia y sujeción a la ley vigente, les parecerá una nueva humillación, un fraude, un caso flagrante de mentira ideológica.
El Estado que no se somete a la ley para satisfacer las demandas de grupos más o menos activos está socavando su fundamento
Este estado de ánimo, que tiende a extenderse sin freno alguno, vale para toda clase de supuestos agravios, para obligar a que el AVE llegue soterrado, que la carretera vecinal tenga rango de autopista, para que las cárceles se instalen en otro sitio, o para que algo permita que el 4% que ha suspendido en una prueba de EvAU (la antigua selectividad, palabra elitista y horrenda) encuentre formas simples de librarse de semejante estigma. En realidad, puede que el reproche hacia los másteres irregularmente otorgados por esa universidad de la que usted me habla no sea una queja por la irregularidad, sino por el simple hecho de que se hayan dado solo a unos pocos.
El Estado que no se somete a la ley para satisfacer las demandas de grupos más o menos activos, (sean ex terroristas, feministas exaltadas, ONG, supremacistas catalanes, sindicatos policiales, o colectivos de afectados por una estafa, que tanto da) está socavando su fundamento, y esto es algo que viene sucediendo durante tanto tiempo que cabe sospechar que pueda acabar por tener un final tan inesperado como violento e injusto. Es muy urgente que los ciudadanos empiecen a comprender que las relaciones entre la justicia, la realidad y el deseo, son algo más complejas que lo que cuentan los demagogos.
Foto CANVALCA
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