La cultura ha querido elevar a la humanidad de la mezquindad de sus pobres instintos animales y su conducta utilitarista, sacar al hombre lo mejor de sí mismo —su intelecto— y dejar que brillase como símbolo y orgullo de los logros de nuestra especie. El ideal de la cultura le pareció a nuestra civilización la máxima expresión de sí misma y, siendo así, no necesitaba más fin que lo que ella misma representaba.

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Pero los sueños no duran eternamente. El hombre sucumbió ante el hombre. Tiempos de industria, de economía, de producción sistemática de mercancías que generan con su venta beneficios que a su vez nos hacen consumidores de otras industrias. Tiempos de cultura industrializada como bien remarcara Theodor Adorno a mediados del s. XX en su artículo “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” de la obra Dialéctica de la ilustración escrita junto con Horkheimer. Largamente se lleva augurando el fin de la cultura occidental, mas la muerte de la misma no se produce súbitamente de un día para otro, sino a través de diversas degradaciones de descomposición que la van convirtiendo lenta e inexorablemente en un cadáver.

La alta cultura ha sido siempre cosa de unos pocos individuos aislados, separados entre sí por grandes distancias espaciales y temporales. El espíritu de la cultura emerge en las creaciones a contracorriente de su tiempo que alumbran nuevos caminos del intelecto, del arte, de las letras, de la comprensión de la naturaleza y el hombre

¿Qué es cultura?

Con el término cultura me refiero aquí a las actividades intelectuales, artísticas, de pensamiento que caracterizan una civilización. A veces se usa también la palabra para referirse a los aspectos de la infraestructura y organización de una sociedad; más o menos, cultura en este segundo sentido sería sinónimo de civilización. Así, por ejemplo, cuando dentro de unos siglos unos arqueólogos encuentren los restos de una lata de Coca-Cola, podrán decir que pertenecía a la cultura occidental del s. XX-XXI. Distinto sería encontrarse una lata de Coca-Cola que un cuadro de Picasso. El cuadro es una creación cultural en el sentido a que yo me vengo refiriendo aquí —otra cosa es que el cuadro sea una basura o pésimo, pero eso es otro tema— mientras que la lata de refresco no obedece a ninguna creación expresiva-intelectual; es simplemente un útil que cumple otras funciones. Cierto es que, como comentaré en este artículo, cada vez hay menos distancia entre ambos conceptos, porque la cultura-intelectual tiende cada vez más a ser mercancía, como la lata de refresco, pero al menos creo que cabe distinguir a nivel semántico el doble significado del vocablo.

“La Historia universal entraña una competición en el tiempo, una carrera por el triunfo, por el poder, por los tesoros. Se trata siempre de quién tiene fuerza, suerte o villanía suficiente para no desaprovechar el momento. Acto espiritual, cultural o artístico es exactamente lo contrario, constituye en todo caso un salto del hombre fuera de lo inmundo de sus impulsos y fuera de su inercia hacia otros planos: el plano de lo eterno, que significa liberación del tiempo; el plano de lo divino, que es por entero ahistórico y antihistórico” (Hermann Hesse, El juego de los abalorios [novela]).

La representación de la alta cultura

La alta cultura ha sido siempre cosa de unos pocos individuos aislados, separados entre sí por grandes distancias espaciales y temporales. El espíritu de la cultura emerge en las creaciones a contracorriente de su tiempo que alumbran nuevos caminos del intelecto, del arte, de las letras, de la comprensión de la naturaleza y el hombre,… No pertenecen a ninguna escuela, sino que ellos mismos crean su modo de crear. Lo que sigue tras ellos es una larga estela de miríadas de artesanos que copian o imitan o repiten un discurso como loros ante las masas anhelantes de consumir productos de la industria cultural, o bien desarrollan creaciones mediocres, al gusto del consumidor plebeyo. El espíritu de la cultura vive así peor repartido en mil almas miserables que en unas pocas selectas. La cultura se ahoga como un motor de combustión al que el carburador le vierte una mezcla con mucha gasolina. Demasiada gente trabajando en ella la hace ineficaz.

Cultura superior y gran número son dos cosas que se contradicen a priori. La alta educación pertenece sólo a los excepcionales: se debe ser realmente privilegiado para tener derecho a distinción tan alta. Nada hermoso o grande es bueno para todos: pulchrum est paucorum [en latín en el texto original en alemán; traducción: lo bello es cosa de pocos]” (Nietzsche, El ocaso de los ídolos).

“La cultura común a todos es precisamente la barbarie (…) nuestro objetivo no puede ser la cultura de la masa, sino la cultura de los individuos, de hombres escogidos, equipados para obras grandes y duraderas” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre, la mera idea de una idea compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la cultura de masas no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura no puede más que expresarse en términos apocalípticos” (Umberto Eco, Apocalípticos e integrados).

Rápidamente saltará algún lector tras leer estos párrafos, rechazando este planteamiento por ser “elitista”. Los descerebrados de nuestros tiempos no piensan, sólo tienen un pequeño conjunto de palabras que articulan como robots sin que haya un pensamiento detrás. Dicen: “¡ah, no, pensar que la alta cultura ha sido cosa de unos pocos, de una élite intelectual, no nos vale, porque es elitista”. No expresan nada más que la propia tautología, no da cuenta esa respuesta de por qué el elitismo es despreciable. Para muchos de los políticamente correctos, es decir, los que no piensan por sí mismo y se limitan a repetir como loros las consignas establecidas, el elitismo es malo porque es elitista y punto, y no tiene más que alegar sobre el asunto.

Sí hay un elitismo en las citas anteriores, ¿y qué? ¿No es mejor reconocer que lo verdaderamente magnánimo es escaso antes que contribuir con la democratización de la cultura a su disolución? ¿O es que acaso temen algunos eso que señalaba Ortega?:

“Hay personas a quienes irrita sobremanera que se hable de selección, tal vez porque su fondo insobornable les grita que no serán incluidas en ninguna selección positiva. Es de su interés enturbiar las aguas y que no se vea claro lo que con el nombre de minoría selecta pretende designarse” (Ortega y Gasset, Cosmopolitismo).

Partiendo de la alta cultura, toda evolución posterior es involución llevándonos a las tres degradaciones de la cultura: el mundo académico, los medios de comunicación, e Internet, respectivamente, que trataré en artículos a publicar próximamente.

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Ésta es la parte I de la serie “Las tres degradaciones de la cultura”. Partes II, III, IV en próximas publicaciones de disidentia.com. Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en los capítulos “Vulgocracia” y “La industria cultural” (caps. 13-14  [3-4 del vol. II]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.

Foto: Cristina Gottardi.


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