Resulta que hay gente por ahí haciéndose cruces en el pecho —y buscando una estaca y una ristra de ajos, por si las moscas— porque ha salido una profesora entrevistada a decir que ve muchos chicos en clase de ultraderecha. “Los profesores luchan contra la ola de extrema derecha de sus alumnos”, titula el artículo, en la habitual vena pseudoépica. La cosa viene de largo, y hace unos meses sendas encuestas —del instituto GESOP para El Periódico y 40db para El País— constataban que si hoy se celebrasen los comicios uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 24 años votarían a Vox. Voy a explicar, espero, con claridad meridiana, a qué se debe este dato, no sin antes advertir que quien espere una explicación del tipo «la culpa es de la desinformación capitaneada por Trump y Musk» (¡en España!) quedará profundamente decepcionado.
Por supuesto que hay chicos que son, efectivamente, de ultraderecha, misóginos, xenófobos, etcétera, el pack completo. Menos tal vez que mayores, porque las generaciones, en cuanto a esto, es raro que no avancen; y menos tal vez que chicos de ultraizquierda, ya saben, los que se significan en ciertos campus con su fascista negación de la libertad de expresión creando, a modo de reacción, a futuros votantes de Vox por un mero gesto de reacción democrática. De modo que la primera causa de este inaudito hecho tiene que ver con la chabacana treta de llamar «ultraderecha» a todo lo que no sea bipartidismo o ultraizquierda, y siempre y cuando excluyamos Cataluña y País vasco, donde la preocupación por el crecimiento de los ultras separatistas no preocupa a El País ni tampoco a quienes se dicen progresistas. «Los docentes tratan de contrarrestar con datos la avalancha de contenidos machistas, nostálgicos del franquismo y ultraliberales que los chicos reciben por las redes sociales», decía el citado artículo. Cualquiera que pise institutos sabe que no hay más nostálgicos de Franco que de Lenin y Stalin, y que si crecen los nostálgicos del primer tipo es también por los modos de los del segundo tipo, y por el hartazgo ante esa inveterada y procaz superioridad moral de la ultraizquierda.
La simplificación (o progresista o reaccionario) es la que explica esa inventada «ola reaccionaria» que en su mayor parte es conservadora, por antiposmoderna, y por lo tanto benéfica
Dice también el artículo que los chicos «están en contra del feminismo». Pues tampoco. Cierto que hay cierto neomachismo, no del tamaño que se apunta, ni mucho menos uno de cada cuatro jóvenes: se contó en otro artículo. Lo que ocurre es que la acumulación de ciertos disparates, singularmente el feminismo de falsa bandera del ala ultraizquierdista, han terminado confundiendo a unos pocos. Como eso ya no compete solo a la ultraizquierda, sino al mismísimo gobierno que afirma, ufano (éramos pocos y parió la abuela), que es una vergüenza que la presunción de inocencia prime sobre la sacrosanta declaración de una mujer joven (sic), pues qué demonios esperan. Y esto no sucede solo como reacción a mítines, sino también a leyes, como la enloquecida Ley Trans. Ante este panorama, ¿qué se receta desde las altas esferas? Nuevas dosis de lo mismo, las que hagan falta, según el cálculo político. Personas que estén deeply concerned por este subidón de los partidos que detestan: exijan a los suyos otras políticas y otros mensajes. No lo harán, por supuesto, mientras se le pueda echar la culpa a la tecnocasta y/o cuatro desnortados cromañones; en el fondo les conviene, pues muchos de los que ahora chillan llevan abonados al «cuanto peor, mejor» ni se sabe.
Los chicos son, hoy, en España, muy de ultraderecha porque llevamos siete años de presidencia enfocada en polarizar la sociedad española y levantar muros. Casi todo lo que ocurre en el ámbito de pensamiento etiquetado como «ultraderecha» en este país tiene que ver con un señor que ha hecho de esa pseudoépica antifacha no ya su bandera, sino su política al completo. Incapaz de gestionar nada, pactar nada con quien no se le ponga de rodillas ni entenderse con nadie que no lo alabe acríticamente, desde su miserable forma de hacer política de los dos bandos, Sánchez es responsable directo de ese auge, que necesitaba para debilitar a su hermano gemelo, el PP, y lograr sus personalísimos fines. Para sorpresa de nadie, raro es el joven al que le gusta Sánchez, e incluso raro el que no le ve el cartón, porque tienen pocos años, los jóvenes, pero no son idiotas.
Los chicos suelen ser, además, contestatarios, y es bueno que lo sean. «La derecha es el nuevo “punk”», titulaba The Objective un artículo, precedido hace casi dos años por esta colección de ensayos: Ser conservador es el nuevo punk. Los chicos gustan además de cierta épica, en este caso verdadera; se rebelan contra la manipulación y el engaño, aunque por torpeza caigan a veces en manipulaciones opuestas. Es decir, las personas jóvenes suelen tener un sentido acusado de la justicia, de ahí que cuando ven que se impide hablar a la gente de Vox, se les apedrea o agrede, etcétera, pues en un gesto que, en definitiva, es de nobleza, a lo mejor olvidan otras sutilezas y terminan alistados en esas filas. Cuando se les niega el pensamiento crítico y se les pretende adoctrinar en la escuela reaccionan regular, es decir, como es debido. «No necesitamos ninguna educación | No necesitamos ningún lavado cerebral | Ni ningún sarcasmo disimulado en el aula | Profesores, dejen a los niños en paz», cantaban Pink Floyd hace casi medio siglo.
Hablemos ahora del pensamiento crítico, que es como santa Bárbara, de la que nadie se acuerda hasta que truena. Años llevamos algunos avisando de su desaparición del proyecto educativo sin que nos hagan el más mínimo caso los que han de hacerlo, que son los que mandan; tienen un artículo en Disidentia para contrastarlo. Pero claro, ahora campeonan Musk y Trump y el viento ha cambiado en todo Occidente y todo es llanto y rechinar de dientes entre los políticos de izquierdas. Las lágrimas por esta pérdida son de cocodrilo: al político medio no es que no le importe, es que le conviene, para seguir manejando a la población a su antojo.
Digamos, finalmente, lo más grueso, lo que espantará a la profesora entrevistada por El País y sus entrevistadores, aunque no al propio Sánchez, que mentiroso y pendenciero puede ser, pero de tonto no tiene un pelo: votar a Vox no te convierte en ultraderechista. En España no hay un 12-15% de ultraderechistas, no hay tres millones de ultraderechistas, no hay uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 24 años de ultraderecha, no, al menos, en lo que entraña esa acepción, que es machismo, desprecio a la democracia y xenofobia. Tampoco hay en España ocho millones de sanchistas, ya que estamos matizando. Ocurren varias cosas. La primera, que en nuestro país hace mucho que se vota por descarte o a la contra, y no por comprar en bloque un ideario. Ocurre, además, que hay no solo muchos votantes de Vox, sino no pocos de sus dirigentes que ni son xenófobos ni son machistas, sino sencillamente conservadores. Cualquiera que conozca a una decena o un centenar de esos votantes (y, quien no los conozca, peor para él, porque no hay diferencia de valor humano o decencia en función de lo que se vote) sabe que muchos de ellos tienen sin más una sensibilidad conservadora que se siente traicionada por el otro gran partido conservador (o más bien socialdemócrata) al que pueden votar. Menos maniqueísmos asustaviejas: España no se desliza al fascismo ni a nada que se le parezca.
La simplificación (o progresista o reaccionario) es la que explica esa inventada «ola reaccionaria» que en su mayor parte es conservadora, por antiposmoderna, y por lo tanto benéfica. Cualquier partido o think tank o movimiento que combata el posmodernismo, en su gran mayoría una filosofía arcana, dañina y enloquecida, es bienvenido; llamar reaccionario a quien se opone a eso es un dislate. Combatir, por ejemplo, la ideología queer, el pensamiento débil de Vattimo («la verdad no existe, es un mero disfraz de la opresión»), el nihilismo o el feísmo, todos aspectos posmodernos infiltrados en partidos de izquierda y en algún caso hasta de centro, es no solo bueno, sino urgente. Un ejemplo muy concreto que choca con el titular de El País es que enfrentarse al transgenerismo es estrictamente feminista, mientras que se ha tratado de inculcar a los chicos y chicas que era una forma de machismo. Repetimos: son jóvenes, pero no idiotas, y una mercancía tan averiada como esa, aun siendo precario su juicio, no se les escapa.
De modo que menos lobos, Caperucita, que ya está muy visto y manido lo de la alerta antifascista. Los llantos de ahora por estos supuestos cachorros lepenistas eran risotadas hace cuatro días cuando los jóvenes se quejaban de que les hicieran comulgar con ruedas de molino. Servidor no se alegra de este ni de ningún otro cambio de signo, por la sencilla razón de que prefiere analizar y entender antes que juzgar; pero no dejo de encontrar cierta justicia poética en que estos adalides del pensamiento crítico más falsos que un billete de cuatro euros se rasguen ahora las vestiduras. En mi equipo ni derecha ni izquierda, sino quienes tienen interés genuino por enseñar a lo jóvenes a pensar bien, es decir, por sí mismos, entre los que no están los susodichos adalides.
Foto: Papaioannou Kostas.
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