Le pregunté a un conocido cómo estaba y qué tal le iba en los momentos álgidos de la epidemia. Me respondió que de salud estaba bien, pero que, sin embargo, las cosas no marchaban demasiado bien en casa. La relación con su pareja se había deteriorado, no por una cuestión concreta que revistiera cierta gravedad, sino porque, de forma gradual, los pequeños conflictos inherentes a la convivencia habían ido adquiriendo un carácter político. Le pregunté qué significaba esto. Y me lo explicó.

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Cualquier desavenencia o discrepancia propia de la vida en pareja había dejado de comprenderse como un mero desacuerdo entre dos personas distintas que no siempre hacen o se comportan como la otra espera. Los pequeños conflictos cotidianos habían empezado a interpretarse en clave política. Esto significaba que si, por ejemplo, alguna tarea o compromiso no se abordaba correctamente o era desatendido, la razón iba más allá de las circunstancias del momento, del mero despiste o de una decisión ocasional. La imperfección, el error o el fallo, incluso si estos eran apreciaciones subjetivas, estaban relacionados con la ideología. Eran pues errores conscientes, intencionados. No sucedían por casualidad. Existía una correlación irritante entre los agravios y las convicciones. Estos errores, lejos de resolverse, se amontonaban en un gran agravio de raíz ideológica. En resumen, los roces ya no eran personales. Lo personal era político.

Ya no vemos en los actos del otro sus virtudes y defectos particulares, sino el reflejo de un marco ideológico que le trasciende, que le gobierna. La convivencia se convierte así en una guerra. Y en la guerra sólo hay dos objetivos posibles: la aniquilación o el sometimiento del otro. ¿Quién puede convivir así?

Hace algo más de cincuenta años, la afirmación ‘lo personal es político” se convirtió en un principio rector del feminismo de segunda ola. Con esta clara y sencilla afirmación, se encapsulaba una serie de ideas sociopolíticas complejas que estaban emergiendo del Movimiento de Liberación de la Mujer (WLM, en sus siglas en inglés). Y resultó muy útil al proporcionar un marco para la manifestación cotidiana de una subjetividad feminista que desafiaba las ‘estructuras de opresión’ y ‘prejuicios culturales’, primando las experiencias de las mujeres.

El lema ‘lo personal es político’ tiene su origen en un artículo del mismo título escrito por Carol Hanisch y publicado en 1970 como parte de una colección de ensayos editados por Shulamith Firestone y Anne Koedt. El argumento es que los grupos del Movimiento de Liberación de la Mujer, que estaban emergiendo de iniciativas radicales como el movimiento de derechos civiles, el movimiento contra la guerra de Vietnam y demás acciones de la vieja y nueva izquierda, tendían a estar dominados por hombres. Por lo que la opresión de las mujeres no se consideró relevante dentro del conjunto de las luchas políticas que estos grupos abanderaban.

Las mujeres del Movimiento de Liberación de la Mujer fueron menospreciadas al intentar llevar sus supuestos problemas personales a la arena pública, especialmente los relacionados con el sexo, la ‘dictadura de la apariencia’ y el aborto. Estas cuestiones se calificaron como asuntos personales que debían ser abordados a través de la iniciativa individual y, por tanto, no encajaban en las agendas de las organizaciones radicales de izquierda. La concienciación, mediante las reuniones de mujeres, donde discutían su propia opresión, fue calificada de ‘terapia personal’ o ‘mirarse el ombligo’, lo que dio lugar a la reacción feminista. El feminismo de segunda ola, si bien se incardinaba en la teoría política liberal, en cuanto que ésta partía del principio que sostiene que los individuos son seres libres e iguales, llegó a la conclusión de que el liberalismo había fracasado a la hora de hacer cumplir este principio. Y la razón de este fracaso consistía en que el pensamiento liberal era esencialmente patriarcal. Esta idea se convirtió en la base argumental de la política del Movimiento de Liberación de la Mujer. Sobre ella se desarrollaron un conjunto de principios que explicaban la opresión de la mujer como producto de estructuras históricamente específicas de dominación y subordinación. Así lo expresaba Carole Pateman en Public and Private in Social Life (1983)

“El liberalismo es una doctrina individualista, igualitaria, convencionalista; el patriarcalismo afirma que las relaciones jerárquicas de subordinación fluyen necesariamente de las características naturales de hombres y mujeres. De hecho, las dos doctrinas se reconciliaron con éxito gracias a la respuesta que dieron los teóricos del contrato en el siglo XVII a la cuestión subversiva de quiénes contaban como individuos libres e iguales”.

La justificación para no extender los derechos a las mujeres se fundamentaría en la separación de esferas, según la cual el poder político, perteneciente a la esfera pública, no debería confundirse con las relaciones familiares de la esfera privada. Por lo tanto, la discriminación de la mujer no desaparecería hasta que los aspectos particulares de la vida cotidiana no fueran considerados políticos, lo que implica intervenir a nivel micro los intersticios de la vida cotidiana.

Al afirmar que “nuestra política comienza con nuestros sentimientos”, más que con el ejercicio del derecho al voto, el feminismo de segunda ola concluyó que la esfera privada no podía separarse de la esfera política. La política, en todos y cada uno de los sentidos, tenía que ver con el poder, y se trataría tanto del poder que los hombres, consciente o inconscientemente, ejercían sobre las mujeres, como del poder que los gobernantes ejercían sobre las naciones. Esta idea se ha mantenido inalterable con el paso del tiempo. En el contexto actual, los nuevos teóricos del feminismo han ignorado los avances sociales, estableciendo en su lugar una relación perversa entre postfeminismo y neoliberalismo. Las mujeres a lo sumo habrían ganado una ‘igualdad simbólica’, pero la paridad sociocultural, política y económica habría fracasado porque, en vez de promoverse a través de la acción colectiva o el cambio político radical, ha quedado a expensas de la acción individualizada en el mercado (libre), donde las mujeres están sometidas a una vasta red de micro-opresiones, como la ‘dictadura de la apariencia’, ‘la feminidad’, ‘la maternidad’, etc.

Es habitual caer en el error atraídos por la parte de verdad que en ocasiones se encierra en ese error. En este caso, esa verdad sería que en el pasado las mujeres no disfrutaban de los mismos derechos que los hombres. Y el error, ignorar que esto ya no es así. Las leyes se adaptaron a los nuevos tiempos y además se hicieron efectivas, esto significa que la igualdad de derechos y oportunidades no es, como argumentan algunos, meramente formal y declarativa, sino que su progresión es real y fácilmente constatable. Sin embargo, apoyados en la inevitable imperfección de la sociedad, la política se convirtió en una actividad absolutista, donde las desigualdades no eran sucesos que necesitaban ser puestos en contexto, sino problemas estructurales y morales que combatir. De esta forma, era posible negar la realidad y desacreditar la evidente mejora social para seguir avanzando en el control político de todo lo que es particular.

La persona a la que le pregunté cómo le iban las cosas y me respondió que en casa no le iban muy bien porque las fricciones cotidianas, incluso las más irrelevantes, adquirían una furiosa dimensión política, es un ejemplo de tantos de cómo elevar las vivencias personales a la categoría de problemas sociales y, por tanto, políticos está arruinando la convivencia y constriñendo nuestras interacciones con los demás.

La convivencia consiste en buena medida en la gestión personal del conflicto. Exige por tanto no ya respeto y un afán de superación personal, de mejora de la comunicación y del conocimiento mutuo, demanda también una actitud tolerante y comprensiva. Ser comprensivo, sin embargo, no significa consentir que el otro ignore lo que nos irrita, hasta que, inevitablemente, el vaso de la paciencia se colme. Consiste en poner de relieve los desacuerdos pero separando los problemas unos de otros para poder abordarlos correctamente y en el momento oportuno.

La idea de que todo cuanto percibimos como un agravio forma parte de una opresión estructural no sólo es falsa: es corrosiva. No deja lugar al error humano. Y si no hay espacio para el error humano, por pura lógica las relaciones se deshumanizan. En el caso de la vida en pareja, el varón se convierte en la caricatura de un dictador que no es que cometa errores, sino que todo cuanto hace y nos irrita nace de una siniestra voluntad de poder. Una voluntad que, además, no le pertenece, porque está determinada por una estructura que ni el propio varón controla. Más que convivir con un dictador, viviríamos con un ciborg que no es consciente de su propia programación. Dentro de esta dinámica, la relación entre un hombre y una mujer rápidamente deja de percibirse como un asunto personal, individual y libre para convertirse en un problema político. Ya no negociamos con una persona única y distinguible de cualquier otra, combatimos contra las ideas y creencias de un colectivo. Ya no vemos en los actos del otro sus virtudes y defectos particulares, sino el reflejo de un marco ideológico que le trasciende, que le gobierna. La convivencia se convierte así en una guerra. Y en la guerra sólo hay dos objetivos posibles: la aniquilación o el sometimiento del otro. ¿Quién puede convivir así?

Que lo personal sea político no consiste en violentar los espacios más íntimos de la persona para exponerlos a un debate público: consiste en intervenirlos sin discusión, eliminando cualquier obstáculo ya sea físico o metafísico para establecer una nueva realidad.

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