Se afirma que la gran diferencia entre las personas inteligentes y quienes no lo son consiste en que los primeros saben recuperarse de los fracasos, mientras que los necios jamás se recuperan de un éxito. Da toda la impresión de que el PP deberá ser inteligente a partir del 28 de abril, puesto que no parece que vaya a tener muchas oportunidades de envanecerse tontamente.
No convendría, en cualquier caso, exagerar la magnitud de ese supuesto fracaso, porque, al fin y al cabo, si en esa fecha gana la izquierda, se podrá recordar que desde 1977, a un período de gobiernos de la derecha le sigue otro de signo contrario, y aunque a muchos les pueda parecer que Sánchez lleva una eternidad en la Moncloa, lo que realmente ha ocurrido es que los dos mandatos de Rajoy, que era el presidente de un PP que le aplaudió con fuerza en la última convención, no llegaron a cumplirse porque Rajoy hubo de abandonar de manera tan sorprendente como abrupta la Moncloa por razones de conveniencia personal, según propia confesión, un proceder que pensó le vendrían bien también a su partido y a España. No está claro que ese juicio del expresidente pueda considerarse un acierto en ninguna de sus tres afirmaciones, ya veremos, pero es evidente que para el PP su manera de apartarse de los focos no ha sido nada beneficiosa.
El nuevo líder del PP ha tenido que aceptar un desafío monumental al encargarse de un partido desarbolado y a la deriva, y sería muy disculpable que no acertase a alzarse con la victoria a solo unos meses de que el que había sido su jefe haya tenido que abandonar desairadamente el puesto de mando. Ante ese panorama, Casado ha optado por una estrategia de enorme desgaste personal porque no ha tenido tiempo de enfrentarse decididamente con los problemas de fondo. Se verá si acierta a hacerlo en el futuro.
El PP tiene que volver a ser el partido de las libertades, de la creencia en que todos tenemos derecho a vivir conforme a nuestras creencias y opciones, el partido al que votan los que creen más en sí mismos que en las decisiones que sobre ellos puedan tomar otros
La derecha española padece desde hace mucho tiempo de una enfermedad que podemos considerar rara, está convencida de que tiene tras sí a una mayoría social, pero no acierta a demostrarlo con las urnas. Se trata de una situación exasperante que explica también cómo la unidad política que el PP de Aznar supo agavillar ha llegado a desbaratarse como consecuencia directa de la mala gestión política de su capital electoral. La aparición de nuevos partidos no es un acontecimiento azaroso ni, en realidad, inevitable, pero es evidente que el PP no ha acertado todavía a recomponer la figura cuando los votantes se le han ido por ambos flancos.
Cuando ahora acude al argumento del miedo o al del voto útil, que son dos formas de hacer evidente que el partido se ha quedado sin resuello, es inevitable que pensemos que en el PP habían llegado a creerse que el capital político acumulado era de su propiedad y no de sus votantes, es decir que sus éxitos electorales han elevado su vanidad, pero no han fortalecido su inteligencia. La conducta del PP ha podido recordar en ocasiones a la del maño del chiste, ese que va en burra por la vía del ferrocarril y le dice a la locomotora que viene de frente aquello de “chifla, chifla, que como no te partes tu”.
Lejos de esa necia suficiencia, la primera cosa que el PP debiera hacer es preguntarse por las razones que han provocado un desistimiento tan fuerte entre sus votantes. Doy por hecho que cada uno de sus dirigentes tiene una respuesta, pero cuando se destruye una catedral, lo sensato es convocar un concurso internacional para arreglarlo, sin hacer caso del primer listillo que pase por ahí, en plan Trump, que recomendó que los aviones inundasen la catedral parisina, lo que hubiera acabado colapsándola. Esa falta de reflexión y de espíritu crítico es endémica en la derecha española que, desde Primo de Rivera, se ha troquelado en modelos políticos y organizativos más carismáticos y autoritarios que discursivos y analíticos.
Una consecuencia directa de ese tipo de carencias es la tendencia a improvisar las políticas que, en el caso de Rajoy, se agravó con una querencia suicida a huir de los líos, a confundir la política con mera gestión y esperar que el respetable aplauda por los éxitos, lo que supone una ignorancia política casi inconcebible. No es lógico pretender consejos simples, pero sí parece razonable apuntar dos cosas, la primera, que el abandono de los votantes del PP es más sentimental que propiamente político, y que ese sentimiento se ha acentuado a medida que los electores creían percibir que el PP se convertía en una máquina más preocupada por su imagen y por el interés de sus líderes (incluso de los corruptos) que por los problemas que afectan a los ciudadanos comunes.
Hasta que el PP no recupere la confianza de los electores, hasta que estos no vuelvan a sentir que el PP trabaja por ellos y no por el interés egoísta del partido, su arraigo social se seguirá resintiendo y su capacidad política tenderá a cero, un horizonte que llevaría a la larga a su desaparición. Detrás de esta percepción social hay un fracaso del modelo organizativo del partido que, lejos de ser un instrumento de participación ciudadana, ha podido dar la impresión de limitarse a ser un coto de diversas camarillas.
El PP tiene que dejar de mirarse al ombligo, es patético que algunos de sus dirigentes puedan hablar, por ejemplo, de la vuelta del sorayismo, y empezar a pensar de nuevo en España y sus problemas sin la óptica viciada del que se obstina en decir que todo se ha hecho bien. Los electores empezarán a volver a pensar en el PP como su partido el día que la organización les pida disculpas por los errores cometidos, lo que exige detectarlos y reconocerlos, y sepa volver a elaborar seriamente una propuesta política atractiva, es decir que no dependa de la maldad del rival, que fuese capaz de atraer incluso en el caso de que otros partidos tuviesen buenas propuestas. La diferencia que hay entre los malos dirigentes de un equipo de fútbol y los buenos seguidores es que los primeros quieren que el equipo gane como sea, pues piensan que en ello les va el puesto, mientras que los aficionados quieren que gane, precisamente, por jugar bien, y nunca es lo mismo.
Un partido no puede presumir de tener cientos de miles de afiliados que en realidad no tiene sin que eso se acabe traduciendo en una frustración muy capilar que llega a todas partes, porque sus afiliados saben que no se les quiere para nada, que nada se les consulta, que de nada sirve ser militante si no se forma parte de alguna de las pocas collas que realmente parten el bacalao.
Es especialmente paradójico que un partido que aspira a representar una cultura de fondo liberal y cristiano, que dice, supuestamente en serio, que quiere liderar el avance de la sociedad del conocimiento en España, carezca casi completamente de instrumentos de participación y debate, que sus órganos formales estén concebidos para la inoperancia y que nunca se reúnan sino para aplaudir al líder, o que sea incapaz de encontrar fórmulas sólidas y reflexivas para problemas con los que tropieza una y otra vez, precisamente, por su incapacidad para organizar y mantener los debates precisos y la permeabilidad social que le podría volver a dar el carácter popular que ha perdido.
Cuando personas que pertenecen a las ejecutivas ¡que están en la cúspide! se caen de las listas y se enteran por el periódico, algo va profundamente mal y eso ha de arreglarse de manera definitiva. Un partido tiene que ser un órgano de participación, no puede ser un coto cerrado con infinidad de barreras de acceso absolutamente injustificables. Hay que reconstruir el partido por completo y sin tardanza.
He oído a dirigentes del PP quejarse de que se les critica a ellos más que al PSOE por la corrupción, pero no comprenden que ese supuesto exceso de crítica expresa la esperanza de que el PP no sea un partido gobernado por quienes tienen como única religión apoderarse de lo ajeno y lo justifican, en el caso de la izquierda, con invocaciones a la Justicia o a que el dinero público no es de nadie. Un ladrón en el PP debiera ser algo tan raro como un pulpo en una autopista, pero hemos visto que a los pulpos se les quería hacer pasar por peones camineros.
Los electores del PP no quieren que se les hable de una España en riesgo de romperse, sino de la España admirable que se resiste a fracasar, y que no quiere ser una España de privilegios y desigualdades, sino competitiva y abierta. No quieren la guerra, sino avanzar en la reconciliación y la concordia con la que nació nuestra democracia, sin azuzar el descontento, el desequilibrio y la inestabilidad territorial que perjudica a todos, porque no les gusta emular el tremendismo que siempre utiliza la izquierda.
Volver a encontrar la senda de libertad y progreso que molestaba a la izquierda, pero no a los votantes conservadores y liberales es lo que tiene que buscar un PP realmente renovado que represente a los españoles que no quieren resignarse a ser una colonia financiera e industrial de Europa, y que se consideran capaces de ponerse en cabeza, y saben que eso exige apoyar a la gente emprendedora y promover una educación distinta, sin titulitis, no rutinaria y creativa.
Hay muchos españoles que desean un PP amplio, unido, capaz y fuerte, los mismos que no lo esperan todo del Estado, porque saben que más burocracia, más subvenciones y más ineficiencia, todo lo que favorece la demanda de “más derechos” es un puñetero engaño.
El PP tiene que volver a ser el partido de las libertades, de la creencia en que todos tenemos derecho a vivir conforme a nuestras creencias y opciones, el partido al que votan los que creen más en sí mismos que en las decisiones que sobre ellos puedan tomar otros. Para todo eso el PP no tiene que reclamar el voto, sino pedirlo, sin intentar asustar a nadie. El PP debe dejar de ser el mensajero del miedo, por muchas razones, pero también porque parece obvio que eso no funciona.
Foto: European People’s Party