Hace unos días, Mar Romera, neopedagoga de postín de la facción Tonucci, afirmó en una entrevista que «la parte emocional del ser humano está muy dejada» (sic). También dijo que «es de locos» preocuparse de que los niños aprendan los contenidos del currículo en plena pandemia, y que había que apostar de una vez por todas por la «educación emocional». Por lo visto, la «inteligencia intelectual» (lo afirma en una de sus ponencias), es «poco modificable», mientras que la «inteligencia emocional», en cambio, «se aprende y se desarrolla». Si ustedes creen que Romera es una iluminada a la que, razonablemente, quienes organizan lo de la educación ignoran, sepan que la deliciosa Ley Celaá cita la «educación emocional» no una ni dos, sino hasta en cinco ocasiones, siempre de la mano de ese otro infundio, la «educación en valores».
Sentimos mal, nos emocionamos poco. Como saben, el periódico que entrevistó a Romera es muy de decirle a la gente en qué se equivoca, aproximadamente con el mismo respaldo científico que ella. En la entrevista, la autora de La escuela que quiero afirma que «hoy sabemos que la emoción siempre precede a la razón. Es decir, la emoción determina cómo actuamos y nuestras conductas, mientras que después llega la razón y las explica». Es falso. Confunde gruesamente «lo que va antes» con lo que «determina», y o no ha leído o no ha entendido a Nussbaum, Feldman Barrett, LeDoux, Damasio o Berthoz; puesto que sigue apegada a la polvorienta teoría del cerebro triuno de McLean, apuesto por lo primero. Ignora que existe algo llamado «sentimiento», la cognición de la emoción, y nos asimila a seres reactivos que usan el neocórtex en todos los casos para convalidar lo que el estómago nos dicta. Un par de pinceladas de un tema que no cabe en un artículo. «Las emociones no son reacciones al mundo, sino nuestras construcciones del mundo» (Lisa Feldman Barrett, La vida secreta del cerebro). Los sentimientos no son meras percepciones, sino que incorporan creencias muy complejas, y desde luego hay cognición en el acto de sentir (Martha Nussbaum, Paisajes del pensamiento). Robert Zajonc, psicólogo social y otro de los grandes investigadores al que Romera tampoco debe haber leído, llamó a las emociones «cogniciones calientes», y con eso está dicho todo.
Fíjese, querido lector, si está dejada nuestra «parte emocional» que ya hay definido un pseudorrasgo llamado PAS, por «Personas Altamente Sensibles», definidas como aquellas que sienten con una intensidad especial los estímulos del entorno. ¿No le suena? No se apure: bastará que haga un test de tres minutos para descubrir si tiene esta condición, que, por supuesto, es lo que explica que a usted las cosas le ofendan mucho y que lo viva todo intensamente, a diferencia del resto de los mortales
Serían graciosos si no fueran peligrosos, los neopedagogos. Los sentimientos llevan siendo abordados por la filosofía veinticuatro siglos tirando por lo bajo, y hoy contamos también con la contribución de estupendos psicólogos morales que se han tomado la molestia de tomar ese saber y prolongarlo con investigaciones psicológicas y neurológicas (Jonathan Haidt, Valerie Tiberius, Marc Hauser y muchos otros). La educación sentimental, en definitiva, existe desde hace mucho, y no es precisamente nueva en la pedagogía, como sabe cualquiera que haya leído el Juan de Mairena, por no hablar de la Ética a Nicómaco, a quien Goleman lleva en el epígrafe de su Inteligencia emocional con una cita inventada.
Qué pereza, la ética. Qué desfasados Aristóteles, Epicteto, Hume, Spinoza, MacIntyre y el resto. Qué engorro tener que estudiar qué hace que el comportamiento humano sea digno o indigno, justo o injusto, cuando podría uno pasar semanas hablándoles a los chavales de la resiliencia. Y qué poco se lee a Adam Smith, quien en su extraordinaria Teoría de los sentimientos morales (de la que literatura barata de la «inteligencia emocional» constituye poco más que una nota al pie) dice: «Aunque nuestro hermano esté en el potro, mientras nosotros estemos tranquilos, nuestros sentidos nunca nos informarán de lo que sufre. Nunca lo hicieron y nunca podrán llevarnos más allá de nuestras propias personas, pues es solo por la imaginación que podemos concebir qué sienten». Qué pereza la literatura y el arte, que entrenan esa imaginación moral sin el auxilio de los gurúes.
Cuanto menos sabe uno, más arrogante se expresa. Romera se refiere al «modelo educativo retrógrado, desfasado y obsoleto que teníamos antes de marzo de 2020», al tiempo que vuelve a la carga, como otros neopedagogos de su cuerda, contra las «tareas memorísticas». Sobre esta posmoderna obsesión con la memoria no diré mucho, salvo que vale la pena leer cualquier cosa que haya escrito Gregorio Luri. El aprendizaje es, sin más, memoria, porque si algo no queda impreso en ella, sencillamente no se ha aprendido. Añade Romera que tenemos que «abandonar el modelo de las calificaciones y las notas», que «en la educación obligatoria no debería suspender nadie» y que la función de la escuela es «que todos los seres humanos podamos alcanzar la plenitud», confirmando nuestras sospechas de que, también ella, se ha dado un atracón de Paulo Coelho y Osho.
Fíjese, querido lector, si está dejada nuestra «parte emocional» que ya hay definido un pseudorrasgo llamado PAS, por «Personas Altamente Sensibles», definidas como aquellas que sienten con una intensidad especial los estímulos del entorno. ¿No le suena? No se apure: bastará que haga un test de tres minutos para descubrir si tiene esta condición, que, por supuesto, es lo que explica que a usted las cosas le ofendan mucho y que lo viva todo intensamente, a diferencia del resto de los mortales. En el test le preguntarán si «tiene una gran empatía» (sic) si «en su entorno lo consideran un bicho raro» o si «no funciona bien bajo presión», y si puntúa alto, ¡zas!, descubrirá usted que no le falta madurez, ni autocontrol, ni autorrespeto, ni imaginación moral ni a lo mejor es idiota, sino que es usted PAS, vaya por Dios. Pero no se apure, que enseguida uno de nuestros asociados le llama, un coach estupendo, y por un módico precio arreglamos lo suyo, que usted es víctima de ser como es, no responsable de su carácter.
Decía hace no tanto Erich Fromm en La vida auténtica que «los conflictos son el origen del sentimiento de asombro, del desarrollo de la fortaleza, de lo que antes se denominaba “carácter”». Hubo también un tiempo, que se acabó hace nada, en que el ideal educativo eran la Academia o el Liceo. Hagan caso a Romera: era una aspiración de carcas. El nuevo objetivo, dice, es «Hogwarts, la escuela de Harry Potter», donde «los niños y a las niñas son el centro de todo». En una conferencia impartida hace dos años en la localidad sevillana de Los Palacios y Villafranca, Mar Romera recomendó a los asistentes que se llevasen a casa «las reliquias de la muerte»: «La capa de la invisibilidad para trabajar con los niños sin ser vistos, porque los protagonistas son ellos; la piedra de la vida, porque nuestra vida merece la pena si dejamos un legado, si nuestra vida pasa a otras vidas; y la varita de saúco, que les haga sentir que, pase lo que pase, los queremos por lo que son y no por lo que hacen y que vamos a arreglarlo todo» («salimos más fuertes», ¿le suena?). La idea tras este pastiche, naturalmente, es conseguir que el vicepresidente pueda hablar directamente a los niños, pedirles perdón por leyes que llegan tarde, y conservarlos en una candidez perfecta para que, cuando crezcan, les cueste lo más posible detectar sinvergüenzas.
De lo que se trata, por supuesto, es de fabricar votantes, es decir, de producir docilidad y pobreza. Sustituir el saber y la ética por las emociones es la estrategia perfecta para cambiar ciudadanos por súbditos, que es la intención básica de los poderosos, a la que alegremente contribuyen quienes se lucran con estas cosas. Me temo que vamos a tener que elegir entre educar como propone Romera —«educar con 3 Cs: capacidad, competencias y corazón»— y educar, a secas; entre la escuela del saber (la escuela, a secas) y la «escuela del ser» a la que ella aspira. Basta leer la Ley Celaá o constatar cómo, de nuevo, el poder le hace una peineta a la ética, para constatar en qué están quienes dirigen el cotarro. Se trata de aprender a no enfadarse, entrenar las emociones ligeras y las «habilidades interpersonales» y, en definitiva, fortalecer las tragaderas, o a ver qué se creía usted que significa «resiliencia».
En Mateo 21, 12-17, se nos cuenta que «entró Jesús en el templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas». La escuela es el templo de una sociedad libre. Allí es donde se prepara a los ciudadanos para que se emancipen intelectualmente, contribuyan con su oficio al sostenimiento de la polis y desarrollen los sentimientos morales que propician que haya vida digna y democracias reales. La escuela, como toda institución social, está abierta a la innovación, pero ha de cerrarse a los estafadores, porque es sagrada. De modo que, a Mar Romera, a Francesco Tonucci, a quienes financian estas pamemas emotivas y antisentimentales y a los políticos que las legislan, solo puedo decirles, citando al nazareno: «Está escrito: “Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos”».
Foto: Aliyah Jamous