Vivía el siglo sus últimos meses, los del año 1900. Era el 11 de marzo. La localidad alemana de Konitz (Hoy Chojnice, Polonia) vive el espeluznante caso del asesinato de Ernst Winter, de 19 años. Salió de casa después de cenar y ya no volvió. La Policía fue encontrando su cuerpo por partes. Un brazo en a la puerta de un cementerio protestante, su cabeza en una piscina… Aquélla era la obra de alguien que sabía cómo descuartizar un cuerpo, por lo que las primeras pesquisas se centraron en los carniceros de la zona. Uno de ellos centró las pesquisas, porque se había visto a su hija con el promiscuo Winter.

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El caso parecía esclarecerse; la policía acotaba sus esfuerzos en el carnicero Gustav Hoffman cuando la prensa lanzó una teoría diferente. Se acercaba la Pascua, y Wilhelm Bruhn, editor del periódico Staatsburgerzeitung, lanzó una campaña diciendo que los judíos de la localidad habían preparado la celebración religiosa con el asesinato ritual de Winter.

Lo del asesinato ritual por parte de judíos no era una ocurrencia de Bruhn, sino un viejo virus que revive en las ocasiones oportunas, como esta. La mentira no está muy elaborada; tampoco podría ser muy complicada porque es para el consumo de las masas. Prescribe que los judíos, para cocinar su maztá, pan ácimo que consumen durante la Pascua, utilizaban sangre de los cristianos. Lo que se le ocurrió a Bruhn fue aplicar la mentira al verdadero asesinato de Winter y despertar así una oleada de odio hacia los judíos.

Lo característico de comienzos del siglo XXI es que la ciencia es una voz más, sin ningún privilegio en este mundo hipercomunicado, donde lo único que cuenta es quién logra imponer su relato sobre todos los demás

La chispa del periódico Staatsburgerzeitung, del 27 de marzo, prendió pronto. Jóvenes de la localidad abandonaban el instituto (gymnasium) para atacar las propiedades de los judíos. El alcalde hizo un llamamiento a la calma dos días después. Pidió que se confiase en la labor de la policía, y cerró las tabernas para que el alcohol no azuzase el fuego del antisemitismo, impregnado en parte de la comunidad cristiana de Konitz. El director del gymnasium advirtió de que suspendería a cualquier joven que participase en los ataques a los judíos. El efecto de estas advertencias fue contrario al buscado: aumentó la frustración de la comunidad cristiana, y muchos vieron nuevos motivos para poner a los judíos de la localidad contra las cuerdas.

Bruhn recurrió al soborno de varios funcionarios para que prestasen una versión retorcida de los hechos, para apoyar la teoría del asesinato ritual por parte de judíos. Por otro lado, se creó una asociación vecinal, el Comité de vigilancia (Ueberwachungskommittee), que le otorgaba legitimidad y autoridad a las acusaciones contra la comunidad judía.

El 21 de abril, un grupo de jóvenes, hoy diríamos que de forma espontánea, se fueron al barrio judío y se paseaban frente a sus negocios gritando eslóganes antisemitas, como “juden raus”. No sólo les lanzaban palabras; les lanzaban también piedras, con las que destrozaron sus casas y escaparates. El 27 de mayo se celebró el funeral por el joven Winter y los actos violentos se repitieron, ahora con el concurso de alemanes de otras localidades.

La Policía no actuaba, quizás porque no tenía fuerzas suficientes, quizás porque no querían enfrentarse a la indignada opinión mayoritaria de los vecinos. Los clientes, que antes acudían a los negocios judíos para comprar telas, adquirir comida o comprar zapatos, ya no lo hacían pues temían por su integridad física. En dos ocasiones tuvo que acudir el Ejército Prusiano a restituir el orden ante la inacción policial. De los 480 miembros de la comunidad judía, acabaron emigrando de la localidad 130.

En el peor momento, el líder de la comunidad judía en Konitz decide recurrir a la ayuda de la comunidad cristiana. El doctor Fessler, rabino de la localidad, le pidió a los profesores que enseñaban teología del Antiguo Testamento en la Universidad Teológica de Halle si había algún texto o alguna tradición judía que prescribiese el uso de sangre cristiana en alguno de los ritos judíos.

Los dos profesores replicaron con los mismos términos en los que se había producido la resolución adoptada en el Congreso sobre Orientalismo que había tenido lugar en Roma el año anterior: “A la vista de los hechos recientes”, los profesores reconocían que era su deber “declarar que la afirmación de que el uso de sangre cristiana para rituales nunca ha sido prescrita o siquiera insinuada en ninguna de las indicaciones que son válidas para los fieles de la religión judía. Es una calumnia absolutamente sin sentido, impropia de finales del siglo diecinueve”. Hay que recordar que esta infamia circulaba desde la Edad Media.

La declaración de los profesores de teología de la Universidad de Halle logró calmar los ánimos. El dictado de la ciencia, que entonces, tiempos menos oscuros que los que vivimos, tenía un gran predicamento, fue suficiente para poner fin a la infamia.

El caso de Konitz nos resulta familiar. Por un lado, hay una concepción sobre cómo debe ser la sociedad que es lo único importante, que está por encima de otras consideraciones, como la verdad, la justicia o la vida de determinadas personas. Vemos la actuación de lo que hoy llamamos prensa seria. Vemos, también, cómo la policía se enfrenta al insuperable reto de actuar contra el sentimiento mayoritario de una parte de la sociedad.

Hay más paralelismos con la actualidad. Los jóvenes recurren a la violencia para lograr que prevalezca lo que ellos consideran que es la justicia. Hay asociaciones que hablan en nombre de todos los vecinos, pero que responden a unas motivaciones ideológicas determinadas. Y todo ello amparado por una ideología que, además, es falsa.

Lo que vemos en este caso, y nos sorprende porque hoy resultaría impensable, es la actuación por parte de los verdaderos intelectuales, que no son los actores de cine ni los cantantes, sino quienes han dedicado décadas de esfuerzo al estudio y la reflexión sobre un aspecto particular del saber. En este caso, su veredicto se ajusta estricta y exactamente a lo que saben. Se enfrentan, y lo saben, a la censura de una parte de la sociedad que quiere oír lo contrario, que lo desea con todas sus fuerzas porque espera que la ciencia sancione la violencia ejercida contra los judíos. Para ellos, el veredicto de los profesores es decepcionante. Pero ellos tienen de su lado el conocimiento y el veredicto del estudio histórico. Y no van a renunciar a ello.

Más chocante, desde nuestro punto de vista, es la reacción de la sociedad. No es el Ejército Prusiano, sino la opinión de dos profesores lo que restituye el orden. La ciencia tiene un valor en aquella sociedad. Las palabras “impropia de finales del siglo diecinueve” tiene sentido. Lo característico de comienzos del siglo XXI es que la ciencia es una voz más, sin ningún privilegio en este mundo hipercomunicado, donde lo único que cuenta es quién logra imponer su relato sobre todos los demás.

Hoy no se espera ni siquiera de los verdaderos intelectuales que tengan la actitud de estos dos profesores. También para ellos, para gran parte al menos, la verdad es un accidente en la construcción de la ideología.

Foto: Tbel Abuseridze


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