Una de las cosas que me parecen más preocupantes del presente es la posible destrucción de las bases sociológicas de la democracia americana. Los EEUU, que han padecido una historia muy belicosa y no tan lejana, han basado su estabilidad política en un acuerdo social muy de fondo. Como observó Hannah Arendt la riqueza de las colonias británicas permitió el éxito inicial de la democracia americana del mismo modo que la pobreza le puso más de un obstáculo a la francesa.

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A siglo y medio de la fundación de la democracia americana se observan algunos rasgos preocupantes en la política de la gran nación y no es difícil relacionar las razones de esa crisis con el hecho de que el bienestar económico inicial haya dejado de ser indiscutible. Dos son los factores que pueden estar quebrando la estabilidad de la más veterana democracia del mundo, por una parte, la creciente desigualdad económica y de bienestar entre la América profunda y las costas y, por otra parte, la difícil digestión del pecado original del racismo que ha derivado en una nueva radicalidad revolucionaria que separa de manera profunda a casi todos los conservadores de las curiosas corrientes progresistas que está adoptando muy buena parte del partido demócrata.

Si los europeos pretendiésemos jugar un papel propio de almas muy bellas situándonos en tierra de nadie cometeríamos un error de consecuencias catastróficas

Lo que más ha saltado a la vista de ese nuevo malestar norteamericano ha sido los episodios un poco grotescos de la época de Trump que culminaron con una acusación inaudita de fraude electoral y la surrealista intentona de asalto al Capitolio. Pero como pasa casi siempre, los fenómenos extremos tienden a dibujarse sobre un fondo de anormalidad, de ruptura de consensos muy básicos.

A los europeos nos preocupa, además, el alejamiento norteamericano del mundo atlántico y su orientación al Pacífico; esto es algo más que darnos cuenta de nuestra creciente insignificancia geopolítica porque resulta que no sabemos muy bien qué hacer fuera del paraguas de seguridad americano, pese a que muchos de nuestros líderes llevasen tiempo quejándose de su abusiva presencia y nos llama la atención que los EEUU se ocupen del resto del mundo, incluido Marruecos, mientras dan la sensación de perder interés por la viejísima y débil Europa.

Por si fuera poco, el mundo empieza a darse cuenta de que el poder militar de los EEUU empieza a estar seriamente amenazado por los chinos, cuya marina de guerra cuenta ya con más navíos que la US Navy,  y parte de la dirigencia política europea empieza a temer que ese enfrentamiento nos cause daños tan indirectos como irreparables, tanto si nos seguimos alineando con EEUU como si ensayamos, a la Macron, una posición desenfilada en un conflicto en el que no parece que pudiésemos sacar ninguna ventaja. Es decir que los EEUU están descolocando nuestro mundo.

Ahora bien, esa sensación de estar fuera de lugar puede ser una consecuencia muy directa de que no sabemos bien en qué mundo queremos vivir. Bueno, hay que matizar, es claro que querríamos vivir en Jauja y, de hecho, llevamos años haciéndolo en la medida en que nos hemos podido olvidar de la seguridad dejando que los gastos que acarrea corrieran a cargo del amigo americano, mientras destinábamos esos fondos que nos ahorrábamos a objetivos que suponíamos mucho más civilizados. En España, por ejemplo, vemos cómo Marruecos compra una artillería que podría machacar bastantes de nuestras ciudades, aunque se suponga que no está destinada a eso, y todavía tardaremos en recuperar el ritmo inversor necesario para tener un mínimo de ventaja militar en ese flanco.

Hace años tuve la oportunidad de estar presente en los EEUU durante la campaña que llevó a Obama a la Casa Blanca y pude escuchar en directo cómo éste afirmó que no cesaría de perseguir a Ben Laden hasta matarlo, cosa que acabaron haciendo los comandos de la Navy Seal en mayo de 2011. Ni que decir tiene que ningún dirigente europeo (de España ni hablemos) se atrevería a pronunciarse con similar claridad ante un caso semejante, y cabe pensar que ello se deba a que estamos más civilizados, pero sería un error. Lo que sí puede que nos pase es que estemos más baqueteados y, sobre todo, que el sentido común nos indica que, con escasas excepciones, no tenemos los medios para hacer nada parecido.

Las democracias europeas tendrán que recuperar fortaleza de carácter como consecuencia de que nos haremos más conscientes de nuestras debilidades y Finlandia nos está dando un ejemplo muy claro de que tenemos que cambiar nuestro modo de enfrentarnos a los posibles conflictos. Si esto es cierto para toda Europa, el caso español es todavía más grave y basta pensar en los resultados de la manera en que el Gobierno de Pedro Sánchez se ha relacionado  con Marruecos para concluir en que el  camino del allanamiento no llevará a nada bueno, que ceder sin contrapartidas es el peor negocio que se puede hacer en cualquier aspecto de la vida pero es suicida en las relaciones internacionales que no entienden de otra cosa que de poder militar y de solidez política.

Los EEUU tienen numerosos defectos, y, ahora mismo, problemas políticos de notable dificultad, pero nos siguen ganando por goleada en tecnología, patriotismo, y sentido práctico. Ahora se tienen que enfrentar con una civilización varias veces milenaria que acaba de salir de manera extraordinariamente admirable de un largo período de frustración y que no vacila a la hora de reconocer que quieren ser hegemónicos en el mundo que está ya a las puertas. Me parece que de esta situación se pueden sacar dos conclusiones. La primera que hay que desear que los EEUU superen sus crisis internas para estar a la altura del desafío que se les plantea, la segunda es que si los europeos pretendiésemos jugar un papel propio de almas muy bellas situándonos en tierra de nadie cometeríamos un error de consecuencias catastróficas.

Pero, para no equivocarnos, no bastará con no confundir de qué lado están nuestros valores y nuestros intereses. No solo tendremos que esperar que los EEUU acierten con sus crisis, sino que haríamos muy bien en aprender de su dinamismo, de su capacidad de decisión, de su valor militar, de su radicalidad democrática y de su balance de poderes, sin que eso suponga que tengamos que renunciar a nada que pueda ser ejemplar y defendible.

Foto: Lucas Sankey.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web