Finalmente, las misteriosas palabras de Francisco, que es obispo de Roma y quizás otras cosas, no se han cumplido. Dijo que el primer ministri de Hungría, Viktor Orban, le había dicho a su vez que Vladimir Putin tenía un plan por el cual la guerra concluiría el lunes, 9 de mayo.
Lo misterioso no es que Orban le dijera eso; sabemos que los políticos mienten. Lo misterioso es que Francisco se lo tomase al pie de la letra. Cualquier persona informada sobre la situación que se está produciendo en Ucrania sabe que no tiene ningún elemento racional para pensar que este lunes se habría terminado la guerra. ¿Creía Francisco en una intervención divina o en la intermediación de la pachamama? No lo sabemos.
Putin no lamenta la decisión de invadir Ucrania, sino la de no haberlo hecho antes, cuando el país estaba menos preparado para resistir
Lo que sí sabemos es que ve capaz a Vladimir Putin de renunciar a la guerra en un momento en el que sus objetivos, da igual cuáles creamos que sean, están lejos de cumplirse.
También sabemos que Putin siempre podrá contar con Francisco para que le eche una mano en la otra guerra, la de la propaganda, en la que el obispo de Roma es siempre muy beligerante. Ha dicho que “los ladridos” de la OTAN son el detonante de la guerra. Como si la OTAN accionase una palanca, a cuyo extremo opuesto se encontrase la maquinaria bélica rusa. La decisión de accionar (con ladridos) la palanca es sólo otaniana, y la reacción es automática, inevitable, involuntaria, y por tanto no es susceptible de ser juzgada moralmente.
Como dice Jean-François Revel en El conocimiento inútil, si la Iglesia sale del terreno que atañe al dogma y profiere opiniones sobre cuestiones mundanas, podemos escuchar sus palabras y concederles el respeto que merece la institución, pero han entrado en un terreno en el que jugamos todos con los mismos instrumentos, humanísimos, propios de la razón. En ese juego no tenemos por qué concederle un status especial. No incido en lo que pienso de las palabras de Francisco, porque en realidad no hace falta.
Lo interesante, y lo triste, es que la guerra continúa. Y que Vladimir Putin no sólo no la ha detenido, sino que ha aprovechado la celebración de la victoria de Rusia en la II Guerra Mundial para justificarla.
Según Putin, “veíamos cómo se desarrollaba la infraestructura militar, cómo comenzaban a trabajar cientos de asesores extranjeros, se producían entregas regulares de las armas más modernas de los países (de la OTAN)”. Y claro, ante la amenaza de que suponían los cientos de asesores, o peor aún, de que alguno de los vecinos de Rusia pudiera armarse para defenderse de ella, la decisión no podía ser otra que la invasión: “El peligro crecía día a día, por lo que Rusia dio una respuesta preventiva a la agresión. Fue una decisión forzada, oportuna y la única correcta, una decisión tomada por un país soberano, fuerte e independiente”. La momia de Lenin debió de sentirse reconfortada ante estas palabras.
Por supuesto que no ha habido ninguna agresión hacia Rusia por parte de Ucrania, ni de ningún otro país. Por supuesto que tampoco la iba a haber. ¿Quién iba a atacar a Rusia? ¿Con qué objetivo? No hay ninguno razonable. Por contra, la perspectiva de despertar la ira de una dictadura nuclear bajo el mando de un maníaco que habla con la Historia es lo suficientemente desalentadora como para refrenar cualquier impulso bélico. ¿De qué agresión habla?
La agresión es la posible decisión por parte de Georgia, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia o Suecia, de sumarse a la OTAN. La lógica es que Putin ha decidido que esos países no pueden tomar esa decisión, o algunas otras, porque comprometería la capacidad de Rusia de actuar como le apetece en ciertos escenarios que considera propios, como el Mar Negro o el Mar Báltico. O la capacidad de condicionar los gobiernos de los países vecinos para someterlos a su arbitrio, como hacen ya en Bielorrusia o Georgia. A eso se refiere con “un país fuerte e independiente”.
Lo ha intentado en Ucrania, pero no lo ha logrado de forma permanente. Haberse quedado con la Península de Crimea hizo que la elección de un nuevo presidente ucraniano pro ruso fuera más difícil, porque el delicado equilibrio étnico-político que provocó cambios en uno u otro sentido se vuelca más del lado “ucraniano”, tras la conquista de Crimea. Por supuesto, si después de esta guerra le suma el control del Dombass, el desequilibrio electoral en contra de sus intereses será mayor. Y, por tanto, los resultados de las elecciones futuras en Ucrania caerán cada vez más lejos de su estrategia. Como Putin no está dispuesto a que eso ocurra, la ocupación de Crimea y puede que la del Dombass hacen más probables futuras intervenciones militares en Ucrania por parte de Rusia.
La política de Moscú respecto de la política en Ucrania ha fracasado. Esa combinación entre subvenciones, propaganda, apoyo a las bandas armadas secesionistas y el asesinato no ha dado sus frutos.
Las menciones de Putin a los temibles asesores y a las armas son precisas. Ucrania aceptó el ofrecimiento de la OTAN de entrenar sus tropas; según cuenta la prensa occidental, el Ejército ucraniano ha pasado de utilizar las mismas doctrinas obsoletas que mantiene Rusia y ha adoptado otras, más modernas y favorables a una defensa efectiva contra un Ejército regular. Ucrania se rearmó, con un complejo sistema de comunicaciones y el uso de drones, y la compra de misiles. Putin no lamenta la decisión de invadir Ucrania, sino la de no haberlo hecho antes, cuando el país estaba menos preparado para resistir.
A medida que nada daba resultado, Rusia se iba quedando sin opciones hasta tener que descartar la última: la intervención militar. No lo ha hecho, claro, y por eso estamos hablando de guerra. El gobierno de Ucrania debía de saberlo, pero no podría aceptar todas las condiciones rusas para evitar la guerra. Aunque seguramente podrían haber hecho más para acercar las posturas, o para ganar tiempo.
Fuera de Ucrania, la belicosidad de Rusia ha acabado por decidir a varios países (al menos Suecia y Finlandia) de que la mejor manera de mantener su independencia de los dictados de Moscú es integrarse en la OTAN. Putin está precipitando lo que quiere evitar.
Es más, la propia OTAN está dispuesta a acoger en su seno nuevos miembros. Y hace bien en hacerlo. Pero la iniciativa no es suya, sino de los vecinos de Rusia, que por motivos que entendería un niño, pero no Francisco, no quieren ser títeres de la satrapía putinesca.
Putin ha sido víctima de su propia propaganda. Seguramente está convencido de lo que siempre ha dicho: que las dos revueltas contra sendos gobiernos pro-Moscú no reflejaban el verdadero sentimiento del país. Y también se engañó al pensar que el paseo militar en Crimea se repetiría en otras áreas pro rusas de Ucrania. Pero una cosa es que en Mariupol cuatro de cada cinco ciudadanos votaran prorruso y otra que los ciudadanos vean con agrado la posibilidad de convertirse en nuevos títeres de Putin. Sabemos que están dispuestos a luchar con tal de no serlo.
Probablemente Putin tampoco esperaba una respuesta occidental tan unificada en su contra, aunque fuera en el terreno de la guerra económica. He de decir que en esto yo también me habría equivocado.
Y, en cualquier caso, el propio sistema político favorece el desastre. Quien toma las decisiones (Putin) no sufre las consecuencias negativas de hacerlo. Sí, se acerca o se aleja de sus objetivos. Pero él no se verá afectado personalmente por (casi) ningún devenir de la guerra. Y quienes sufren las consecuencias no tienen influencia sobre la cuestión política clave, que es la de su continuidad en el gobierno.
Cabe pensar que Vladimir Putin nunca estuvo cerca de medir las consecuencias de su decisión. El propio sistema político favorece su irresponsabilidad. Y toda la inteligencia rusa no sirve de nada, si a la hora de la verdad nadie puede compartir con el sátrapa una valoración ajustada de lo que puede pasar. Putin, por otro lado, es incapaz de renunciar a sus objetivos aun cuando tener la posibilidad de alcanzarlos le lleve a un posible, y más que probable, desastre.
Foto: Antonio Marín Segovia.