Una de las férreas certezas en que se basa la visión del mundo de Vladimir Putin y sus consortes (los de allí y los de aquí) es el dogma de la decadencia de «Occidente». Por un lado, se trata de una herencia de la teoría leninista del «capitalismo tardío», que no solamente anida en las cabezas de los ancianos señores cuyas carreras empezaron una vez en las instituciones comunistas y en muchos casos se quedaron mentalmente atrapados allí, también adorna el discurso de los jóvenes comunistas occidentales, embobados en su desprecio suicida por lo que les permite vivir como lo hacen. Es cierto que las numerosas debilidades, fracasos y errores de los Estados occidentales, ampliamente discutidas por sus medios de comunicación, las protestas siempre emergentes, a menudo orquestadas con esos jóvenes suicidas, contra el estilo de vida occidental – ruinoso para la humanidad, dicen- o la autorrepresentación en el cine, la música, la literatura, etc. con su tendencia a la autocrítica sin miramientos, hasta la distopía, ahondan en esta valoración negativa del occidente en decadencia.
Los Estados de «Occidente» están de hecho repartidos por casi todos los continentes, sus formas de gobierno varían desde monarquías constitucionales a democracias estrictas en las que se ha abolido la nobleza, desde repúblicas presidenciales de gobierno centralizado a federaciones laxas. Cambian constantemente, en la composición étnica o religiosa de sus poblaciones, en sus políticas y alianzas exteriores, en su estructura interna, en el estado de sus condiciones naturales y medioambientales. Pero hay fuertes puntos en común que justifican el término genérico algo aproximado de “países occidentales”.
Toda la palabrería que nos llega de los enemigos de Occidente sobre una humanidad más profunda, con mayor fuerza y ambición, desde una supuesta espiritualidad esotérica, parece ser sólo el nuevo opio administrado a la gente a la que chinos, putines o talibanes no pueden ofrecer perspectivas de progreso
Sea como fuere, cada vez más personas «en Occidente» también están convencidas de que nuestro modo de vida muestra fuertes signos de decadencia. Este sentimiento parece ser más pronunciado en los Estados Unidos de América. Si uno cree en la autorrepresentación mediática y artística de los intelectuales estadounidenses, su país es predominantemente el hogar de neuróticos urbanos socialmente perturbados, adictos al sexo, consumidores de drogas y alcohol o, como sus contrapartes, paletos extremadamente brutales y asertivos, sheriffs de gatillo fácil, banqueros corruptos y mafiosos. Rara vez se menciona a los millones de personas que van a trabajar cada día y que generan la inmensa renta nacional estadounidense. Supuestamente habitado en su mayor parte por lunáticos, desertores y sinvergüenzas, el país genera el mayor producto interior bruto (PIB) del mundo, con 23 billones de dólares, y con diferencia el mayor PIB per cápita, con más de 69 mil dólares.
En comparación, China, percibida como un gigante económico en nuestra percepción, tiene un PIB de 14,7 billones y sólo 11 mil dólares per cápita. En Australia, el PIB per cápita es de 63 mil dólares, en Canadá de 52 mil, en Alemania de 45 mil, en Gran Bretaña de 40 mil. La Rusia de Putin, también percibida como un gigante amenazante y altamente armado, tiene un PIB comparativamente minúsculo de menos de 2 billones -menos de una décima parte del de Estados Unidos, la mitad del de Alemania y más o menos lo mismo que Corea del Sur- y sólo 11 mil dólares de PIB per cápita, más o menos el nivel de China.
No somos tan independientes de la propaganda como nos gustaría. Como occidentales inteligentes y superinformados, nos creemos personas con opiniones propias e incorruptibles. Sin embargo, en muchos casos no somos inmunes a la desinformación de los ideólogos del Kremlin de Putin ni a los panfletos chinos basados en la ocultación de las miserias de régimen comunista y el engrandecimiento de los llamados “logros de Pekín”. Y menos inmunes somos aún contra nuestros propios clichés occidentales. Y uno de ellos es que somos unos débiles afeminados y decadentes en comparación con los pueblos que se nos vienen encima de forma terrible e inexorable, hijos degenerados de la opulencia que se extinguen y que en realidad apenas tenemos posibilidades de sobrevivir.
¿Somos realmente decadentes? ¿Podemos serlo del todo? ¿Los Estados, cuya depravación, degeneración y decadencia suponemos, tienen siquiera la madurez necesaria para entrar en decadencia? De acuerdo, los estados europeos son plantas relativamente viejas y muy arboladas, pero en su forma actual de gobierno son a menudo muy jóvenes. La Primera República de Francia se fundó en 1793 (pronto volvió al Imperio Napoleónico), la Segunda República sólo existe desde 1848. Italia, como Estado, existe desde 1861, como república incluso sólo desde 1946, la República Federal de Alemania sólo desde 1949. Estados Unidos se fundó en 1776, también tiene sólo 246 años. Canadá no pasó de ser un antiguo dominio británico a un Estado independiente hasta 1950, y Australia no se convirtió en un Estado de pleno derecho hasta poco después de 1900. ¿Qué edad tienen los estados de Finlandia, la República de Austria, Corea del Sur, la República de Portugal, el Estado de Nueva Zelanda, el actual Reino de España o Israel?
La mayoría de estos estados están en la adolescencia, si no todavía en la infancia. En realidad, la mayoría de las sociedades occidentales en su forma actual no son decadentes, sino infantiles. Los errores que se cometen no son síntomas de envejecimiento, sino signos de inmadurez. También es difícil en la vida diaria distinguir entre estas dos condiciones. Los adolescentes suelen comportarse como si fueran «decadentes». Gastan su dinero en bebidas alcohólicas y fiestas, se emborrachan, se pasan la noche de fiesta y se despiertan hacia el mediodía con la cabeza como un bombo. Descuidan su seguridad, desprecian las precauciones para su futuro. Sus vidas están orientadas a la diversión y al sexo, no al cumplimiento de sus deberes sociales. Son propensos a la imprudencia, la gestión irresponsable y la falta de previsión. Si encontramos todo esto en la política occidental de nuestros días, es un signo de infantilidad más que de «decadencia».
A poco que nos detengamos sobre el asunto, descubriremos rápidamente, si no estamos completamente cegados ideológicamente, que las admoniciones sobre la decadencia de Occidente son casi tan antiguas como el propio Occidente – y si uno mira hacia atrás, la decadencia se predijo más de una vez y sin embargo nunca llegó-, y no importa cómo se mida el bienestar de la gente, quienes vivimos en Occidente lo hacemos mejor que nunca en la historia de la humanidad. Que una política que acoge a los inmigrantes, que lucha por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres y que vela por que las minorías no se vean perjudicadas, que una política así no debilita a una sociedad, sino que, por el contrario, la hace más fuerte y vital, lo demuestra el hecho de que los motivos de esta evolución no son meramente morales. El capitalismo no puede prescindir de los recursos humanos. Que este capitalismo occidental, que tiene un efecto emancipador ya sólo por frío cálculo, también produce más felicidad, lo sugieren todas las encuestas, según las cuales casi ningún pueblo es más infeliz que el ruso, o el chino, o el afgano.
Toda la palabrería que nos llega de los enemigos de Occidente sobre una humanidad más profunda, con mayor fuerza y ambición, desde una supuesta espiritualidad esotérica (que sabe tan poco sobre la caridad como sobre la misericordia), parece ser sólo el nuevo opio administrado a la gente a la que chinos, putines o talibanes no pueden ofrecer una vivienda decente, seguridad jurídica, medicina moderna o perspectivas de progreso. Busquen entre los profetas de la decadencia de Occidente alguna idea nueva, hermosa y atractiva que pueda competir siquiera a medias con la libertad, la igualdad, la fraternidad o el sueño americano.
Foto: Los líderes europeos firman el tratado para poner fin a la Primera Guerra Mundial en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles.