Los resultados de cualquier acción política tienen consecuencias bastante largas que, además, no son siempre las previsibles. La política es un arte que no tiene demasiadas reglas indiscutibles en parte por eso, nunca es fácil saber cuáles serán las derivaciones de una decisión cualquiera. Los plazos temporales, el presente, el mañana, el futuro lejano no son fáciles de controlar y el futuro, en particular, es siempre plural, y suele dedicarse a desmentir a los profetas.

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Este tipo de consideraciones ayudan a entender que los políticos se manejen casi siempre con un corto plazo en el que es imposible planear ninguna acción consistente, y por eso es muy difícil cambiar nada, porque hacerlo exige pensar en plazos que el político al uso suele considerar suicidas, porque no le sirven para amarrar sus objetivos inmediatos, las encuestas, las expectativas electorales. Todo esto contribuye de manera muy intensa al desprestigio de la política, porque se confunde con facilidad con un prejuicio tan común como verosímil, a saber, que los políticos van exclusivamente a lo suyo, que no les importa nada si no se traduce en beneficios inmediatos para su cuenta de resultados.

Sin embargo, los políticos gustan de hacer promesas que se remiten a un futuro muy largo, arreglar o mejorar lo del medio ambiente, acabar con la desigualdad, hacer justicia universal, y un sinfín de bellas palabras, y pretenden que esa admirable intención sea el criterio con el que se juzguen sus resultados efectivos, o la ausencia de cualquier resultado, lo que es más frecuente. Esta pretensión de ser juzgado por lo que digo y no por lo que hago es un salvoconducto universal, y si se acepta por los electores, como con frecuencia sucede, altera cualquier enjuiciamiento racional, porque coloca las acciones políticas en una perspectiva en la que los errores son impensables, en la que siempre existe una explicación fácil y poderosa para la tontuna más sofisticada. La mentira, por ejemplo, sobre todo cuando es norma habitual, suele justificarse de ese modo, de forma que las mentiras pasan a ser irrelevantes porque un político mentiroso no admite que haya dicho algo falso, sino que eso que dijo era algo que había que decir de modo necesario para conseguir lo que todo el mundo espera que se consiga. En esta forma de actuar, las promesas nunca son mendaces, por ejemplo, pues sirven para animar a los forofos y su incumplimiento proporciona un valiosísimo argumento contra los enemigos del pueblo, contra los hacedores del mal.

Un dicho irónico afirma que hay personas que van de victoria en victoria hasta la derrota final, y también puede que haya personas capaces de ir de error en error hasta llegar al éxito, eso decía, al menos, Churchill de sus aliados norteamericanos

Cuando nos creamos encontrar ante un error político mayúsculo tendremos que preguntarnos qué es lo que ha perseguido el autor de la gran pifia. Podemos pensar que se ha equivocado, pero no debiéramos descartar la pregunta un poco más maliciosa, si no se habrá equivocado adrede para conseguir cualquier otro fin que a nosotros se nos escapa, al menos a primera vista. No es que los políticos nunca se equivoquen, la experiencia más ordinaria acredita con abundancia lo contrario, sino que los errores de los políticos no siempre son los que se suponen, en especial los que suponen sus adversarios, olvidando que no es demasiado inteligente dar por hecho que la vara de medir con la que se le juzga sea la que a él le interesa. De hecho, es muy frecuente ver cómo un político que se supone que no da una desde el punto de vista de sus rivales, mantiene al tiempo sus expectativas de voto o incluso las mejora. Podrá pensarse que eso se debe a que los electores son tontos, pero no veo cómo ese argumento le vaya a preocupar a nadie.

Esta disquisición, tal vez ya larga, me la plantea la reflexión sobre lo que parece uno de los errores políticos más clamorosos de los últimos días de la vida española, y reconocerán que abundan los ejemplos para escoger. Me fijaré en la notable conducta del Ministerio del Interior cesando a un coronel de la Guardia Civil por unos motivos que, en apariencia, son harto incomprensibles, cuando no delictivos. A primera vista, esa decisión no tiene ninguna ventaja: permite que se sospeche prevaricación, solivianta a una Magistrada, y a buena parte del gremio judicial, provoca enfados desde la cúpula a la base de una organización tan admirable como rocosa, y no ha conseguido evitar lo que se supone pretendía, mediatizar un informe pericial y secreto de la policía judicial.

Cuando el ministro ha tenido que dar explicaciones, por llamarlo de alguna manera, apenas ha tenido credibilidad, y se ha visto con claridad que no estaba nada cómodo con la situación creada. ¿Ha sido un error, fruto de una escasa reflexión y tal vez de la ira frente a la desobediencia, o ha sido un acto deliberado con otros fines? No tengo la respuesta, pero sí diré que, tanto si es un error como si representa una forma alambicada de astucia, tengo la impresión de que el ministro del ramo tal vez no haya actuado por cuenta propia, pero no puedo saberlo, entre otras cosas porque nada garantizaría que, de existir la posibilidad de preguntarlo a quien pudiera responder, se me fuere a dar una respuesta sincera.

Un dicho irónico afirma que hay personas que van de victoria en victoria hasta la derrota final, y también puede que haya personas capaces de ir de error en error hasta llegar al éxito, eso decía, al menos, Churchill de sus aliados norteamericanos. Me parece que el político siempre está en uno de esos dos casos, y con frecuencia, en ambos al tiempo, alternando estrategias, que es más divertido. La política suele acabar mal, nadie sale por la puerta grande, con mucha frecuencia, todo lo más que se consigue es el olvido piadoso. La política es tan peligrosa para quienes la practican que no salir abrasado se suele considerar muy aceptable, en especial si el que te sigue lo hace todavía peor y consigues suscitar ciertas formas de nostalgia, como, por ejemplo, la de los que añoran a Zapatero, o a Rajoy.

Mucha gente juzga la política con criterios de forofo, pero no vendría mal que aumentase el número de los escépticos y maliciosos, sin caer en esa bobería de las pesadillas conspiratorias que algunos imaginan contra Soros, o contra el Opus, a elegir el malvado predilecto. Caer en la cuenta de que lo que consideramos errores políticos pueden no ser siempre los que parecen, ayuda a ahuyentar el fanatismo, y caer en esas garras sí que es un error, y de los más gruesos. La política no es tan difícil de entender como la mecánica cuántica, pero suele ser algo más sutil que un acertijo de parvulario.

Foto: La Moncloa – Gobierno de España

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web