La cuestión de las percepciones y autopercepciones -más en lo relativo a ámbitos nacionales- es terreno controvertido y proclive a derivaciones subjetivas. Por decirlo en términos elementales, las preguntas acerca de cómo nos ven y cómo nos vemos tendrán respuestas muy distintas y hasta antitéticas dependiendo de la perspectiva y parámetros que se utilicen. La diferencia o especificidad española es uno de los tópicos más persistentes desde hace varios siglos.
Como tantas otras cosas, los adanistas suelen atribuirla al franquismo, focalizando la acusación en aquel inevitable y malhadado eslogan de Spain is different, pero la realidad es que aquella estimación venía de mucho antes, al menos desde fines del siglo XVIII. A lo largo de la centuria siguiente, la eclosión y desarrollo de la estampa romántica difunde en todo el mundo la imagen de una nación española ruda, atávica, misteriosa y sensual, una rara avis en el contexto europeo hasta el punto de constituir un oasis oriental… ¡en el extremo occidental del continente!
No estamos hablando tan solo de esos lugares comunes que permiten la mirada displicente y desdeñosa del científico social o del historiador que se reputa serio. Baste decir a este respecto que el hispanismo se justifica en última instancia como corriente multidisciplinar de estudio con personalidad propia en esa pretendida singularidad de lo español.
Más aún, si la Guerra Civil española concitó tanta atención de un confín a otro del globo fue precisamente porque se interpretó en clave romántica y metafísica de un pueblo heroico luchando contra la opresión y la barbarie. Luego, para la cultura progresista, Franco fue un nuevo Felipe II y el nacionalcatolicismo, una reedición apenas algo más benévola del Santo Oficio. La continuidad esencial percibida en la historia española permitía esos anacronismos sin apenas sonrojo.
De la excepcionalidad a la normalidad
La instauración de un régimen democrático conllevó un cambio de óptica. Los historiadores aprovecharon la ocasión para proponer no sólo una mirada distinta al presente sino otra evaluación de nuestro pasado en su conjunto en términos más alentadores: frente al tópico de excepcionalidad, el paradigma de normalidad. Es obvio que este último concepto tampoco se sostiene si aplicamos un mínimo de rigor: tan inviable es explicar qué significa lo normal como lo anormal, ya sea aplicado a colectivos o a casi cualquier cosa.
Con todo, por la fuerza del uso intensivo, la noción de normalidad española fue calando y se impuso no sólo en el análisis historiográfico sino en los demás ámbitos, en especial el debate político. Aunque pueda parecer una cuestión de matices, significaba un giro copernicano. Pasábamos del clásico enfoque del ensayismo hispano (la antítesis España/problema versus Europa/solución, presente desde José Ortega y Gasset hasta Pedro Laín Entralgo) a la consideración del español como europeo de hecho y derecho, sin adjetivos y, sobre todo, sin complejos. Y sin perder las señas de identidad en el envite (Pedro Almodóvar, sus filmes y sus chicas como nuevos iconos).
Nada que objetar a este cambio. Antes al contrario, no cabe más que felicitarse por ello, aunque solo fuera por la ganancia estética de sustituir la pesadumbre masoquista por una disposición optimista y en general más constructiva. El único problema fue que, siguiendo una secular tendencia pendular, tan propia de nuestra trayectoria histórica, pasamos de un extremo al opuesto.
Nuestra manera de vivir la nueva normalidad -permítaseme la ironía- se parecía a la que regía entre los animales de la granja de George Orwell, que siendo todos iguales, unos eran más iguales que otros: nosotros éramos los europeos más modernos, dinámicos y emprendedores. Si antes nos envidiaban por diferentes –“si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos”, decía una pancarta en una manifestación franquista de desagravio- ahora nos envidiaban porque éramos los mejores, confirmando de ese modo el famoso dictamen atribuido a Nietzsche sobre los españoles, esos seres que se empeñan siempre en la desmesura.
Tras los fastos de 1992 y la consagración de la Transición como modelo político, las sucesivas crisis económicas –en especial, por su virulencia y duración, la última, entre 2008 y 2014- rebajaron los humos de una insufrible autocomplacencia. La irrupción de nuevas generaciones y nuevas demandas políticas y sociales coincidió, no por casualidad, con el agotamiento de un bipartidismo que había proporcionado varias décadas de estabilidad. Nuestra normalidad se hizo más pedestre y algo más miserable, relegados nuevamente al escalafón de país de servicios. Hoy día, sin narcisismo pero también sin sucumbir al antiguo catastrofismo, estamos en mejor disposición para diagnosticar la situación real de España en el escenario internacional.
España está en un extremo de Europa pero su condición periférica se ha acentuado todavía más con el auge del eje del Pacífico y los nuevos gigantes asiáticos
Los países que olvidan la geografía no podrán superarla. Esa es en términos muy simplificados la tesis central del famoso libro de Robert Kaplan, La venganza de la geografía. Yo no suscribo un determinismo geográfico que recuerda inevitablemente a un Montesquieu puesto al día, pero es inevitable reconocer que tanto énfasis en la globalización y las nuevas tecnologías han velado nuestra percepción del espacio tradicional. España está, obviamente, donde ha estado siempre, en un extremo a trasmano de Europa, como decía el poeta inglés W. H. Auden, pero su condición periférica se ha acentuado todavía más con el auge del eje del Pacífico y los nuevos gigantes asiáticos.
Es verdad que los Pirineos ya no constituyen una barrera física y cultural (“África comienza en los Pirineos”, decía Alejandro Dumas), pero la mentalidad española está lejos de interiorizarlo y asumir las consecuencias. Digámoslo sin ambages: la vida española y en particular la vida política es insufriblemente provinciana. La falta de curiosidad por lo que acontece allende nuestras fronteras alcanza cotas espectaculares.
El Estado autonómico ha generado un provincianismo sobreañadido, fomentado por la proliferación de canales televisivos autonómicos
Con algunas excepciones, empezando por los reyes, el desconocimiento de idiomas es una constante en los máximos dirigentes españoles. El Estado autonómico ha generado un provincianismo sobreañadido, fomentado por la proliferación de canales de comunicación autonómicos. A muchos ya parece no interesarles nada que salga de los límites de su comunidad autónoma.
El ensimismamiento y la renuncia acomplejada en intervenir en los grandes asuntos internacionales constituyen las notas distintivas de la política española casi desde el fin del Imperio. Así nos fue en el 98, que nadie movió un dedo por nosotros. Bien es verdad que la contrapartida fue evitarnos la participación en las dos guerras mundiales del siglo XX.
Suele decirse que nuestra condición de pigmeo político se compensa con la talla de gigante cultural (soft power), gracias sobre todo a la extensión universal del idioma de Cervantes. Pero si es así no es precisamente por nuestros esfuerzos, iniciativas o inversiones, sino por la mera fuerza demográfica del continente americano de habla hispana. No nos apuntemos alegremente tantos que no nos corresponden.
Propaganda antiespañola que proviene de… España
En un mundo que ya no es bipolar, sino mucho más complejo, el respeto, el prestigio y hasta la mera supervivencia se ganan a cara de perro. Ahora, con ocasión del reciente éxito del libro de María Elvira Roca Barea, se vuelve a hablar mucho de “Leyenda Negra” (una acuñación muy discutible), obviando o, al menos no enfatizando lo suficiente que nadie ha hecho más por el descrédito de todo lo español en el concierto internacional que los propios españoles, muy por encima de rivales y enemigos. Así fue en el pasado y lo es en el presente.
Buena parte de la historiografía española acoge con alborozo la tesis de Paul Preston sobre el franquismo como genocidio. En España, han dicho los propios españoles, no hay justicia digna de tal nombre: es el segundo lugar del mundo en fosas comunes, tras Camboya. En España, gritan, hay presos políticos. Nadie se ha empeñado con tanto radicalismo y tenacidad en demoler la imagen de la España democrática fuera de nuestras fronteras como los nacionalistas vascos y los independentistas catalanes. Españoles, malgré tout.
En la opinión pública europea están sólidamente arraigados estereotipos y prejuicios antiespañoles alimentados por la insidiosa propaganda de los propios españoles
Así las cosas, ¿cabe sorprenderse de la decisión de algunos jueces alemanes en el caso de Carles Puigdemont? La verdad es que la justicia en Bélgica, Suiza o Reino Unido no ha actuado de modo muy distinto. En la opinión pública europea están sólidamente arraigados unos estereotipos y unos prejuicios que alimenta la insidiosa propaganda antiespañola de los propios españoles.
La desidia de las instituciones españolas por revertir ese proceso es el complemento perfecto. Se nos ve, rascando el barniz de modernidad, como en los tiempos de Franco, un país autoritario y represivo. Nuestro símbolo internacional sigue siendo el toro: en España y fuera de ella son muchos los que nos reprueban porque –dicen- embestimos a las primeras de cambio.
Foto: Dolo Iglesias