No es necesario remontarse muchos años en las hemerotecas para darse cuenta del desparpajo con que nuestros políticos caen en incongruencias, incluso en contradicciones que podríamos considerar mentiras. No importa si hablamos del precio de la luz, el acatamiento de dictámenes judiciales, la planificación fiscal de futuro próximo -ésa que iba a gravar sólo a los ricos-, las subidas y bajadas del IVA en función del permiso concedido por la Unión Europea o el tan traído y llevado “no dejaremos a nadie atrás”.
Si nos paramos dos segundos a reflexionar sobre estas mentirijillas con que lo regalan los políticos un día tras otro, caemos rápido en la cuenta de la difícil situación en la que se encuentra un político en cuanto a alcanza el poder. El líder político ha de contemplar los intereses de una minoría, su grupo de representados, meta sólo alcanzable si se obtiene la mayoría de los votos. La propaganda política puesta en marcha para conseguir tal objetivo, por tanto, no puede ser en ningún modo honesta, sino basada inevitablemente en el fraude y la ilusión. ¿Cómo sería posible si no, publicitar exitosamente entre una mayoría las ventajas de los intereses de una minoría? Ello conduce a la decepción de muchos electores que observan cómo se van dejando de lado sistemáticamente la mayoría de las promesas electorales, cómo van apareciendo nuevas propuestas que nada tenían que ver ni con el interés particular de los fieles votantes ni con el interés general de los ciudadanos gobernados.
Decía James Madison, en su “Vicios del sistema político de los Estados Unidos”, que las personas pretendían acceder a un cargo con poder político por tres razones: la ambición, el Interés personal y el bien púbico. Puntualizaba que lamentablemente la experiencia demuestra qué los dos primeros son los motivos más frecuentes
Este ejercicio de contorsionismo ético y programático solo puede ser llevado adelante por personas que han decidido sacrificar todo en aras de conseguir el poder suficiente para lograr unos objetivos, legítimos o no, que ellos consideran positivos para todos sus conciudadanos. Y es aquí donde no debemos perder de vista que la frase comienza con “conseguir el poder”. Decía Bertrand Russell que en un sistema social en el cual cualquiera puede tener acceso al poder, los puestos que confieren poder serán, por regla general, ocupados por personas que se diferencian de la media por ser excepcionalmente amantes del poder. Amor por el poder que sólo puede tener un final feliz en la consecución de un cargo que permita imponer a los demás aquellas hermosas ideas con que todo político comienza su carrera hacia el consejo de ministros.
Thomas Jefferson, en su carta de 21 de mayo de 1799 a Tench Coxe, ya advertía de los peligros que ese amor por el poder, por el despacho, por el sillón (poltrona le dicen algunos) esconde y promociona: cuando un hombre les ha echado un ojo con fruición, comienza la podredumbre en su conducta. Me atrevo a diagnosticar que esto es así porque el fin último no es el de procurar el bien de todos, sino el de obtener y mantener el propio poder.
Decía James Madison, en su “Vicios del sistema político de los Estados Unidos”, que las personas pretendían acceder a un cargo con poder político por tres razones: la ambición, el Interés personal y el bien púbico. Puntualizaba que lamentablemente la experiencia demuestra qué los dos primeros son los motivos más frecuentes. Y es así como, con tan pobre motivación, no es de extrañar que se cometan errores o se caiga fácilmente en incongruencias. Se pregunta Madison cómo es posible que los electores no sean capaces de desenmascarar las viles mentiras, identificar al mentiroso e intentar con su voto reparar el daño causado. Madison apunta que la facilidad para enmascarar viles y egoístas medidas con pretextos de bien público y aparente conveniencia es lo que nubla la razón de muchos votantes a la hora de valorar con perspectiva temporal los actos de sus gobernantes.
Ignoro qué piensan ustedes, pero a mí, que autores del siglo XVIII fueran capaces de describir con tal perfección el origen y las causas de los innegables desmanes a qué nos tiene sometidos el Gobierno de Sánchez Castejón, me resulta descorazonador. Han pasado más de 200 años y no hemos aprendido absolutamente nada.
Las mentiras del gobierno… Seamos sinceros, la mayoría de nosotros estamos convencidos con Nietzsche de que detrás del alto y noble concepto de la verdad predominan los intereses. Todos hemos leído a Foucault, Deleuze y Derrida, y hemos aprendido de ellos que la lucha por la verdad no es más que un juego de poder, y que cada palabra tiene significados infinitos. Con esta intuición en el bolsillo espiritual, bailamos al borde del precipicio y proclamamos al mundo que la diversidad es mejor que una doctrina unificada y que todo el mundo debe ser feliz con «su verdad» siempre que deje vivir al otro con la suya.
Y un día, de repente, nos damos cuenta de que muchos de esos otros no sólo no están dispuestos a dejarnos vivir tranquilos con «nuestra verdad», lo que nos imponen es además un invento peligroso, una herramienta más de eliminación de la diversidad, de imposición de una doctrina determinada sobre lo que es y lo que no es. De repente nos sorprendemos indignadísimos porque los círculos políticos que nos desagradan definen la verdad según su propio gusto. No era eso lo que buscábamos desde nuestro posmodernista acercamiento a la resolución de «la verdad».
Sólo queríamos protagonizar unas cuantas aventuras del pensamiento que no tuvieran malas consecuencias. Sólo queríamos estimular un poquito nuestros cerebros, y nunca se nos pasó por la cabeza que los librepensantes no éramos los únicos que iban a usar esa herramienta. Queríamos que esas «otras» personas continuaran razonando «adecuadamente», y reconociendo como verdades aquellas que la ciencia presenta como probadas. La idea de Nietzsche de que sólo hay interpretaciones, pero no hay hechos, nunca debió ser válida para ellos, para «los otros».
Es cierto que siempre hemos dicho -con la boca pequeña- ser fieles a los postulados de Habermas, ahora nos gustaría reivindicar sus mandamientos comunicativos, que incluyen justificar siempre las propias afirmaciones, no enredarse en contradicciones y buscar el consenso. Nunca tuvimos nada contra Habermas, pero siempre fue un poco molesto con sus eternas demandas de validación y diálogo normativo. Tal vez por ello, nuestra forma de crecer como sociedad haya resultado en la hiperdemocratización de todo. Incluso de “la verdad”.
Pero ¿y si alguien ignora nuestro simulacro de diálogo? ¿Si ve en él sólo las demandas de sus enemigos? ¿Para qué los argumentos, dirán, si son contrarios a sus propias intenciones? ¿Para qué seguir unas reglas del juego de las que nos servimos quienes ellos consideran sus enemigos? ¿Por qué no situar «verdades» en el mundo -pensarán- que no pueden ser probadas de ninguna manera, pero generan júbilo y cohesión entre los propios partidarios? ¿Y si ese alguien tiene realmente PODER?
Y lo han hecho.
Foto: Pool Moncloa / Fernando Calvo