En 2012, inmediatamente después de publicarse los datos de la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en la que la desconfianza de los españoles hacia los políticos alcanza sus valores máximos desde que en España existe algo parecido a una democracia, Soraya Sáenz de Santamaría, entonces vicepresidenta del Gobierno, se apresuró a declarar que «la mejor reflexión personal que podemos hacer los políticos para servir de verdad a la profesión a la que temporalmente algunos nos dedicamos es de actitudes y de aptitudes, de asumir esta tarea desde la austeridad y desde la ejemplaridad. Y saber que tenemos que gestionar lo público con el mismo rigor con que gestionamos lo privado, lo nuestro, lo que nos afecta». Palabras en apariencia bienintencionadas que, sin embargo, evitaban de manera calculada, una vez más, aludir al problema de fondo: nuestro modelo político. Modelo en el que sólo unos pocos individuos, separados del resto y sometidos a incentivos incorrectos, toman decisiones relevantes que afectan gravemente al conjunto de la sociedad.

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Simultáneamente a las palabras de la vicepresidenta, un número significativo de periodistas de partido se apresuraron a lanzar a los cuatro vientos la consigna de que nuestros dirigentes no son extraterrestres ni seres vivos engendrados en tubos de ensayo, sino que provenían de esa misma sociedad que tanto les detesta. Por lo tanto, no serían más que nuestro fiel reflejo. Dicho en otras palabras, tendríamos los políticos que nos merecemos. Así, ya por aquel entonces, una vez socializadas las pérdidas de la Gran recesión a golpe de decreto, y conforme la sociedad parecía volverse levantisca, también se socializaba “la culpa”, porque si todos éramos responsables, entonces nadie era responsable.

Insistir en que los políticos son el espejo de los ciudadanos no sólo es una falacia: es una coartada. Una que permite a quienes gobiernan seguir haciéndolo sin corregirse, sin rendir cuentas y sin cambiar nada

Pero aceptar la idea de que los políticos son el reflejo de los ciudadanos (reduccionismo que olvida esa separación premeditada, casi quirúrgica, existente entre clase política y sociedad civil) nos obligaría a aceptar que ambas corrupciones, la de los políticos y la de los ciudadanos comunes, son una misma corrupción. Sin embargo, no es exactamente así.

Mucho antes del estallido de los grandes escándalos de corrupción más recientes de la democracia, el periodista José Luis Balbín —entonces director del mítico programa La Clave— solía relatar una escena que presenció durante un coloquio informal con varios cargos públicos. En plena charla sobre regeneración política, uno de los asistentes, alto funcionario con años de carrera a sus espaldas, interrumpió para decir: “Mire usted, Balbín, en España no tenemos un problema de corrupción. Tenemos una cultura del privilegio”. Aquel comentario, tan cínico como revelador, venía a decir que no se trata de unos cuantos delincuentes aislados, sino de una estructura entera organizada en torno a prerrogativas heredadas, favores cruzados y acceso restringido. En efecto, más que una patología, lo que sufrimos es una tradición. Y mientras esta cultura siga naturalizada en la cúspide del poder, señalar al ciudadano medio como corresponsable de la degeneración institucional no sólo es falso, sino profundamente deshonesto.

Cierto es que, a nivel personal, en una sociedad tan clientelar como es la nuestra, nadie se libra, como luego explicaré, de estar infectado en alguna medida por la corrupción. Y también que, en cuanto a los Estados, países aparentemente ejemplares como Alemania padecen corrupción a gran escala (Friedrich Schneider, profesor de economía en la Universidad Johannes Kepler de Linz, Austria, estimaba ya en 2012 que el coste de la corrupción en Alemania ascendía a 250.000 millones de Euros). Sin embargo, la estrategia de poner el ventilador en marcha y esparcir la porquería (todos somos corruptos) pretende evitar la rebelión social y la depuración de responsabilidades. Y lo que es aún más importante, que salgan a luz las graves ineficiencias del sistema político y, en consecuencia, no haya otro remedio que aplicar sin paños calientes las reformas necesarias. Reformas que, desde luego, van mucho más allá del aseado y escueto acto de contrición de doña Soraya. Porque las palabras se las lleva el viento. Y con nuestros políticos el viento sopla de continuo.

No es cierto. No sólo no tenemos los políticos que merecemos (por razones obvias de modelo) sino que la corrupción política es de una virulencia y extensión que desborda los paralelismos con la sociedad civil. La corrupción del español de a pie poco tiene que ver con la corrupción política.

Según analiza Arnold J. Heidenheimer en Perspectives on the Perception of Corruption, la conciencia moral de la sociedad distingue tres categorías de corrupción (blanca, gris y negra). En el primer nivel se encuentra la corrupción tácitamente aceptada por la sociedad. Aquella que se limita a las relaciones clientelares dentro del ámbito familiar. Un nivel más arriba está la corrupción vista con cierto oprobio. Pues su alcance institucional (público o privado) excede el ámbito familiar y produce graves perjuicios. Y por encima de ambas está la corrupción política discrecional que viola gravemente las normas morales y legales. Y cuyo impacto sobre la economía y la sociedad es devastador (véase el caso de España).

En lo que respecta a la sociedad civil, el primer nivel de corrupción es, por así decirlo, el de uso más extendido. No consiste en obtener un beneficio económico ilegítimo, ni siquiera un pago en especie o la compraventa de favores, sino proporcionar u obtener pequeñas ventajas, como, por ejemplo, un empleo gracias a la mediación de un familiar, amigo o conocido. Es lo que vulgarmente conocemos por “enchufe”. Sin embargo, el favor no lleva implícita contrapartida, al menos no de forma obligatoria ni inmediata. Y, por lo tanto, no es corrupción ya que no hay propiamente “corruptor” y “corrupto” al no existir intercambio.

Por otro lado, Ulrich von Alemann, investigador y profesor de ciencias políticas en la Heinrich-Heine-Universität (Düsseldorf), para identificar lo que es “corrupción” establece no una definición sino un proceso de siete pasos al que llama “lógica del intercambio de la corrupción”, que, resumidamente, es el siguiente: (1) El comprador (la persona que ofrece el soborno: “el corruptor”) quiere (2) un bien raro (una orden, autorización o posición) que (3) el vendedor (la persona a ser sobornada: “el corrupto”) puede asignar. Este último recibe (4) un incentivo adicional (dinero o pago en especie) para la asignación de dicho bien. El corrupto así (5) viola las normas morales y legales y causa (6) perjuicios a los intereses de un tercero, un competidor y/o el interés público. (7) Por lo tanto, la corrupción está oculta y escondida.

Parece evidente que cumplir los siete puntos de este proceso escapa a las posibilidades del ciudadano común. Hacerlo sólo está al alcance de la clase dirigente (políticos, personas cercanas a estos y grandes empresarios). Ni la sociedad española se dedica compulsivamente a ofrecer sobornos para obtener bienes raros, ni la obtención de pequeños favores se realiza de forma oculta y escondida. Pues, dentro de un Estado que es la antítesis de un sistema de libre acceso, esa corrupción blanda está aceptada como un recurso legítimo; un mecanismo de supervivencia frente a una élite acaparadora de rentas.

Esto no quita que, quizá, los españoles en conjunto dejemos que desear en cuanto a determinadas querencias. Pero de ahí a establecer un paralelismo entre las debilidades del español común y la gravísima degeneración de la clase política media un abismo. Y no sólo los ciudadanos españoles no tienen los políticos que merecen, sino que estos últimos se niegan en redondo a reformar un sistema que se ha convertido en el paraíso de los corruptos. Esta es la prueba incontestable de que la clase política vive de espaldas a la sociedad. Y su corrupción, por tanto, es intransferible.

Insistir en que los políticos son el espejo de los ciudadanos no sólo es una falacia: es una coartada. Una que permite a quienes gobiernan seguir haciéndolo sin corregirse, sin rendir cuentas y sin cambiar nada. Se nos pide resignación con una sonrisa condescendiente: «Si todos lo harían en nuestro lugar, ¿qué nos van a exigir ellos a nosotros?». Así, se naturaliza la corrupción como si fuera lluvia de mayo, algo inevitable, casi biológico. Pero no lo es. Lo que es sistémico no es el fallo humano, sino el diseño que premia al que se aprovecha y castiga al que no entra en el juego. Y mientras ese diseño no se revise, mientras la política siga siendo un cortijo cerrado donde las reglas se escriben desde dentro, no habrá ejemplo que valga. Sólo viento. Ese mismo que, cuando sopla, se lleva las palabras… pero nunca las consecuencias.

Foto: Rene Böhmer.

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