He dejado mi trabajo como profesor de universidad después de once años en el atril. De esto han pasado unos pocos meses. No podía soportar por más tiempo trabajar contra mí mismo arrastrándome ante la voluntad de alguien a quien no le debo nada y de quien solo espera verme humillado porque sí: el Ministerio. Prefiero mil veces morir de hambre que vivir como si fuera un parásito. Si te parece exagerada esta aseveración, desde luego, no es problema de que se me haya ido la cabeza. No soy quién para juzgar a nadie y cada uno responde ante Dios como buenamente pueda. Yo no podía seguir postergando el asunto. O la libertad o las cadenas. Ningún dinero puede pagar el precio con el que un hombre se deja manosear haciendo «lo que toca». Yo prefiero hacer lo que «me toca»: ser libre. He decidido contar los efectos perversos de lo que significa que el Ministerio meta sus manazas en la institución que nació para ser libre del Estado, y que hoy se ha conformado en un pequeño Estado dentro del Estado. Hago una radiografía de la universidad del siglo veintiuno para que los que no sepan reaccionen y los que saben se avergüencen y den marcha atrás.

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Todos echan pestes de todos, todos se sienten perjudicados, pero todos y cada uno de ellos contribuyen directamente a ese malestar que se vuelve contra ellos mismos y que los hace ser un peón del Ministerio

Se descorre el telón y aparece el miedo en escena. El Rector pasó una mala noche y amanece estremecido ante el vértigo que le produce tener a tanta gente a su cargo. Y como está asustado porque no puede asegurar los empleos de muchos se empeña en hacer algo así no tenga ni idea de lo que tiene que hacer. En realidad, lo que quiere es quitarse de encima ese estremecimiento que no le deja coger el sueño con soltura. Pero nunca hablará de ello. Por eso, en lugar de dejar las cosas en paz, y seguir haciendo su trabajo de Rector, se convence de que tiene que hacer algo. Acude a su vicerrector y este le presenta dos alternativas. Apostar por una universidad más cercana a las personas, que sea capaz de enfrentar los problemas de la gente, donde la libertad de expresión, el libre desarrollo de las ideas y la búsqueda de la verdad sean el emblema de la institución. Eso la hará relevante a los ojos de los estudiantes y multiplicará las matrículas. La otra es pactar con el Ministerio un acuerdo donde la universidad pone sus recursos enteros al servicio del primero a cambio de que le estampen un sello que diga que son de fiar “acreditada”. Y como la gente se suele creer a pies juntillas lo que dice el gobierno será un buen cebo para que piquen el anzuelo. El Rector no duda en decantarse por la segunda opción. Al menos «me resultará más fácil lidiar con uno (Ministerio) que con muchos (sociedad)».

Ahora bien: una vez que la universidad ha decidido participar en el proceso de acreditación, en ese mismo instante, deja de ser una universidad para convertirse de pleno derecho en un apéndice del Ministerio. No solo la universidad también los que están adentro. El objetivo prioritario una vez que la universidad ha cedido los trastos, es que bajo ninguna circunstancia se eche atrás. Para ello el Ministerio se vale de dos estrategias que le garantizan el éxito. Lo primero es que nadie se aperciba del cambio de rumbo que ha dado la institución. Para eso que mejor manera que mantener entretenidos a los miembros de la comunidad universitaria con tareas disciplinarias y de control, de manera que, por un lado, quede certificada su fidelidad a la causa ministerial y, por otra, estén tan desbordados de tareas que no les quede tiempo para reparar que solo hacen tareas administrativas. De este tipo es la figura del profesor. En otro momento hubiera presumido de dedicarse a la lectura, a la reflexión y a sus asignaturas, pero ahora ve su tiempo desbordado por innumerables labores de gestión que nunca acaban y que siempre están por empezar. Por su cabeza ya no pasa el nombre de sus estudiantes, ni preocuparse por el cultivo de sus inquietudes intelectuales, tampoco está el estudio de nuevas materias. Toda su atención está secuestrada por el grito estrepitoso de obediencia que ejerce el Ministerio. Ha dejado de ser profesor y ha pasado a ser un funcionario en toda regla. No basta con tener entretenida a la comunidad universitaria. Alguno se podría escurrir de sus obligaciones y traicionar al Ministerio desde adentro. Es necesario asegurarse la absoluta fidelidad del cuerpo de docentes. Para eso se lleva a cabo toda una obra de ingeniería social: persuadir a la comunidad de que sus preocupaciones son las preocupaciones que tiene a bien el Ministerio. Lo primero que hace es que nuestras preocupaciones se desentiendan de nuestras verdaderas ocupaciones. De las verdaderas y también de las que están a nuestro alcance, pues una vez que ha conseguido que nos preocupen cosas que no podemos encarar por nuestra cuenta (cambio climático), habrá conseguido que nosotros mismos le cedamos nuestra voluntad. Con ese fin pone en marcha la «maquinaria ideológica». Y para sacarla adelante se vale de la figura del investigador. Su meta es una: hacer pasar por «preocupantes» cosas que, en realidad, son absolutamente estúpidas. Pone a su servicio la «ciencia» lo que le hará muy fácil ganarse el favor de los medios para que manipulen a la opinión pública. De esta manera se habrá conseguido que lo que le preocupa a la gente sea lo que al Ministerio le dé por considerar preocupante. De repente, en los claustros universitarios se deja de hablar de la verdad, de la libertad, o del progreso moral. Ahora, en cambio, se habla de la igualdad de género, del calentamiento global, o de la justicia social. El investigador ha dejado de ser un rastreador de la verdad para convertirse en un ideólogo al servicio del Ministerio. Es una bisagra dentro del aparato ministerial con sede en su despacho, dedicado a alimentar «científicamente» lo que al Ministerio le parezca conveniente. No opondrá resistencia, pues ha sido sometido al mismo régimen de promoción con el que se tiene amordazada a la universidad: se le reconoce como investigador, se le promete financiación pública a condición de que haga «propaganda científica». Se le promociona y se le asegura un cómodo sillón dentro del sistema nacional de investigación a condición de que cumpla con sus tareas de «alto impacto» ­blindando su fidelidad a la participación en nuevos proyectos de financiación­ desde donde el Ministerio extrae las bases “científicas” con las que arma el aparato ideológico. A través de esta manera de hacer las cosas la autoridad ministerial logra que el investigador no se le ponga en su contra («disidencia ideológica»), pues ha asociado la concesión de más recursos, además del reconocimiento como investigador, a la estricta fidelización de su actividad «científica». Cumple con tanta fidelidad lo que se le pide que no se da cuenta de que está haciendo «ciencia» al servicio del Ministerio. Lleva una vida de esclavo y de sometido a la vez que cree que está contribuyendo al progreso social del conocimiento. ¡Pobre estúpido!

Conforme va calando en las mentes lo que al Ministerio le parece que debe ser lo preocupante («cambio climático»), el estudiante encuentra, por fin, una razón poderosa para decantarse por los servicios que le ofrece la universidad. Se dice para sus adentros: «de las cosas que la opinión pública tiene por relevantes (calentamiento climático, feminismo…) la universidad parece hacer un trabajo pionero. Si quiero abrirme un hueco en el mundo no me queda más remedio que pasar por la universidad». A este punto el estudiante ha encontrado un lugar propicio donde hacerse un nombre para conseguir un empleo; en definitiva, para encajar en la manada. En este preciso instante ha dejado de ser un estudiante y ha pasado a ser tanto a los ojos de la universidad como a los suyos propios un cliente, capaz de pasar revista a toda la oferta académica en la búsqueda de aquella universidad que se lo ponga más fácil. Su tarea no pasa por aprender algo nuevo, en abrirse a la libertad y en perfeccionar su espíritu. Su tarea es la de un comisario político: cumplir órdenes y vigilar. Para lo primero se hace necesario antes que nada moldear sus ideas, romper con cualquier deseo de hacerse mejor persona, de aspirar a su mejor versión. Para ello se le sobrecarga con tareas absurdas, jueguecitos, exámenes, actividades extracurriculares con tal de que no tenga tiempo para entender una página, solo una, de Dostoievski, de Rand, o del periódico dominical. De esta manera su obediencia será la de un estúpido que no se le pasará por la imaginación rebatir las órdenes que reciba y las acatará sumisamente. La idea es que ni tenga las ganas de reparar en que se ha convertido en un peón más del engranaje ni que albergue fuerzas para escapar de él. Con esta estrategia se van a lograr dos cosas importantes: que el estudiante se vea a sí mismo como un cliente de manera que no espere de la universidad algo más que un proceso rutinario donde hay que pasar materias a todo trapo para ganar el cartón (la mejor manera para no decepcionarte es no ilusionarte). Y que por medio del proceso de «estupidización» al que se le somete a través de lo que se le llama eufemísticamente «nuevas técnicas de aprendizaje» el estudiante se vea deshabilitado para enfrentar críticamente la situación en la que se encuentra de manera que pueda hacer las veces de «comisario ideológico» del Ministerio dentro del aula. Si de puertas para adentro el docente tenía libertad de cátedra, eso se le acabó. El estudiante es un inquisidor que espera el momento de flaqueza del docente para interponer alguna queja ante el comité competente. Sí, porque a la vez que el estudiante instiga, se está fraguando entre los mismos profesores, infectados por la ideología ministerial, la instauración de numerosos comités. De género, sexuales, ambientales, de cualquier chorrada con la aparente meta de salvaguardar el bienestar de los estudiantes. La pretensión de fondo no es otra que el docente se sienta inseguro en su propia aula, y reemplace la libertad de cátedra por «no meterse en líos» no sea que el alumno, más cerca de ser un compinche del aparato ministerial airee públicamente algún desliz salido de la boca del docente. Para salvaguardarse de cualquier denuncia el docente esquiva cualquier asunto polémico, haciendo de sus clases un ejercicio tedioso, frío, políticamente correcto. Para aplacar el lógico descontento que se viene encima de los estudiantes al tener que soportar una docencia aburridísima, la universidad, auspiciada por el Ministerio, da un nuevo paso y se hace con los servicios del «pedagogo». El pedagogo es algo así como el perro guardián del Ministerio. Olisquea lo que se enseña, cómo se enseña y pone sobre la mesa ordenanzas y reglamentos para velar por el buen cumplimiento de las directrices ideológicas del Ministerio. A través de las «nuevas técnicas de aprendizaje» el pedagogo consigue dos cosas: llenar el aula de jueguecitos y estrategias pedagógicas inútiles que tengan al estudiante entretenido y ahonden en su proceso de «estupidización». De paso se consigue erosionar un poco más la poca libertad de cátedra que le queda al docente, pues ya no tiene a su cargo estudiantes, sino férreos ideólogos cada vez más dispuestos a denunciar cualquier salida de tono, cualquier idea que no se circunscriba a las directrices enmarcadas por el Ministerio.

Todo está diseñado para que con cada acción la universidad pierda un pedazo de su autonomía. Se pone en marcha una «mano invisible», una influencia capaz de manejar las voluntades de los actores sin que estos lleguen a reparar que están siendo utilizados por el Ministerio. El investigador arremete contra el profesor, el estudiante contra el docente, el docente contra la universidad, la universidad contra todos y cada uno de ellos. La maraña burocrática es tan fina y delirante que no permite a sus protagonistas reparar que están siendo víctimas a la vez que victimarios de un oscuro mecanismo de opresión donde ninguno se atreve a romper el círculo por miedo a que alguien lo saque fuera de la manada. Todos echan pestes de todos, todos se sienten perjudicados, pero todos y cada uno de ellos contribuyen directamente a ese malestar que se vuelve contra ellos mismos y que los hace ser un peón del Ministerio.

Foto: Good Free Photos.

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Antonini de Jiménez
Soy Doctor en Economía, pero antes tuve que hacer una maestría en Political Economy en la London School of Economics (LSE) por invitación obligada de mi amado padre. Autodidacta, trotamundos empedernido. He dado clases en la Pannasastra University of Cambodia, Royal University of Laws and Economics, El Colegio de la Frontera Norte de México, o la Universidad Católica de Pereira donde actualmente ejerzo como docente-investigador. Escribo artículos científicos que nadie lee pero que las universidades se congratulan. Quiero conocer el mundo corroborando lo que leo con lo que experimento. Por eso he renunciado a todo lo que no sea aprender en mayúsculas. A veces juego al ajedrez, y siempre me acuesto después del ocaso y antes del alba.