José Luis Rodríguez Zapatero no es un expresidente más. Para una parte muy significativa de la sociedad española su nombre estará asociado por siempre a una forma particularmente corrosiva de llegar y ejercer el poder. No se trata de una discrepancia ideológica convencional, sino de un rechazo casi epidérmico, forjado en un episodio traumático: la convicción, ampliamente extendida, de que supo aprovechar política y mediáticamente el atentado del 11 de marzo de 2004 y la muerte de casi 200 personas para alcanzar la presidencia del Gobierno. Esa percepción marcó desde el inicio una relación emocionalmente conflictiva entre Zapatero y buena parte de los españoles.

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Lejos de suavizarse, ese rechazo se agravó durante su presidencia. Mientras Zapatero se envolvía en los ropajes de la conciliación —el “buen talante”, el diálogo elevado a virtud cívica, la política sentimental—, su acción de gobierno siguió una lógica radicalmente distinta: la reapertura deliberada de las heridas de la Guerra Civil, que la sociedad española había logrado, no sin esfuerzo, cicatrizar. Bajo su impostada estética de concordia desplegó una estrategia de confrontación. El lapsus, captado por un micrófono abierto en conversación con el periodista Iñaki Gabilondo —“nos conviene que haya tensión”— no fue una anécdota, sino una confesión. En aquella frase quedaron al descubierto las dos caras del personaje: la falsa, la del buen talante; y la verdadera, la del frentismo y la división como palancas de poder.

Habrá quienes no le den importancia y se conformen con la explicación “sociológica” de que Zapatero tiene una afinidad ideológica hacia el socialismo bolivariano y el régimen chino. Aunque es cierto, es insuficiente. La ideología puede explicar simpatías, pero no incrementos patrimoniales extraordinarios

Este rasgo de su revirado carácter es clave para entender lo que vino después. Zapatero no es solo un dirigente controvertido por sus decisiones, sino un político para quien la disociación entre discurso público y conducta personal no es un accidente, es un hábito. Ese desdoblamiento, moral en la forma, instrumental en el fondo, constituye el hilo psicológico que conecta su etapa en La Moncloa con su posterior proyección internacional, opaca y pendiente de explicar y, por ello, merecedora de una vigilancia que no puede despacharse como animadversión ideológica.

Es desde ese contexto, y no desde el amarillismo partidista, desde donde debe proyectarse el análisis de su peligrosa actividad posterior.

El trigo y la paja

Sería un error analizar la proyección internacional de José Luis Rodríguez Zapatero desde el ruido mediático, las teorías conspirativas o la espuma amarillista que brota de ciertos digitales de Miami y Madrid. Conviene precisar, además, que buena parte de esas informaciones no nacen en medios estadounidenses de referencia, ni se apoyan en documentos oficiales, autos judiciales o filtraciones contrastadas, sino en un ecosistema muy concreto: portales hispanos radicados en Florida o Texas, orientados al público del exilio venezolano y cubano, que publican titulares de alto voltaje político sin aportar fuentes ni documentos verificables. Esos contenidos regresan después a España amplificados por medios digitales bajo fórmulas equívocas —“según medios de EE. UU.”, “fuentes de la DEA”, “investigaciones estadounidenses”— que sugieren una solidez que, sencillamente, es inexistente.

Conviene decirlo con claridad desde el principio, precisamente para despejar el terreno del análisis: no existe a día de hoy ninguna prueba documental, judicial o administrativa procedente de Estados Unidos que sitúe a Zapatero bajo investigación de la DEA, del Departamento de Justicia o de la OFAC. Ninguna. Ni comunicados oficiales, ni procedimientos abiertos, ni filtraciones en la prensa estadounidense de referencia. Lo que circula es, en términos estrictos, en el mejor de los casos pura especulación; y en el peor, amarillismo. Bullshit informativo, no por su orientación ideológica, sino por la ausencia total de fuentes y referencias.

El ruido, de hecho, trabaja en su favor: banaliza lo relevante, prioriza lo accesorio e inhabilita cualquier intento de examen serio. Cuando todo se presenta como escándalo inminente, nada merece ya ser investigado con rigor. El amarillismo no amenaza al poder que se mueve entre las sombras; lo protege, porque permite desacreditar por asociación cualquier análisis solvente que escape a la lógica del clickbait.

Un análisis riguroso exige ir más allá del folclore tribal de la lucha partidista. Lo que debía ser un caso de estudio y, sobre todo, de vigilancia sobre la diplomacia paralela de un expresidente se ha convertido, por acumulación de hechos y sospechosas elipsis, en un asunto que afecta directamente a la seguridad nacional. Y no precisamente porque haya a día de hoy pruebas de delito, porque lo cierto es que aún no las hay, sino porque existe un patrón bastante más que sólido que justifica esa vigilancia.

Así pues, empecemos por lo comprobable, por lo que no admite discusión.

El incremento patrimonial

En la última década, Zapatero ha incrementado su patrimonio inmobiliario de una manera difícil de compatibilizar con sus ingresos oficiales: la remuneración como miembro del Consejo de Estado, algunas conferencias con caché irregular y actividades vinculadas a fundaciones con escaso músculo financiero no explicarían, ni de lejos, la magnitud de su incremento patrimonial. El dato, por sí mismo, no demuestra conducta ilícita; señala, simplemente, que hay un llamativo desequilibrio entre lo que sabemos y lo que la lógica económica exigiría conocer. Ese desfase no es una invención de sus encarnizados enemigos: está en documentos registrales, en operaciones públicas y en una cronología que habla por sí misma.

Ese desfase no es especulativo; tiene manifestaciones concretas. Una de las más llamativas es la adquisición de una propiedad en Lanzarote, valorada en torno a 1,2 millones de euros, cuya financiación, según los datos disponibles en el Registro de la Propiedad, se realizó casi íntegramente al contado, con una hipoteca relativamente marginal —por debajo de los 300.000 euros—. La operación, perfectamente legal en su forma, proyecta sin embargo una sombra oscura: la de una liquidez difícil de conciliar con los ingresos oficialmente conocidos de Zapatero en el momento de la adquisición. No es una imputación; es una pregunta contable sencilla.

Hay, además, otro elemento que, sin ser ilícito, resulta también llamativo. La agencia de comunicación creada por sus dos hijas experimentó en poco tiempo un incremento de facturación difícil de explicar para pequeña empresa local sin apenas trayectoria. El repunte coincide además con la prestación de servicios fuera de España, precisamente en entornos internacionales directamente relacionados con la esfera de influencia de su padre. De nuevo, no hay prueba de irregularidad; pero sí un solapamiento evidente entre actividad privada y relaciones políticas que, en cualquier democracia, habría dado paso a un exhaustivo escrutinio.

Reclutando mayordomos

Mientras otros expresidentes han optado por la retirada discreta o la consultoría en un segundo plano, Zapatero ha elegido una vida de cara al exterior sorprendentemente activa, sobre todo en lugares donde convergen geopolítica, soft power y opacidad: Venezuela, Cuba, China. En Caracas no fue nunca un mediador neutral, como intentaron vender algunos, empezando por él mismo, sino un agente al servicio del régimen de Maduro. Su defensa de las elecciones presidenciales de 2024 que la Unión Europea calificó de fraudulentas sin tapujos, sus idas y venidas sin aval diplomático y su presencia permanente en el entorno de Maduro lo sitúan en un espacio político que la oposición venezolana ha descrito como apoyo funcional al régimen y algo más. Sus posiciones públicas lejos de desmentirlo lo confirman.

China constituye un capítulo aparte. La participación de Zapatero en foros afines al United Front —mascarón de proa del soft power del Partido Comunista Chino—, su extrema cercanía con actores empresariales orientados a sectores estratégicos y conectados con el PCCh, su extraordinaria sintonía con la visión geopolítica de Pekín y su servil disposición para ejercer como mayordomo al servicio de los intereses del gigante asiático componen un cuadro que no puede despacharse como una simple excentricidad internacional. El PCCh “invierte” sistemáticamente en perfiles occidentales con capacidad de abrir puertas, moldear discursos y, llegado el caso, interferir en políticas internas. Zapatero encaja a la perfección en ese perfil como para no anotarlo en la cuenta de riesgos y peligros.

Hasta aquí, todo es verificable. Pero lo más relevante en política, igual que en cualquier servicio de inteligencia, no es siempre lo que está a la vista, sino lo que permanece fuera de ella. Y aquí conviene insistir: no existe prueba alguna de que Estados Unidos haya investigado o esté investigando a Zapatero por vínculos con Venezuela; no hay rastro documental de pagos del chavismo; no hay evidencia de transferencias procedentes del gobierno chino; no existe, hasta la fecha, procedimiento de la DEA o la OFAC que lo mencione. Todos los titulares que han circulado sobre supuestas pesquisas estadounidenses son, hoy por hoy, humo: ruido amplificado por quienes preferirían que la verdad fuera escandalosa para ahorrarse el trabajo difícil, que es pensar.

El extraño episodio de “El pollo” Carvajal

Ahora bien, el hecho de que nada de lo anterior esté probado no significa que debamos mirar hacia otro lado; al contrario. Hay comportamientos que, sin ser delictivos, son comprometedores. Quizá el más significativo fue la reacción de Zapatero durante la estancia en España del general Hugo “El Pollo” Carvajal, antiguo súper jefe de la inteligencia chavista, detenido en Madrid y reclamado por Estados Unidos por narcotráfico y vínculos con las FARC.

Carvajal se ofreció a colaborar con la justicia española y aportar información sobre redes de corrupción, financiación ilegal y operaciones internacionales del chavismo. Esto es un dato judicial, no un rumor ni un bulo. Como También es un dato, y no un rumor ni un bulo, que varias de sus declaraciones fueron clasificadas por la Audiencia Nacional, y que algunas líneas de investigación quedaron en vía muerta de forma precipitada.

Fuentes judiciales y periodísticas que no han sido desmentidas informaron de que Zapatero contactó a un magistrado de la Audiencia Nacional para interesarse por el contenido de lo que Carvajal estaría declarando o a punto de declarar. El juez declinó la petición. Ningún expresidente sin cargo, ni tampoco presidente en ejercicio, tiene derecho a conocer diligencias judiciales reservadas. El episodio, sin embargo, es cuando menos alarmante. Zapatero que, según su propio relato, no tendría motivo para preocuparse por las revelaciones de un general chavista, intenta a la carrera obtener información reservada sobre esas mismas revelaciones. No es necesario emular a John le Carré para concluir que esa actitud es sospechosa.

A esto se suma un llamativo cambio de ritmo. Tras años de recursos, aplazamientos y revisiones judiciales, la extradición de Carvajal se aceleró de forma súbita justo cuando se disponía a colaborar y ofrecer información muy sensible. Fue precisamente en ese momento que Carvajal es extraditado a Estados Unidos sin que dé tiempo a sacar provecho de su disposición a cantar. No sugiero que Zapatero influyera para que Carvajal volara raudo y veloz a Estados Unidos. Es algo más simple y preocupante: sorprendentemente, el Estado español renunció a recopilar información sobre actores y estructuras que operaban en España. Esta sucesión de casualidades debería haber dado lugar a una batería de preguntas parlamentarias. Sin embargo, brillaron por su ausencia.

Un peligro para la seguridad nacional

La combinación de todos estos elementos —opacidad patrimonial, actividad internacional fuera del control diplomático, proximidad a regímenes autoritarios, sospechoso interés por declaraciones judiciales reservadas, cambios de ritmo justo cuando la información amenaza con fluir— no equivale a un sumario judicial. Pero sí compone un patrón de riesgo.

Un Estado democrático no puede permitirse que un expresidente actúe a su antojo en círculos geopolíticos conflictivos sin control ni transparencia y, claro está, sin explicar el origen de un patrimonio que ha aumentado de forma exponencial. Menos aún cuando esos entornos están dominados por potencias y regímenes que usan la captación de élites occidentales para asegurar el éxito de sus peligrosas estrategias. No es una elucubración: esa la doctrina explícita del Partido Comunista Chino y del régimen de Maduro. La pregunta no es si China y Venezuela usan mecanismos de cooptación, eso más que evidente; la pregunta es si quienes gobiernan España están interesados en saber si esos mecanismos han encontrado aquí un terreno expedito y fértil.

Habrá quienes no le den importancia y se conformen con la explicación “sociológica” de que Zapatero tiene una afinidad ideológica hacia el socialismo bolivariano y el régimen chino. Aunque es cierto, es insuficiente. La ideología puede explicar simpatías, pero no incrementos patrimoniales extraordinarios. Las convicciones políticas pueden inspirar declaraciones, pero no justifican ni legitiman agendas paralelas que pongan en peligro la seguridad nacional. La teoría de la afinidad ideológica no explica por qué un expresidente intenta conocer el contenido de una investigación judicial en un caso de narcotráfico internacional. Ni por qué el Estado parece haber tenido mucha más urgencia en liberar a Carvajal que en escucharle.

Las sospechas no son pruebas. No hay que caer en el recurso del atajo. Pero tampoco las sospechas llueven del cielo. Surgen de hechos objetivos que exigen preguntas. Y esas preguntas no han sido respondidas. No se ha explicado el fulgurante aumento del patrimonio de Zapatero (multiplicado por 100 en apenas ocho años). No se han aclarado las condiciones de su actividad internacional. No se ha investigado la naturaleza de su conexión con potencias antioccidentales. No se ha justificado su intervención en procesos donde la diplomacia española estaba desaparecida. No se ha explicitado por qué el exjefe de la inteligencia venezolana detenido en Madrid, y dispuesto a hablar, parecía preocuparle tanto.

El amarillismo pretende sustituir preguntas legítimas por titulares espectaculares que luego se desvanecen. Pero la alternativa a ese amarillismo no es el silencio; es la vigilancia y la investigación. En España, los medios nos han educado para confundir vigilancia con escándalo, cuando en realidad son cosas opuestas: el escándalo a menudo grita lo que no sabe; la vigilancia observa lo que sí sabe, formula preguntas y, tarde o temprano, obtiene respuestas.

Un expresidente no es un ciudadano cualquiera. Por la naturaleza del cargo ostentado, es un depositario de información extremadamente sensible, un actor con capacidad de influencia exterior y un agente que potencialmente puede interferir en las relaciones de poder, internas y externas. Por eso las democracias imponen a sus exmandatarios controles muy exigentes de transparencia y supervisión. No se trata de castigarlos preventivamente, sino de proteger al país de riesgos que no suelen ser visibles, pero siempre son reales.

Hasta la fecha, no hay pruebas de que Zapatero haya cometido ningún delito. Pero lo esencial es que su conducta, sus relaciones internacionales, su opacidad patrimonial y su inesperado interés por los movimientos judiciales relacionados con el chavismo plantean preguntas que no se desvanecen con un tuit ingenioso ni con un editorial complaciente.

La democracia no necesita que los tribunales sancionen determinadas maniobras en la oscuridad para tomar cartas en el asunto; le basta con los hechos y su cronología. Y en el caso de Zapatero ambas cosas, a día de hoy, lo colocan en el punto de mira. No podemos vivir instalados en el ruido, pero tampoco podemos permitirnos ignorar lo que el silencio nos grita.

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