Es un tópico de la historia cultural que a la Ilustración le ha seguido la época romántica y, según parece, hay muchos signos de que la exaltación de los sentimientos que vino con ella no ha sabido dar paso, todavía al menos, a algo un poco menos melifluo.
Los sentimientos tienen una gran literatura a su favor y se ha acudido a desprestigiar a la pura razón y a la lógica para mostrar su superioridad no solo estética sino moral. La cosa ha llegado tan lejos que se ha hablado, con seriedad impostada, de un nuevo tipo de inteligencia (la “inteligencia emocional”) olvidando que, al menos desde Teofrasto, los analistas de la conducta humana nunca han pretendido que lo que hacemos y lo que buscamos se pudiera comprender en términos puramente racionales.
Tal vez uno de los factores que expliquen la preeminencia que se pretende otorgar a los deseos y los sentimientos sea, precisamente, que la civilización ha permitido una enorme multiplicación de vidas humanas y ha traído, al tiempo, una serie de poderosos procesos de homogeneización social. Las sociedades de masas se llaman así no meramente por el número, sino por el hecho de que las formas de vida colectivas dejan relativamente poco margen a la verdadera originalidad, dificultad que se disimula habitualmente con la moda. El sentimiento aparece entonces como el refugio de la individualidad, como el asiento de nuestra singularidad, dado que, por definición, es y se percibe como exclusivamente propio sin deuda ninguna con nada común. Lo que es común, la razón, el lenguaje, la moral, el derecho, la economía, todas las instituciones sociales, en suma, tiende a verse, y a devaluarse, desde el prisma del sentimiento subjetivo, del propio parecer, de aquello que nos resulta exclusiva e insobornablemente personal.
La entronización del sentimentalismo, en todos los niveles, no es solo un fenómeno social preocupante, sino, lo que es más grave, un error intelectual de enormes consecuencias
Desde esta perspectiva, es fácil acabar cifrando la dignidad y la libertad personal, en aquello que sentimos, hacer que nuestro sentimiento sea la forma privilegiada de realidad, olvidando por completo las dimensiones objetivas de lo efectivamente existente, y, al tiempo, el carácter racional y la fortaleza lógica de nuestra condición humana, y, en consecuencia, negándole a la razón su capacidad de someter al sentimiento y al deseo a exigencias de un nivel más alto. La entronización del sentimentalismo, en todos los niveles, no es solo un fenómeno social preocupante, sino, lo que es más grave, un error intelectual de enormes consecuencias.
Desde el punto de vista político, el fenómeno es de una virulencia preocupante y tiende a que olvidemos que la vida social en su conjunto, y su gestión, lo que es realmente la acción política, no puede basarse únicamente ni en deseos ni en sentimientos, sino que tiene que contar con realidades efectivas que son complejas y trabajosas de comprender. Cuando esto se olvida, lo más fácil es caer en el error de imponer nuestra voluntad a todo trance, olvidando, por supuesto, que la ley existe, precisamente, para que la vida colectiva no esté sometida a la arbitrariedad de nadie, para que no impere la violencia capaz de destruir cualquier orden social mínimamente razonable, para que ninguna fuerza organizada se imponga por las bravas y anule la vigencia de reglas que todos debemos aceptar porque en ellas está nuestra salvación contra cualquiera de los abusos que siempre tientan al poder y a quien pretende alcanzarlo.
Un ejemplo claro de abuso sentimental en política es el nacionalismo excluyente, la conducta que olvida que los equilibrios históricos del poder y las fronteras que han resultado de ese juego, no existen de manera natural, sino que son el fruto de acuerdos seculares que es necio ignorar, y muy peligroso violar, ese nacionalismo que busca convertir a las lenguas, que son instrumentos de comunicación, en barreras que excluyen. Ese es el error que cometen quienes, por ejemplo, sostienen que como son catalanes y no se sienten españoles tienen derecho a un estado independiente, pero también sería el error de quien suponga que se puede resolver el problema que los nacionalismos plantean ilegalizando sus plataformas políticas. Ni basta sentirse algo para serlo, suposición que me serviría para declararme dueño de cualquier cosa con tal de sentirlo con suficiente intensidad, ni sirve de nada tratar de acabar con una epidemia, por poner un ejemplo distinto al político, haciendo, por ejemplo, que la gripe fuese ilegal.
José Jiménez Lozano tiene escrito que es siempre una delgada capa la que nos separa de la barbarie, y esa diminuta película está hecha de respeto a la palabra y a lo que con ella va, al diálogo, pero también a los conceptos y razones objetivas, a los acuerdos y las leyes, a la libertad de todos los que respetan la historia y la voluntad mayoritaria de sus conciudadanos, piensen lo que piensen. Si se da ese respeto, el ámbito de discrepancias puede ser amplio y suele ser fructífero, pero cuando se actúa, no sin un cierto infantilismo, pretendiendo imponer por la fuerza, o por la presión social organizada, lo que se dice “sentir”, el que así actúa está siempre a punto de provocar una guerra capaz de desencadenar un brutal sacrificio colectivo o de convertirse en un cáncer incurable.
Cuando los supremacistas catalanes dicen que persiguen sus objetivos de manera pacífica no solo mienten, porque no usan la persuasión sino la presión y el acoso, sino que están a punto de provocar un conflicto que luego no sabrían sofocar
Cuando los supremacistas catalanes dicen que persiguen sus objetivos de manera pacífica no solo mienten, porque no usan la persuasión sino la presión y el acoso, sino que están a punto de provocar un conflicto que luego no sabrían sofocar. Cuando los gobiernos ignoran la gravedad y seriedad del problema que a todos nos plantean esas conductas destructivas, están siendo tan irresponsables como lo serían si tolerasen sin hacer nada la propagación de una peste. Es verdad que la extensión y la intensidad del supremacismo catalán suponen un problema político que no puede arreglarse solo con la aplicación de la ley, si bien es inconcebible que pueda hacerse sin ella, pero el error más grave que España puede cometer es ignorar lo que ocurre, sea por considerarlo como un problema de orden administrativo, a la manera de Soraya, sea como un conflicto fruto de la torpeza de anteriores gobiernos, como parece entenderlo Sánchez, en el tiempo que le deja libre la gestión de su peculio político, incluyendo la habilidosa colocación de su señora en una cátedra de postín. Pero también sería un error considerarlo como un asunto puramente de orden público que se pueda arreglar abrazando a guardias civiles o exhibiendo el supuestamente fuerte brazo del Boletín Oficial del Estado para anonadar lo que resulta molesto.
Todos tenemos el derecho a sentir lo que nos plazca y hasta a reclamar consideración y respeto para nuestros deseos, ocurrencias, y peculiaridades, pero nunca tenemos derecho a que esas pretensiones se conviertan en mandatos que los demás hayan de acatar: lo sentimientos tienen que poder describirse y limitarse para convertirse en razones, para que puedan reclamar su derecho a actuar en la plaza pública en la que establecemos, por escrito y de la manera más razonable que podamos, las reglas capaces de evitar la violencia y la destrucción mutua.
Una política solo es buena cuando respeta la realidad y cuando no trata de actuar únicamente en el universo que imagina deseable
Una política solo es buena cuando respeta la realidad y cuando, aunque distinga la realidad de lo que se pueda sentir y lo respete, no trata de actuar únicamente en el universo que imagina deseable, ese es el error de fondo de casi todas las izquierdas, sino de moverse con determinación y objetivos claros en el piélago de los conflictos colectivos tratando de buscar un óptimo reconocible por todos y en el que una sociedad pueda embarcarse de manera mayoritaria. Solo así puede aspirar a convertirse en un proyecto que pueda superar la estéril y ciega dialéctica entre, por una parte, los sentimientos y las demandas colectivas y, por otra, el bien efectivamente posible, un objetivo en el que siempre ha de estar presente algo más que la voluntad de unos pocos, el logro de la continuidad pacífica en una civilización democrática.