Algo pasa en el mundo cuando, por todas partes, desde Trump hasta la extrema izquierda española, se ponen de moda los aspavientos, las enormidades, los ademanes y expresiones groseras, unos hábitos, como se sabe, mucho más inmorales que lo que directamente suponen. Es lo que nos enseña la ironía de Thomas de Quincey, que si se empieza por el asesinato se acaba cayendo en la negligencia de los modales, prueba de que mandan los peores instintos. Hace muy poco, unos bárbaros pedían en Murcia la vuelta al zulo de José Antonio Ortega Lara, mostrando que su pésima educación deriva directamente de que las fechorías de ETA les han parecido estupendas.
En la conducta ineducada hay siempre una legitimación de la violencia, de cualquier procedimiento que suponga la desaparición del prójimo. Y hay que preguntarse por las razones de que esto suceda de forma tan frecuente en una situación cultural en la que todos los principios aparentes, las cosas en que se dice creer, indican precisamente lo contrario, porque no parece que exista sobre la superficie de la tierra un solo maleducado, o maleducada, que se declare contrario a las delicias del pacifismo universal.
Siempre ha habido pacifistas dispuestos a apedrear guardias, o a ejecutar soldados, pero ahora el fenómeno es más general
Siempre ha habido pacifistas dispuestos a apedrear guardias, o a ejecutar soldados, pero ahora el fenómeno es más general porque los desbordamientos pasionales se han declarado legítimos, con tal de que respeten los incoherentes dogmas del momento. Es el caso de las manifestaciones contra las cautelas procesales que impiden juzgar ciertos delitos con la brutalidad espontánea de los supuestamente agredidos, por ejemplo. Parece no importar el que se tire por la borda una conquista tan civilizatoria como la presunción de inocencia o el derecho a un juicio imparcial cuando se trata de poner en la picota al chivo expiatorio del momento.
Tal vez una pista para entender lo que pasa la obtengamos del culto a lo juvenil que se viene practicando desde el nazismo, que fue su inventor. De hecho, esa conversión de un valor puramente biológico, como son los pocos años, en un valor cultural o moral es casi el único rasgo que sobrevive de la cosmovisión parcialmente derrotada en lo que llamamos la segunda guerra mundial. Trump no es joven, pero hace todo lo que puede por disimularlo, y toda su jactancia deriva de ese sometimiento a la supuesta libertad del que afirma no tener nada que aprender.
El rumbo que se le ha dado a la educación formal en las últimas décadas ha ayudado enormemente a potenciar ese culto a la ignorancia que está implícito en el desdén hacia lo viejo, hacia lo largo y lo esforzado. Si se puede obtener un título sin aprobar todas las asignaturas, también se podrá ser doctor sin haber escrito una tesis medianamente decente, y nadie tendrá la osadía de corregir cualquier afirmación que hagamos en nombre de nuestra sacrosanta libertad, no de opinar sino de imponer nuestras opiniones. De la misma manera que Zapatero dijo que la libertad nos haría verdaderos, los sistemas educativos parecen empeñarse en darle la vuelta a la afirmación de Epicteto de que solo los hombres educados son libres y promueven estrictamente lo contrario, que el alumno siempre tiene razón, y que las pretensiones de quienes se atreven a educar le roban su libertad, le traumatizan.
En este punto tan peculiar han venido a coincidir las fantasías del izquierdismo sin objeto preciso con los resultados de la economía del bienestar y del consumo. El éxito de público de las tecnologías digitales ha venido a certificar la corrección del punto de vista del supuesto buen salvaje, porque cabe alcanzarlo todo sin esfuerzo. Con tocar un botón se puede hablar, y además gratis, con China, de forma que ¿quién necesita saber geografía? ¿Quién tiene que estudiar electrodinámica cuántica si se puede controlar un aparato, que en realidad es archisofisticado, con un par de interjecciones? Concebir la tecnología como algo que meramente se usa, ignorando el gigantesco esfuerzo científico que ha supuesto su invención y su desarrollo es una trampa mortal que facilita el éxito instantáneo de cualquier pedagogía moral no represiva.
Las llamadas redes sociales le han dado una vuelta de tuerca a esta jibarización intelectual del horizonte que han propiciado las tecnologías
Las llamadas redes sociales le han dado una vuelta de tuerca a esta jibarización intelectual del horizonte que han propiciado las tecnologías. Nadie necesita leer un sesudo editorial del Frankfurter si puede alimentarse con esa especie de brevísimo Haiku al que ningún soberbio le negará ni profundidad ni poesía y que nos ha llegado de un testigo inmediato, un amiguete o un familiar cercano. ¿Para qué esforzarse en aprender algo difícil si se puede preguntar a las redes cualquier cosa que importe? En fin, que sobra el estudio, la lectura esforzada, los libros sin fotos, los medios de comunicación serios y rigurosos, las universidades en que se puede suspender, y toda esa clase de mojigangas.
Esa tecnología que nos ha convencido de que no hay nada imposible es un aliado objetivo, con perdón, de las políticas que nos enseñan con toda simplicidad cómo se ejerce la maldad en el mundo, cómo se nos priva de bienes a los que tenemos derecho, cómo se recortan los beneficios sociales para que unos cuantos se sigan forrando, y así todo. Es, por tanto, un hecho innegable, al parecer de tanto mozalbete decidido a imponer por las bravas el mejor de los futuros, que el mundo que conocemos se está llenando, a toda prisa, de enemigos del pueblo, de personas que no se someten a la ciencia que impera, de criminales que siguen sacando su coche Diesel a la calle, ignorando el destrozo implacable del planeta. ¿Cómo ser indiferentes ante tanta ignominia?, pensarán quienes creen que la violencia se justifica por la maldad ajena y que nadie mejor que ellos puede medirla y aplicarla.
Esa dulce sensación, puro narcisismo, que dispensan de ser únicos en la masa informe, anónima y supuestamente perversa, puede ser dinamita
Una poderosa alianza de sinrazón, audacia juvenil y tontería, elementos que siempre han sido abundantes, se está sirviendo ahora, por la derecha y por la izquierda, del auxilio de tecnologías de enorme utilidad pero que, hecho casi inaugural, pueden servir para controlarnos más y mejor, aunque sea a cambio de tolerar ese primitivismo ineducado que triunfa por todas partes sin apenas resistencia. Esa dulce sensación, puro narcisismo, que dispensan de ser únicos en la masa informe, anónima y supuestamente perversa, puede ser dinamita cuando se dirige con habilidad contra objetivos que ignoren la furia que se les viene encima.
Solo una reacción social vigorosa y decidida a recuperar una educación de calidad y exigencia podría librarnos de la cruel amenaza de una ignorancia crédula y persuadida de que acabar con el Mal puede estar a su alcance. Con razón decía Cervantes que nada hay más barato que el comedimiento, pero es que nadie estaba entonces sometido a la tiranía de las pequeñas pantallas que suele servir para administrar un bebedizo infernal a base de socialdemocracia de baratillo y ansiedad frustrada por el dogmatismo de la ignorancia.