En enero de 1891 el dramaturgo francés Victorien Sardou estrenaba el drama revisionista Thermidor, en el que se glorificaba aquella jornada del 9 de Thermidor de 1794 en el que Robespierre y sus acólitos jacobinos eran violentamente desprovistos del poder político, bajo la acusación de haber instaurado un régimen de terror personal que había logrado malograr una revolución popular transformándola en una horrenda tiranía.
Cuentan las crónicas periodísticas parisinas que la obra de Sardou originó tal controversia que a la tercera representación de la obra, la policía tuvo que cerrar el teatro ante la virulencia de las algaradas callejeras. La polémica llegó hasta el parlamento de la tercera república francesa, hasta el punto de que Clemenceau, entonces un ardoroso diputado de extrema izquierda y futuro primer ministro de la república en dos ocasiones durante los primeros años del siglo XX, recriminó con un verbo exaltado al diputado liberal Déroulède, por su revisionismo inaceptable del periodo revolucionario (1789-1799). Clemenceau dijo “La revolución francesa es un bloque del que no se puede retirar nada porque la verdad histórica no lo permite”.
La afirmación de Clemenceau se sitúa en el contexto del comienzo de los estudios historiográficos serios sobre la Revolución francesa, que culminaron en la creación de la primera cátedra universitaria dedicada al estudio historiográfico de la revolución en 1888. François-Alphonse Aulard, historiador socialista, se convirtió en el primer titular. A finales del siglo XIX en Francia convivían dos versiones contrapuestas sobre el mito de la revolución francesa. Por un lado la que, en la línea de los periodistas Mignet y Thiers, veía en la revolución la consagración definitiva del poder de la burguesía y el intento de llevar a efecto una monarquía parlamentaria en Francia. Proyecto que había naufragado cuando la revolución dejó de ser un proyecto burgués para pasar a estar controlada por las masas radicales de los sans culottes, debidamente instrumentalizados por la facción jacobina. Por otro lado la visión socialista representada por la obra de autores como Louis Blanc, Albert Mathiez o el propio Karl Marx quienes vieron en la revolución francesa la semilla del conflicto de clases en los albores de la revolución industrial.
Más de doscientos años después de que resonaran las últimas salvas de fusil que ponían fin al utopismo revolucionario jacobino, todavía quedan unos últimos romanos (Ocasio–Cortez, Zizek, Badiou, Rancière, Naomi Klein…) dispuestos a imponer su república igualitaria y virtuosa
En su intento de establecer una república virtuosa, al estilo de la vieja república romana tan alabada por Rousseau en sus escritos, los jacobinos no habían escatimado ningún esfuerzo en establecer lo que hoy llamaríamos un régimen de terror. La delación y la eliminación física de aquellos que el comité de salud pública, controlado por los jacobinos, consideraba enemigos de la república era un ejercicio frecuente en aquellos tempestuosos momentos de la fase exaltada de la revolución.
Para Thiers cuando el gobierno de la monarquía limitada cayó en aquel, para él, fatídico 10 de agosto de 1792, la revolución se pervirtió y se convirtió en un nuevo Saturno dispuesto a devorar a todos y cada uno de sus hijos. Las vicisitudes vividas en la elaboración del inconcluso cuadro del pintor romántico, Jacques Louis David, ejemplifican muy a las claras esa deriva a la que se refiere Thiers en su monumental y decimonónica Historia de la revolución francesa.
Comisionado por la facción jacobina de la convención, el famoso pintor francés se encontró con la insoslayable dificultad de que muchos de los que estuvieron presentes en aquel histórico día, el del llamado juramento del juego de la pelota, fueron sucesivamente cayendo en desgracia. Como en uno de esos innumerables ejemplos de la damnatio memoriae, David se vio obligado a alterar la historia para hacerla coincidir con el devenir del proceso revolucionario. Era tal la turbulencia de los meses del terror, que ante la imposibilidad de saber a priori quien sería el próximo parlamentario en caer en desgracia ante la mirada inquisitorial del comité de la salud pública, David abandonó la elaboración de la obra.
No hay metáfora más expresiva que esta para referirse al cruento devenir de un proceso revolucionario que al final acabaría haciendo honor a su nombre. La revolución francesa más que una revolución política, fue una revolución en sentido astronómico, pues viró, como si de un astro en su órbita se tratara, para terminar precisamente en el mismo punto desde el que arrancó: en un gobierno conservador… el imperio bonapartista.
Durante lo que se conoce como la llamada reacción thermidoriana, las masas desposeídas se levantaron en armas contra la convención en dos ocasiones a principios de 1795. En Germinal (1 de abril) y en Pradial (20-23 de mayo). Su reivindicación era triple: poner fin a la carestía de alimentos en ese crudo invierno de 1795, exigir la entrada en vigor de la democrática constitución de 1793 y pedir la liberación de los jacobinos que todavía estaban presos.
En concreto en el día 20 de mayo de 1795 un grupo de insurgentes asaltaron la asamblea legislativa. Féraud, diputado de la convención, antiguo jacobino y posteriormente uno de los urdidores del complot que acabó con Robespierre, fue violentamente decapitado, y su cabeza exhibida en una pica. Este momento sería inmortalizado por el pintor Fragonard. En este lienzo vemos a una multitud de sans culottes exhibiendo, como si de un trofeo se tratara, la cabeza del diputado, representante para ellos de la contrarevolución thermidoriana
Este cuadro representa, como pocos, el efímero momento de gloria de una anarquía proletaria a punto de ser masacrada bajo el orden burgués, basado en la ley, el orden y la propiedad. Eran los últimos romanos, aquellos que se resistían a que su república virtuosa, moldeada a imagen y semejanza de la Roma republicana del legendario cónsul Fabricio, acabase fagocitada por un orden burgués, basado en la ley, el orden público y la propiedad.
La revolución francesa, que estuvo plagada de episodios como el que acabo de relatar, expresa muy a las claras la aporía que la democracia liberal representa para el proyecto radical de transformación del orden social que persigue la izquierda. Claude Lefort, en su obra La incertidumbre democrática, afirma que con la revolución francesa se produjo no sólo una “decapitación física” (la del rey Luis XVI), sino también simbólica, la de una forma de entender el orden social y político, como algo pleno y con fundamento en un orden trascendente, un orden querido por Dios y ejemplificado en la monarquía absoluta.
Lefort afirma que la revolución habría instaurado la democracia como una forma de gobierno radicalmente incompleta en la que una fundamentación trascendente del propio orden social es reemplazada por una fundamentación contingente de lo político, basada en la idea del antagonismo y la búsqueda de la hegemonía. Lefort utiliza una metáfora espacial para referirse a esta ausencia de fundamentación última, caracterizando a la democracia como la forma de gobierno donde el espacio del poder está vacío y donde sólo el ejercicio del poder se “llena” transitoriamente conforme a reglas que lo predeterminan.
Hannah Arendt, en su obra Sobre la revolución, reivindicaba también el carácter instituyente de la revolución, como espacio donde se hace manifiesta la radical libertad de la acción. Sin embargo, Arendt era consciente de que las revoluciones, además de poder crear espacios de libertad (dimensión instituyente ) también deben crear un marco institucional que preserve esas condiciones de libertad (dimensión institucional). Al introducir la llamada cuestión social, la revolución francesa privilegió el momento instituyente sobre el institucional.
La nueva izquierda en la actualidad no admite tampoco que el espacio común de libertad política pueda ser canalizado a través de las instituciones demo-liberales, en la medida en que, según su parecer, despolitizan y neutralizan el antagonismo en que estaría fundado lo político, según hemos visto. Caben dos alternativas para estos autores. Por un lado, denunciar toda forma de democracia como artificial y enmascaradora de relaciones de dominación capitalista para reivindicar una vuelta a los postulados autoritarios leninistas del marxismo clásico o reinventar la democracia sobre la base de una concepción radical de la misma. Un ejemplo de esto lo encontramos en la propuesta de democracia radical del filósofo Jacques Rancière, que rehúye la institucionalización de ese momento democrático en favor de un gobierno absoluto del “demos”.
Según Rancière, la política hace referencia al derecho a cuestionar el orden de lo social, especialmente por parte de aquellos que son “excluidos” sistemáticamente por el capitalismo y el régimen democrático representativo de esta ordenación. Para Rancière, una de las mayores “perversiones” del orden capitalista neoliberal globalizado ha sido precisamente la de ocultar lo “político” (politics) y sustituirlo por la pura gestión o administración de lo ya previamente ordenado, según instancias ajenas a los intereses de los menos favorecidos. Para esta forma “neoliberal” de entender la política, Rancière reserva en su barroca terminología la definición de “policía” (policy en inglés).
Más de doscientos años después de que resonaran las últimas salvas de fusil que ponían fin al utopismo revolucionario jacobino, todavía quedan unos últimos romanos (Ocasio–Cortez, Zizek, Badiou, Rancière, Naomi Klein…) dispuestos a imponer su república igualitaria y virtuosa aun a riesgo de ser reducidos a meras comparsas de un drama tan bello como macabro. Como decía Voltaire, cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable.
Imagen: Ejecución de Luis XVI, de Georg Heinrich Sieveking (1793)