Vivimos tiempos de autoflagelación. Uno de nuestros látigos favoritos es de origen en gran parte desconocido. Hoy les hablo de las llamadas «muertes prematuras«, una construcción conceptual sobre la cual se fundamentan las extensas intervenciones regulatorias de los políticos, que no solo limitan las posibilidades de creación de valor añadido de la economía, sino que también intervienen profundamente en el modo de vida privado e individual. Que se lo pregunten a los madrileños víctimas del “camenicidio” del centro de Madrid, esa cosa llamada “Madrid Central”, diseñada para librar a los madrileños de la muerte prematura por contaminación atmosférica.
Quien se pregunte cómo es posible que incluso las democracias liberales más tradicionales se estén convirtiendo poco a poco en minidictaduras ecoverdistas encontrará una de las varias respuestas posibles al enigma en lo que los supuestos expertos han dado en llamar “epidemiología de la muerte prematura”. Pérfido concepto este que les traigo, pues sus raíces se esconden profundas en ese cenagal que conocemos bajo el nombre de “prevención”, … y, no lo vamos a negar, nos encanta “prevenir”. ¿O acaso alguno de ustedes quiere morir antes de tiempo? ¿Quién no desea vivir lo más posible con la mejor calidad de vida posible? Y aquí es donde encontramos enraizado el mensaje del Estado salvándonos de la “muerte prematura”, velando por nuestra salud. Para que nadie muera antes de tiempo. Coincidirán conmigo en que argumentar contra tales magnánimas intenciones es una pequeña locura. Y ello, a pesar de que hablamos de precisamente, y únicamente, eso: buenas intenciones.
Porque morir, moriremos todos. Ningún poder terrenal podrá librarnos de ello. Claro, trabajamos en nuevas tecnologías que nos pueden permitir vivir más tiempo y con más calidad de vida. La meta es que la muerte nos alcance solo por accidente inevitable, o similar. Pero estamos lejísimos de alcanzar tales metas. En algún momento nuestro corazón se detiene, o deja de funcionar algún otro órgano vital por causas complejas, múltiples y a menudo de difícil diagnóstico.
Los 75 años de edad marcan la frontera burocrática: quien alcanza esa edad lo ha conseguido, nos dicen los organismos nacionales e internacionales de salud. Si muere con 76, su muerte ya no será prematura
Por lo general, hablamos de “muerte prematura” en todos aquellos casos en los que se nos puede escapar, justificadamente, un “¡era tan joven!”, donde “joven” es una apreciación tremendamente relativa y subjetiva. Bueno, no para todos: el Estado lo tiene muy bien definido. Los 75 años de edad marcan la frontera burocrática: quien alcanza esa edad lo ha conseguido, nos dicen los organismos nacionales e internacionales de salud. Si muere con 76, su muerte ya no será prematura. Todos los demás, que mueren antes, son víctimas o de su forma de vida o del ambiente. Y eso no lo puede consentir el Estado protector. Y convierte la lucha contra la “muerte prematura” en instrumento necesario para imponer los más disparatados intereses ideológicos.
Lo verdaderamente interesante para los burócratas no son los casos de fallecimiento cuyas causas son claramente identificables, esto es, accidentes, agresiones o predisposición genética. Verdaderamente interesantes son aquellas muertes cuyas causas son difícilmente identificables a nivel individual y en las que muy probablemente son varios los factores que confluyen en el resultado fatal. Porque justamente son estos casos los que abren un enorme abanico de posibilidades interpretativas a la par que facilitan la creación de ficciones estadísticas desde las que poder derivar medidas políticamente oportunas.
El cuerpo humano es un sistema complejo de subsistemas interconectados, en el que una pequeña perturbación generalmente permanece sin consecuencias, pero a veces puede causar graves problemas. ¿Qué provocó realmente el infarto de corazón? ¿Obesidad, presión arterial alta, tabaco, alcohol, diabetes, otra enfermedad previa o incluso micropartículas? Y si esto último fuese cierto y demostrable: ¿qué tipo de micropartícula fue y de qué fuente provenía? ¿De la calefacción de los vecinos? ¿La chimenea de casa? ¿Los coches del garaje? ¿Los de la calle? ¿La incineradora municipal? ¿El autobús urbano?
El año 2012 la Organización Mundial de la Salud publicaba un informe (un estudio lo llamaron ellos) sobre la contaminación del aire y las patologías asociadas, haciendo especial hincapié en los fallecimientos ocasionados por micropartículas con un tamaño de hasta 2,5 micrómetros. Fallecimientos tempranos. Prácticamente todas las políticas medioambientales relacionadas con la polución en las ciudades se basan y fundamentan en ese informe. Imagino que el equipo de Carmena lo tendrá como lectura fundamental en la mesita de noche. Según el informe de la OMS fallecieron tempranamente en 2012 un total de 2.975.400 personas en todo el mundo. De ellas, 26.160 en Alemania y 6.860 en España. ¿Y cómo han llegado a saber eso?
En Alemania ni siquiera se protocoliza si el fallecido por cáncer de pulmón era fumador o no
No lo saben. La presunta certeza de las cifras no es tal. Nadie se ha dedicado a recopilar los datos forenses o médicos de esos 2.975.400 fallecidos. Las alteraciones fisiológicas asociadas al cáncer de pulmón, otras patologías de las vías respiratorias o el infarto de miocardio no solo son múltiples y muy variadas, son desconocidas en la mayoría de los casos. Las informaciones que hubiesen podido ayudar a determinar el verdadero origen o la causa de la enfermedad y su desenlace letal se pierden o no se recopilan. Por ejemplo, en Alemania ni siquiera se protocoliza si el fallecido por cáncer de pulmón era fumador o no. Tampoco hay constancia de que existan entrevistas o recogida de datos en los centros sanitarios correspondientes más allá del diagnóstico definitivo. Y, desde luego, no existen 2.975.400 informes forenses detallados de los que se pueda concluir con precisión cuáles fueron las causas de cada uno de los casos de cáncer de pulmón, por ejemplo.
Los “datos” de la OMS se basan en un modelo matemático, cuya base radica en estudios de cohorte y epidemiológicos. En este tipo de trabajos se observan, por ejemplo, dos grupos definidos previamente, uno de ellos lo forman personas expuestas de forma especial o “relevante” a un determinado factor de riesgo – las micropartículas generadas en una combustión en este caso- z el otro grupo lo forman personas de las que se supone que no están sujetas a la misma exposición, o a una exposición cero. Si en el grupo de personas con mayor grado de exposición se encuentra estadísticamente una mayor incidencia de cánceres de pulmón que en el segundo grupo, es posible suponer que el causante pudiera ser la micropartículas. Mueren de cáncer de pulmón diez de cien personas del grupo uno y solamente una de cien personas del grupo dos, podemos concluir que el riesgo de padecer un cáncer de pulmón en el grupo uno es diez veces mayor que en el grupo dos.
El malabarismo estadístico de la OMS consiste en afirmar, en función de esos mismos datos, que, de 11 casos de cáncer de pulmón, diez han sido causados con alta probabilidad por la exposición a las micropartículas. Debemos conceder a la OMS el hecho de que reconocen que sus cifras no son exactas. Nos dicen que tal vez no se trate de exactamente de 6.860 fallecidos tempranos en 2012 en España, sino que puede tratarse de un mínimo de 1.210 y un máximo de 11.062 casos. Muertes tempranas, es decir, antes de los 75 años.
Y ya tenemos las cifras mágicas en las que, basándonos en la transformación de una CORRELACIÓN en una CAUSACIÓN, podemos fundamentar multitud de políticas y justificar acciones que son meramente ideológicas.
La muerte prematura proporciona una estrategia con la garantía de poder ser utilizada para siempre
La muerte prematura proporciona una estrategia con la garantía de poder ser utilizada para siempre. Primero, siempre habrá contaminantes demonizables mientras existan humanos y utilicen algún tipo de técnica para mejorar sus condiciones de vida. En segundo lugar, el número de muertes prematuras aumenta con el aumento de la población, que en la actualidad afecta en particular a las economías en desarrollo y emergentes. Y, en tercer lugar, el aumento de la esperanza de vida ofrece la oportunidad de provocar más pánico. Debido a que el límite a partir del cual se puede hablar de «muerte prematura” se puede ajustar. Hace veinte años morían «prematuramente» las personas que no podían celebrar su 65 cumpleaños. Luego se cambió la edad a los 70 hasta que finalmente se establecieron los 75 años actuales. Nadie se ha parado a calcular los años de vida que hemos ido ganando en los últimos 40-50 años, porque eso dejaría en claro lo absurdo de las medidas políticas para evitar la «muerte prematura».
Las estadísticas de la OMS no ayudan a las personas afectadas en nada. En lugar de hacer de la «muerte prematura» la base de una política de salud post-fáctica, basada en correlaciones estadísticas, deberíamos enfocar nuestros esfuerzos en el desarrollo de un tratamiento curativo para cada caso específico e individual. Esto último es para lo que sirven los estudios epidemiológicos. Muestran la dirección en la que se debe desarrollar la investigación médica para descubrir los mecanismos exactos de acción y para desarrollar procedimientos diagnósticos y terapéuticos adecuados.
Políticas pseudototalitarias, como las medidas en las que se basa el proyecto carmenita de “Madrid Centro” nacen de un nuevo esnobismo político, en el que los debates se convierten en disputas insolucionables y desde los que se promociona la intransigencia.
Foto: Florian Wehde