Puesto que, recién estrenada la edad adulta, a portagayola recibo a mis alumnos de primer curso con una cosa llamada «espíritu crítico», por fuerza me he de interesar por su «dieta cognitiva», esto es, por la clase de cosas con las que alimentan sus cerebros. Y debo decir que, quitando honrosas excepciones, el panorama general acongoja. Uno, no hay apenas rastro de libros, no hay cine más allá de las series o estrenos de las plataformas (es decir, el poco cine que hay es generalmente malo), no hay periódicos —ni físicos ni digitales—, no hay teatro ni apenas otras formas de arte. Dos, hay un evidente abuso de los dispositivos móviles, cosa que suelen descubrir in situ con una aplicación que mide las horas que les dedican, cuyos resultados los deja impactados.
Toda generación tiene sus desafíos, que rara vez se escogen. Los centennials y los millennials, los nativos de Matrix, se enfrentan a esta ola sin apenas comprender que puede engullirlos. Pero en esa batalla estamos todos, perdiendo horas de trabajo, de reflexión, de descanso y de conversaciones vivas; y lo hacemos como muchos esclavos de antaño, convencidos de que todo ocurre porque tiene que ocurrir o incluso en nuestro beneficio. Entre un quinto y un cuarto de mis alumnos pasan por trastornos del sueño, unos pocos sufren déficits de atención (¿nadie va a unir los puntos entre el mal uso de internet y la explosión de diagnósticos de TDAH?), y son muchos los que manifiestan lo que la socióloga del MIT Sherry Turkle llama «intolerancia a la soledad».
Las redes sociales aplican técnicas indisimuladamente calcadas del negocio del juego. La idea es introducirnos en la llamada «zona máquina», aquella en la que el jugador no sabe dónde termina él y dónde empieza la tragaperras
No solo nos están mangando atención y tiempo, también nuestros datos. Soshana Zuboff lo ha llamado «capitalismo de la vigilancia»: estamos siendo esquilmados de nuestra privacidad en beneficio de un puñado de millonarios. Aprovechando los vacíos de una legislación que ya siempre irá detrás de lo que los negocios planteen, las aplicaciones móviles nos presentan pseudocontratos de adhesión que firmamos como corderitos. «El capitalismo de la vigilancia» —escribe Zuboff— «reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia prima gratuita que puede traducir en datos de comportamiento», datos que, obtenidos con la excusa mejorar los productos o servicios que recibimos, son subastados. El fin último no es meramente conocer nuestra conducta, sino intentar moldearla. La tendencia es además ascendiente; vamos hacia una intensificación continua de los medios de modificación de la conducta y hacia el creciente fortalecimiento de lo que Zuboff llama «el poder instrumentario». Esto es lo que nos están haciendo, envueltos, faltaría más, en las banderas del progreso, la innovación y el empoderamiento.
Tenemos que desterrar a toda prisa la edulcorada visión que tenemos de Silicon Valley. O al menos deben hacerlo quienes aún son tan ingenuos como para tragarse el mensaje de fondo («estamos aquí para mejorar el mundo») que vocean los capitanes de esta floreciente industria, que son más poderosos y ricos, en varios órdenes de magnitud, que los de las dos primeras revoluciones industriales. Tampoco es que Mountain Village o Sausalito sean sucursales de Mordor: no es más que gente con grandes intereses, cierta inclinación a la codicia y no demasiados escrúpulos.
Ya hay estudios que relacionan sin ambages el síndrome FOMO con el consumo compulsivo de las redes sociales. Sean Parker, primer presidente de Facebook, ha reconocido que la plataforma «cambia literalmente la relación de la persona con la sociedad, con los demás […] Probablemente, interfiere en la productividad de formas inesperadas. A saber lo que está haciendo en los cerebros de nuestros hijos». Michelle Klein, vicepresidenta de Clientes Globales y Business Marketing, declaró entusiasmada en una conferencia en 2016 que, mientras que el adulto medio mira su teléfono unas treinta veces al día, el millennial medio lo mira más de 157; y las cifras de la llamada Generación Z son incluso más altas. Según Klein, hay que agradecérselo a la ingeniería de Facebook, capaz de construir «una experiencia sensitiva de comunicación que nos ayuda a conectarnos con otros sin tener que apartar la mirada». Chamath Palihapitiya, exvicepresidente de crecimiento de usuarios en la misma compañía, hace años que dejó de usarlas («Siento una tremenda culpabilidad», ha declarado recientemente). Muchos de los prebostes de Silicon Valley llevan a sus hijos al exclusivo colegio Waldorf, donde, oh sorpresa, se prohíben los dispositivos móviles. La nueva élite será cognitiva, y si no andamos listos, será económica con una correlación perfecta, porque quienes tienen dinero suelen informarse mejor y antes y obrar en consecuencia con sus hijos. Las redes sociales son ya el tabaco de nuestra época, y en breve le pasará lo que al tabaco, que en términos sociológicos es hoy un vicio de pobres.
Mientras discutimos si son galgos o son podencos, asistimos impávidos a un tsunami de disfunciones personales propiciadas por las redes sociales. Hace unos meses, Antonella Sicomero, diez años, murió asfixiada cuando realizaba uno de los retos de TikTok, un desafío muy popular entre los usuarios de esta red, consistente en atarse un cinturón al cuello, apretarlo y resistir el máximo de tiempo posible. A raíz de esta desgracia, Italia suspendió por primera vez en la historia la aplicación en todo el país durante un mes. Estamos introduciendo elementos de persuasión e imitación masiva en mentes no preparadas, inmaduras y enormemente influenciables. Y todo por un poco de entretenimiento para muchos y una pila de dólares para unos pocos.
Las redes sociales aplican técnicas indisimuladamente calcadas del negocio del juego. La idea es introducirnos en la llamada «zona máquina», aquella en la que el jugador no sabe dónde termina él y dónde empieza la tragaperras (lo que quiere un jugador es permanecer ahí, sin importarle el dinero). El propio Sean Parker admitió en 2017 que Facebook estaba diseñado para consumir la máxima cantidad posible del tiempo y la consciencia de los usuarios. Recientemente, los fiscales generales de cuarenta estados de EE. UU. instaron a Facebook a cancelar su plan para lanzar un Instagram para menores de trece años. Zuckerberg tiene otro plan, la aplicación Messenger Kids, para niños de entre seis y doce. Despertemos; no pararán nunca.
Lo cierto es que esta ha sido la principal contribución de Facebook, Snapchat o Instagram al mundo: la adicción a la necesidad de saber cómo le va a cierta gente —del todo intrascendente para nuestras vidas reales—, junto al fingimiento de la propia existencia y la promoción recíproca a niveles masivos. Prometieron una vida más interesante y conectada, y tenemos más soledad y más trastornos. Este es el canario en la mina, el que avisa de que el grisú se acerca: el consumo de opiáceos y ansiolíticos está a niveles jamás conocidos. Hoy no es posible negar que estas redes han solucionado muy pocos problemas, y han creado bastantes.
Zuboff ha ido más allá de lo expuesto por James Williams, antiguo estratega de Google, en su ensayo Stand Out of Light (que ya es suficientemente inquietante). La socióloga llama a este aluvión «una arquitectura digital paninvasiva»: «Olvídense del tópico de que, si algo es gratis, es porque ustedes son el producto. Ustedes no son el producto; ustedes son el cadáver abandonado. El “producto” es lo que se fabrica con el excedente que han arrancado de sus vidas». Estas compañías gigantescas juegan a algo que apenas comprendemos, y su interés en nuestro bienestar o en la democracia es nulo. No es casual que Google tenga una política de secretismo cuasimedieval. ¿Qué se puede esperar de una compañía que llama a nuestros datos, con los que comercia, los datos que hablan de cómo vivimos y qué decidimos, «gases de escape digitales», sugiriendo que todo su afán es limpiar salvíficamente de detritos la ciberesfera? ¡Por Tutatis que son ecológicos los monopolios del siglo XXI!
«Pues así tienen que ser las cosas, es el mundo digital, baby», dirán algunos. De ningún modo. Hay modos muy distintos de convivir con estas tecnologías, que no son deterministamente invasoras. No nos dañan las invenciones mismas, sino las prácticas, y que nos repitamos la mentira de que no se pueden poner puertas al campo. Podemos promover un manual de batalla, mientras los legisladores (si quieren) y los jueces (si pueden) hacen su parte. Hay que devolver nuestra vida a su hábitat natural offline. Como no somos amish, ni falta que hace, podremos seguir sirviéndonos de las herramientas profesionales que internet nos provee; pero en cuanto a nuestras vidas privadas, deberíamos salirnos prácticamente del juego. Aquí van unas pocas propuestas:
- Limitar a dos las redes sociales en las que estamos: la que profesionalmente necesitemos y la que personalmente escojamos, restringiendo drásticamente el tiempo que invertimos.
- Silenciar y oscurecer nuestros dispositivos móviles para que el jueguecito dopamínico de los Likes no entrecorte nuestras reflexiones e interacciones reales. Menos compartir en la Red, más dialogar a la distancia de una mirada.
- En nuestros momentos de ocio, cinco minutos o cincuenta, aparcar los dispositivos móviles y tomar un libro de calidad, para pensar, sentir e imaginar hondo y largo.
- No compartir vía guasap vídeos ni imágenes salvo en el excepcional caso en que supongan una aportación de belleza (a la información muy raramente contribuyen), evitando cuidadosamente los contenidos políticos. Negarse, por principio, a que se nos incluya en un grupo.
- Leer artículos de fondo exactamente del mismo modo en que lo haríamos con una tradicional revista o periódico: escogiendo visiones ricas y contrapuestas, descartando a los partisanos.
- Privilegiar las comunicaciones cifradas de punto a punto y las aplicaciones con gestión encriptada de la información (desde ya).
- Ni sueñen los fabricantes de frigoríficos que vamos a embutir nuestras heladeras con el «internet de las cosas» (IoT). Ciao domótica conectada a las redes, ciao Cortana, ciao Siri, ciao
- Apartar cuidadosamente los dispositivos móviles de nuestros «rituales amorosos». Una familia, una pareja o unos amigos que, sin mediar gadgets, conversan, es gente libre que no está consumiendo o prestando atención a los políticos y otros pastores. Hagamos tendencia de esto tan anticomercial y aparentemente inadmisible.
Es hora de combatir el draconiano quid pro quo que los negocios de la desatención y la minería de nuestros datos nos han colado. El verano es un gran momento para replantear nuestra relación con la tecnología, un tiempo ideal para las desintoxicaciones.
Foto: camilo jimenez.