Alguna vez las canciones entonaban himnos de amor, donde todos eran todos y la belleza de la vida se traducía en buenas intenciones de igualdad. Así sonaba la tornamesa de mi padre cuando él era un niño, después en los CD’s que gustosos fuimos coleccionando. Yo era un infante al iniciar los años noventa, indiferente al nuevo mundo que se abría paso tras el fin de la guerra fría, inconsciente del colosal fenómeno de la globalización y la enorme maquinaria industrial que habría de convertirse en abstracción tecnológica. Nada de eso me importaba, permanecía absorto en esos “himnos” de verso libre:
Imagine there’s no countries
It isn’t hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion, too…
Lennon fue un portavoz de los ideales socialistas en contra del capitalismo, nombrado por muchos como un intelectual y hasta revolucionario. Curiosamente él representa a uno de los mejores productos creados durante la etapa más complicada de la guerra contra el comunismo, que a su vez, ya rico y famoso, se siente culpable de ser un “privilegiado” y arremete contra la propia estructura que lo creó, la ironía continúa, pues el capitalismo seguía otorgándole inspiración y dinero en éxitos como “Imagine”.
Eso qué podría interesarle a un niño que apenas ve el mundo, mucho menos pensar en un análisis de las sentencias que articulan tal canción. Un mundo sin fronteras y sin países es un mundo donde el multiculturalismo ha de imponerse. Para ser más claro, la ruptura y el desgarre de los elementos tradicionales, históricos y de identidad cultural de un pueblo deben ser flexibles e incluyentes con las prácticas culturales de otros. ¿Acaso esto es posible?
Qué agradable es a los oídos cuando alguien dice que todos podemos ser parte de una sociedad abierta y plural, sin fronteras, que todos somos hermanos y que todos somos iguales, que toda diferencia no debe representar ningún problema
La idea es bella ¿quién se atrevería a cuestionar tan buenas intenciones? Qué agradable es a los oídos cuando alguien dice que todos podemos ser parte de una sociedad abierta y plural, sin fronteras, que todos somos hermanos y que todos somos iguales, que toda diferencia no debe representar ningún problema y si lo representa, pobre del culpable que lo afirme. También se alimenta la simpatía por el débil –más si uno mismo, como individuo y como pueblo, se reconoce como víctima histórica- encuentra su redención en la asimilación de ser un “igual” con el “otro” y romper toda diferencia. Se nos dice que la debilidad es el producto del abuso y la explotación, de la infamia, la mentira y la violencia. Un emblema moral se pronuncia asumiendo la justicia encarnada, olvidando toda objetividad histórica, e impone la reivindicación a partir de la culpa del “privilegiado”, del lozano, del que hasta ese momento no se reconocía como violador, villano y asesino. Sus manos ahora están sucias por crímenes ancestrales que él nunca cometió; eso lo hace llorar.
En aquellas décadas de los 60 y 70 el impacto se extiende, auspiciado por una serie de movimientos contraculturales de “resistencia”, todos ellos dirigidos por intelectuales de corte socialista, hippies, fumadores de hierba, inconformes con las prácticas económicas; en su lugar hablan de amor, de igualdad, de la ausencia de los dioses, de la paz perpetua. Todos ellos con un libro rojo bajo el brazo y con las venas abiertas; sin embargo algunos no eran simples beodos, Sartre es un ejemplo. Padeció la ocupación alemana en Francia, vio la guerra frente a sus ojos; encarcelado en mazmorras, angustiado, murió todos los días a la espera de su propia muerte, con las puertas cerradas, ante un muro y la cámara. Su alma y espíritu burgués padecieron la peor de las miserias.
Es un hecho, Europa no fue la misma después de vivir la segunda guerra mundial. Poco tiempo después el llamado “eurocentrismo” vuelve a mirarse, y esta vez se encuentra a sí mismo como el origen de todo mal, es toda culpa y por ende requiere un castigo con un fin educador: el arrepentimiento.
Octavio Paz nombró a este padecimiento como masoquismo moralizante, lo dirige a Sartre cuando éste condenó la actitud de franceses e ingleses al vituperar la existencia de campos de concentración soviéticos (GULAG) pues aquellos, como imperialistas, poseían colonias. Para Sartre no es moralmente válido, no son aceptables las declaraciones emitidas por ambos países, lo cual es curioso, pues el imperialismo francés permitió que la familia Sartre gozara de soltura económica en Francia, además su padre fue un oficial naval y, tras la muerte de éste, su madre se casó con un acaudalado empresario de la industria automovilística. Esto le permitió a Sartre dar soltura a su desarrollo cultural e intelectual, viajar, conocer el mundo y padecer la náusea, privilegio de un buen burgués.
Es difícil pensar en la existencia de un joven Sartre no favorecido por una patria imperialista, y que el viejo Sartre, simpatizante de la URSS, emitiera juicios pasionales sobre la postura de Francia e Inglaterra al no considerarlos moralmente válidos:
“Los ingleses y los franceses no tienen derecho a criticar a los rusos por sus campos, pues ellos tienen sus colonias. En realidad, las colonias son los campos de concentración de la burguesía».[1]
El autoritarismo soviético formó parte de un mecanismo de control y represión sobre su propio pueblo, aniquilándolo con el emblema de una autoridad moral. Ya el mismo Trotsky afirmaba que en el socialismo hay que obedecer para después comer. Se estima que fueron más de 40 millones de rusos asesinados, número que representa una cifra irrelevante para Jean-Paul, para él no significa un problema de fondo. Tal miopía intelectual llevará consigo una serie de consecuencias: masoquismo moralizante al alimentar la caldera del victimismo, al extraviar el sentido histórico y emitir juicios pasionales que conmuevan a las multitudes deseosas de “venganza” o de “arrepentimiento”[2].
“Autoridad moral”, una palabra muy sonada hoy en día, pero también un castigo auto-infringido por parte de amplios sectores burgueses e intelectuales de todas partes, lo cual debe traducirse como pasión moralizante que se inspira en los “mejores” principios y en estar del lado “correcto” de la historia, precisamente, una historia recreada por las fábricas educativas de los campus universitarios que no sólo en Europa, sino también en América, han propagado el camino al castigo y a la venganza. Se educa a partir de un pensamiento de izquierda acrítico con la izquierda; se profesa un culto mesiánico al marxismo y a todo lo que se denomine “revolucionario”; el pueblo y el proletariado siempre serán víctimas a lo largo de una historia capitalista y tiránica; el intelectual no puede señalar los vicios de las dictaduras socialistas, menos contra la URSS, pues en la hoz y el martillo está el símbolo de la gran esperanza.
Sartre es un ejemplo claro, pues a partir de 1947 inicia su proceso de asimilación con el marxismo, pretendiendo omitir todas las arbitrariedades, abusos y sinsentidos del socialismo por ser parte de un bien moral superior, quizá pretendió considerar la libertad como una utopía o un bien demasiado elevado. ¿A dónde llevó el experimento? Al fracaso, no sólo del marxismo, sino al suicidio filosófico por parte de generaciones completas de intelectuales de izquierda.
“El caso de Sartre es ejemplar pero no es único. Una suerte de masoquismo moralizante, inspirado en los mejores principios, ha paralizado a gran parte de los intelectuales de Occidente y de la América Latina durante más de treinta años… En Sartre esta enfermedad intelectual se convirtió en miopía histórica: para él nunca brilló el sol de la realidad. Ese sol es cruel pero también, en ciertos momentos, es un sol de plenitud y de dicha. Plenitud, dicha: dos palabras que no aparecen en su vocabulario”[3], sentencia el pensador mexicano.
Han pasado solamente tres décadas en que el socialismo perdió la guerra, tiempo suficiente para que aún se levanten reminiscencias y manifestaciones que nos alarman, se trata sólo de un muerto, un fantasma que recorre Europa y se llama comunismo, como todo fantasma no puede existir; sin embargo en el mundo también hay muchos necios.
[1] Paz, Octavio. Hombres en su siglo y otros ensayos. Editorial Biblioteca de Bolsillo. Barcelona, 1990. Primera edición: 1984 (Página 115).
[2] De pronto el presidente mexicano puede atreverse a exigirle disculpas al Rey de España por acontecimos históricos de hace quinientos años, esto es un increíble anacronismo y un patético sentido de dignidad.
[3] IBID p. 116
Foto: Eric Koch / Anefo