Una visita a la Biblioteca del Monasterio de El Escorial (Madrid) se convierte en una inmersión en el tiempo y en la historia. El recorrido por el salón central empuja la vista hacia su cubierta de bóveda de cañón, dividida en siete tramos con su siete Artes Liberales. En su continuidad, un friso arranca en la cornisa y termina en la parte alta de las estanterías donde aparecen catorce escenas, dos por cada arte liberal. Ya en su zona superior, observamos que cada una de estas artes es acogido por cuatro sabios, representantes de cada ciencia. Este salón recibe la luz por cinco ventanas y cinco balcones que dan al Patio de los Reyes.

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La unidad arquitectónica descrita es además un depósito del saber, la distribución de los espacios que componen la Biblioteca son una invitación al conocimiento y una entrada en la historia, que se desgrana por las extensas filas de libros antiguos, con más de 40.000 volúmenes, muchos de ellos incunables, a lo largo de sus ediciones del siglo XV y XVI. Las estanterías se extienden entre sus muros, con los huecos de las ventanas como única interrupción. Cada estantería consta de 54 estantes, perfectamente numerados. Con seis cajones o tablas en cada estante o armario de libros.

El sencillo gesto de extender la mano para extraer un libro escogido está orientado por su ordenación alfabética y su ordenación numérica, según sea la colocación de los documentos en las unidades acordadas por el número que le corresponde. Un orden visible, tangible, objetivo y establecido.

Los accesos a la información a golpe de un clic

Con Internet, el golpe de un clic se convierte en el gesto que simboliza el acceso en cualquier momento a cualquier información. La curiosidad inicial se convierte de inmediato en un resultado, que puede aproximarse a lo que necesitamos o que puede consumir inútilmente nuestro tiempo en búsqueda de un dato útil. El orden es sustituido por unos trazados invisibles, que visibilizan una información y prescinden de otra. La huella que hemos dejado en la Red a lo largo de los días y horas en las que hemos estado inmersos, es un molde preciso para llenarlo de información acorde a nuestro perfil. Nos tropezamos con la paradoja de que mucha de la información que encontramos en la primera búsqueda estará cerca de nuestro perfil, pero lejos de nuestro interés y necesidad.

Cuando Netflix decidió producir sus propias series, analizó los hábitos de consumo de sus millones de abonados. Rápidamente, el algoritmo respondió con tres componentes: Kevin Spacey, David Fincher y los dramas políticos de la BBC. Parece que la cosa funcionó, su algoritmo de aprendizaje revisa y recalcula el perfil de recomendaciones de más de 140 millones de suscriptores cada 24 horas. Sabemos que los algoritmos son una serie de reglas abstractas para transformar los datos. O sea, lo que siempre se ha conocido como fórmulas. Cuando no se conocen esas reglas, se habla de “caja negra” en la que no sabemos cómo funcionan, no conocemos los criterios de su diseño, ni los fines con los que se construyeron, tampoco su interpretación y aplicación.

Ya no es necesario que el usuario demuestre si es humano o no, lo sabe el sistema según nuestras interacciones con el sitio web

La visibilidad que conduce la elección de un libro en una determinada biblioteca, se convierte en un proceso opaco cuando buscamos determinada información en la Red. Nos topamos con un orden de otra naturaleza, un orden que mide la rapidez del tiempo de ejecución de un algoritmo conforme entran los datos. Pensemos en una lista de cien elementos donde el algoritmo tardará x segundos, si duplicamos el tamaño de entrada de datos, se duplicará el tiempo. Esto es lo que dice la lógica, y lo que establece el orden lineal de cualquier algoritmo. Sin embargo existen otros tipos de órdenes más complejos como los polinomiales, exponenciales o factoriales, que dificultan la comprensión de su funcionamiento. De modo que la elección del tipo de algoritmo será en función de las necesidades que se quieran cubrir, así entramos en el terreno del diseño, donde los conocedores del código programan para determinados intereses.

Ya dentro de la complejidad algorítmica, entendemos que el orden del algoritmo será más eficiente comparado con otro, en la medida que consuma menos recursos, como el tiempo que precisa y el espacio de memoria que ocupa para su ejecución. De modo que el resultado de mi búsqueda en la Red será el producto de la información que tienen del usuario, a resultas de mi rastro digital, y el tipo o tipos de algoritmos que se ejecuten.

«Todo lo que la gente hace y ve en la web es producto de algoritmos», explica un informe de expertos en el Pew Research Center. El orden visible desapareció, la eficiencia de la inteligencia artificial se alimenta de unos algoritmos que han colonizado nuestras rutinas y nuestro hábitat cotidiano. Blade Runner sigue siendo actual, cada día, cada humano se asoma a su espejo para comprobar que no somos un producto artificial. Así lo comprobamos en la tercera versión de reCaptcha, el sistema creado por Google para identificar si el usuario es real o se trata de un bot. Es un alivio, ya no es necesario que el usuario demuestre si es humano o no, lo sabe el sistema según nuestras interacciones con el sitio web.

Tan evidente es la eficiencia de la inteligencia artificial, como que sus algoritmos colonizan el hábitat cotidiano que procesa nuestra información, aunque seamos poco conscientes, y sus procedimientos permanezcan invisibles. Adam Greenfield se suma a la larga lista de autores que describen una sociedad tecno-dependiente de los dispositivos móviles, hipnotizada a las brillantes pantallas. De un conocimiento accesible desde un orden objetivo y visible, como era el conocimiento analógico, hemos llegado a la era del acceso a la información, mediada por la tecnología y el código invisible, que dispone de nuestro rastro digital y desde el cual diseña los nichos de información más accesibles a nuestra búsqueda.

Hubo un tiempo que los niños quedaban embrujados por la fascinación tecnológica, que les permitía conocer sus mecanismos, desmontar y reparar coches, curiosear poleas y palancas, destripar juguetes, construir maquetas de edificios y trenes. Una transparencia que facilitaba la observación del funcionamiento mediante una estructura física. Recuerda Sherry Turkle que las primeras generaciones nacidas en la cultura informática querían y buscaban comprender los objetos informáticos del mismo modo que los mecánicos, pero solo encontraban las pilas.

En el escaparate de la cacareada transparencia política, los gigantes tecnológicos pueden utilizar el tipo de algoritmo que les plazca, siempre y cuando respondan a las funciones buscadas. Cada vez más dependientes del aprendizaje automático, el problema de los sesgos discurre sin control por los canales de la inteligencia artificial porque las bases de datos empleadas para el adiestramiento ni es libre, ni es diversa, ni es transparente.

Foto: Franck V.